La última configuración de la política argentina nació en 2008 como resultado del conflicto entre el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y los productores agropecuarios, sobre todo sojeros, de la denominada «pampa húmeda», una de las áreas agroganaderas más fértiles y productivas del mundo. Cristina Fernández de Kirchner, que había sido elegida para suceder a su esposo poco tiempo antes de que estallara esta «guerra del campo», quiso elevar un par de puntos las retenciones –el impuesto especial que se cobra sobre las exportaciones de granos–, una medida opinable pero técnica y que sin embargo levantó una inmediata rebelión, en la que los ricos productores agropecuarios se articularon con las clases medias urbanas, históricamente hostiles al peronismo, para conformar una potente fuerza político-social de oposición al gobierno. La ciudad de Buenos Aires se pobló de protestas en apoyo al «campo» cuyo trabajo (e ingresos) «sostiene el país», respondidas con contramanifestaciones contra la «oligarquía» que impide la construcción de una nación soberana. Y ambos bandos se reafirmaron en sus convicciones y sus imaginarios de país.
Nacía así la «grieta», que es el modo en que los argentinos denominan a la polarización política, a su vez reflejo de un país que es, en realidad, dos países. Argentina es, por la extensión y fertilidad de sus suelos, una potencia alimentaria (hoy es el tercer exportador mundial de soja, el sexto de carne vacuna y está entre los primeros de limones). El «campo», término para hablar del complejo agroindustrial, explica alrededor de 10% del pib, otro tanto de la recaudación tributaria, 20% del empleo (si se incluye empleo directo e indirecto) y 70% de los ingresos de divisas, los dólares que requiere la economía para funcionar1. (Los datos son, en todo caso, estimativos, ya que una de las características del campo actual es que no queda del todo claro dónde empieza y dónde termina). Cualitativamente, el campo es la rama más dinámica de la economía argentina y uno de los pocos sectores verdaderamente competitivos en la arena global; el único, por otra parte, que genera temor en los países desarrollados. En Serotonina, la novela anticipatoria de los «chalecos amarillos» en la que Michel Houellebecq describe la frustración de las clases rurales de la Francia profunda, un agricultor expresa sus temores ante un posible acuerdo Mercosur-Unión Europea:
Las exportaciones agrícolas de Argentina se disparaban literalmente desde hacía unos años, en todos los sectores, y no se habían acabado, los expertos estimaban que Argentina, con una población de cuarenta y cuatro millones de habitantes, podría a largo plazo alimentar a seiscientos millones de hombres, y el nuevo gobierno lo había entendido bien, con su política de devaluación del peso, estos cabrones literalmente iban a inundar Europa con sus productos, además no tenían ninguna legislación restrictiva sobre los transgénicos, estaba claro que estábamos en problemas2.
Pero también está la industria. A diferencia de otras economías latinoamericanas centradas en la exportación de materias primas, Argentina dispone de un sector industrial relativamente diversificado, que exporta desde autos hasta radares, con empresas multinacionales como Techint, un importante desarrollo hidrocarburífero y un incipiente desarrollo minero, industrias básicas potentes y también textiles, medicamentos, biotecnología… La industria argentina, la tercera en importancia de América Latina, emplea a tres de cada diez trabajadores registrados, pero es deficitaria en divisas: consume los dólares que genera el campo, lo que explica que el precio del dólar no sea solo una variable macroeconómica más, como sucede en otros países, sino el núcleo permanente de un conflicto político.
Esquematizando una realidad que siempre es más compleja, podemos decir que a lo largo de la historia argentina el campo ha presionado por una economía abierta, que le permita exportar libremente, y por un dólar alto.