Entiendo al espíritu de estos tiempos como un movimiento surgido como una reacción a la globalización. Esta se ha caracterizado, entre otras cosas, por una homogeneización del mundo impulsada por dos conceptos abstractos: la libertad política y la libertad económica (plasmados en la democracia liberal y el capitalismo).
Dado que estos conceptos son abstractos, podemos considerarlos potencialmente universales, ya que cualquier pueblo o ser humano tiene el potencial de adscribirse a ellos. O sea, sus principios no discriminan a nadie por pertenecer o no a un determinado grupo.
Lo que se le opone al universalismo abstracto es el particularismo concreto. Me arriesgo entonces a pensar este tema mirándolo desde una perspectiva dialéctica - ni idealista ni materialista - sino holística del ser humano: no somos solo mente ni solo cuerpo, somos ambos en constante interacción.
Si nos inclinamos hacia lo abstracto universal más de lo que podemos tolerar, el cuerpo empieza a pedir más de lo concreto particular, y viceversa. Es en lo concreto donde encontramos lo que a los pensamientos abstractos les cuesta llegar: los sentimientos profundos, las afinidades naturales y la cultura con sus hábitos, costumbres y tradiciones y religiones.
Simplificando en gran medida, podríamos decir que en la antigüedad el hombre se rigió por cosmovisiones esencialmente particularistas. Si había un conflicto entre dos grupos, este no se debía a diferencias de ideas, sino ante todo a la desnuda lucha por dominar o aniquilar al otro. Con el avance civilizatorio y el desarrollo del pensamiento, lo abstracto fue tomando cada vez más importancia en la vida humana.
Las religiones universalistas intentaron crear principios universales (como la igualdad ante Dios) fundamentándose en poner lo espiritual en un plano superior al material. Sin embargo, sus dogmas y fundamentos irreconciliables y sus prácticas entrelazadas con historias y tradiciones locales mostraron su aspecto particularista, del cual el ser humano no puede escapar. Pero, ante todo, fue la negación o subordinación de lo corporal en lo humano lo que las hizo debilitarse ante el surgimiento del progreso material.
Si bien la antigua Grecia dio sus primeros pasos en la búsqueda de fundamentos universales racionales para mejorar la vida humana, es en la edad moderna europea cuando surgen con gran potencia y en forma sistemática diversos conceptos estructurados en teorías abstractas y objetivas acerca de qué debería ser lo mejor para el hombre.
Podemos decir, entonces, que las guerras surgidas de las revoluciones norteamericana y francesa fueron las primeras entre un bando que quería imponer en el mundo una idea universal racional (que igualase en sus fundamentos los derechos y deberes de cualquier ser humano) contra otro bando particularista (identificándose ante todo con su pueblo, nación, imperio o cultura).
Posteriormente, la primera guerra mundial fue una guerra entre potencias particularistas y el universalismo ya más afianzado de las democracias, con el triunfo de estas últimas. En los mismos tiempos, la revolución comunista en Rusia fue también un triunfo de otro universalismo sobre el particularismo histórico de este país.
Creo que no está demás aclarar que, detrás de cada acción política o de guerra por parte de los universalistas, no había solo ideas acerca de lo que es bueno para el hombre, sino también el natural deseo de poder del ser humano.
Sin embargo, este deseo de poder ya no aparece tan crudo como antes de las revoluciones universalistas, sino que se estaba refinando con legítimas ideas políticas que buscaban mejorar la vida en una civilización cada vez más global.
Más allá de las causas históricas que llevaron a la segunda guerra mundial, esta surgió también como una reacción particularista frente a los dos nuevos universalismos. Esto se dio en naciones con vocación o reminiscencias imperiales, ya sea porque nunca llegaron a consolidarse como imperio (Alemania y Japón) o porque lo habían perdido hace siglos (Italia y España): Ese fue el mirar simbólico hacia el pasado del franquismo, el nazismo, el fascismo y de la cultura samurai del Japón, que ayudó a emocionar a sus masas y a sentirse parte de una épica.
Desde el final de la segunda guerra desapareció la posibilidad de que existan los grandes imperios particularistas, y por lo tanto la dialéctica se trasladó a la lucha entre los dos universalismos vencedores, quedando finalmente solo el universalismo liberal tras la caída del comunismo.
Esto dio al universalismo triunfante un impulso que parecía no tener límites porque era global y no había un “otro” que pudiera hacerle frente. Se sumaba a esto, el hecho de que al tener un fundamento racional podría servir para cualquiera y también porque, al ser liberal, le posibilitaba convivir creativamente con los cambios tecnológicos y culturales que se sucedían cada vez con mayor velocidad. Y, por último, aunque no menos importante, porque había funcionado. Así el mundo comenzó a igualarse al modelo norteamericano.
Tal fue la fuerza unificadora de este paradigma que incluso se llegó a decir que era el fin de la historia (porque ya no habría más una dialéctica de poder) o que resultaba imposible imaginarse un mundo distinto (sin utopías a la vista).
Sin embargo, uno de sus emergentes fue que los políticos dejaron de ser líderes que defendían naciones o ideas que estos y sus pueblos llevaban en la mente y el corazón. Esto ocurría porque no había un “otro absoluto” contra el cual se crease un desafío tal que pudiese generar líderes de envergadura.
Esta situación de comodidad llevó a los políticos democráticos a convertirse principalmente en burócratas que, si bien se enfrentaban al partido contrincante, en realidad (conscientes o no) estaban haciendo carrera como en un trabajo más y, por lo tanto, los intereses personales empezaron a primar cada vez más al sobre el verdadero liderazgo. De ahí la crisis de representatividad y su consecuencia: la aparición de movimientos antisistema y populistas que siguen a líderes que apelan esencialmente a la emoción concreta como forma de conectar con el pueblo
Así, como todos los sistemas, el sistema universalista empezó a encontrar sus límites: luego de que el mundo absorbió todo lo que pudo del modelo norteamericano fundamentado en universales abstractos, surgió un gran malestar que consistió en la pérdida de las identidades concretas. Este paradigma había sobrepasado lo que los pueblos (unos más que otros) podían tolerar de una vida basada en una cosmovisión abstracta.
Entonces entró en escena el factor "miedo", que ocurre cuando las personas sienten que pierden lo que llamamos su identidad: un malestar que emerge en forma inconsciente de las profundidades del individuo y que consiste en no saber “quién soy ni a donde voy”, ya que el paradigma vigente comienza a hacer ruido con lo que el “cuerpo” (en este caso) le pide.
Así aparecen también los fenómenos de la búsqueda de la recuperación de la identidad nacional o imperial entre los que miran a un pasado quizás glorioso (Rusia, China, el islam, el Reino Unido, Turquía, etc.) o los que en las identidades sociales encuentran la subjetividad que el actual paradigma objetivista les niega (políticas de género, ecologistas, de alimentación, culturales, localistas, etc.).
Todas estas políticas reactivas al universalismo liberal abstracto apelan esencialmente a la emoción como factor concreto por excelencia en la política. Hacia ella se dirige el resurgimiento de sus símbolos del pasado, sus antiguas religiones, sus filosofías particularistas.
Como ejemplo extremo de la construcción de una política abstracta podemos citar a la Unión Europea, en la que aparecen cada vez más los movimientos localistas donde la gente siente que puede recuperar el "alma" de lo suyo.
China, con su potencia, se planteó claramente que hasta aquí llegó con la incorporación de valores liberales (como los que están detrás de la globalización capitalista) y que no considera universales a las libertades individuales y a los derechos humanos, sino que estos son solo excusas para el imperialismo occidental.
Al llamarlos excusas y no aceptarlos como legítimos, China legitima su propia actitud imperialista (por ejemplo, en el conflicto de aculturación de los uigures y en el renacimiento de su deseo de incorporar Taiwán). También Rusia adoptó esta concepción y basándose en ella encontró su legitimidad para invadir Ucrania.
Creo que es importante señalar nuevamente que si bien el deseo de poder siempre existe en las naciones liberales (como en todos los seres humanos) y a veces hasta llega a primar sobre su universalismo (como en la segunda guerra de Iraq), sus valores universales también están presentes. Esto, ante todo, es lo que ha hecho que no haya guerras entre las democracias liberales y que estas no se dediquen en la actualidad a incorporar por la fuerza a otras naciones a un imperio propio.
Los discursos chino y ruso que niegan la universalidad de los valores de las naciones liberales encierran una contradicción, ya que cualquier pueblo (con mayor o menor tiempo y esfuerzo) puede llegar a tener un sistema político que respete los derechos humanos (que los chinos llaman “occidentales”), y por lo tanto sus sistemas políticos pueden encaminarse en el sentido de lo universal.
Vemos con claridad que, en pueblos del oriente geográfico y cultural, como Japón, Corea del Sur y Taiwán, el universalismo liberal se ha integrado con gran éxito, sin haberse vuelto estos países parte de ningún imperio occidental.
La verdadera universalidad de los principios que China llama “occidentales” se nota también con total claridad en que multitudes quieren ir a vivir a las democracias liberales, pero casi nadie quiere ir a vivir a China o Rusia.
Pienso, entonces, que el desafío actual del paradigma liberal, es que este debe resolver su vacío de subjetividades concretas, incorporándolas legítimamente, de tal manera que la dialéctica abstracto-concreto / objetivo-subjetivo / ciudadano-persona, sean fuerzas que interactúen libremente en su seno y le devuelvan la vitalidad.
Si las incorpora, le quitará la legitimidad de su discurso particularista a las fuerzas antisistema, populistas o imperiales.
De cualquier manera, luego vendrán otros desafíos que la historia le presentará, ya que un sistema liberal universalista implica una construcción permanente.