Michael Walzer - NUESTRA UCRANIA


¿Por qué apoyamos a los ucranianos? Hay razones geopolíticas para hacerlo: debilitar a la Rusia de Putin fortalece a la OTAN. Hay razones relativas al orden mundial: castigar una agresión y establecer el imperio del derecho internacional. Y hay, también, razones ideológicas que pasan por defender la democracia y expresar nuestra solidaridad con los demócratas en el extranjero.

Las dos primeras razones son sencillas de articular; no escribiré sobre ellas ahora. La última es algo más compleja: ¿por qué deberíamos preocuparnos por el régimen ucraniano o por la existencia de una democracia en la Europa del Este o en cualquier otro lugar? ¿Acaso las democracias extranjeras hacen que la nuestra sea más segura? La respuesta a esta pregunta es que probablemente sí, de modo que hay un respaldo geopolítico al argumento ideológico. Muchos de los americanos que abandonarían Ucrania y que admiran a Putin por los 'agravios' rusos estarían también comprometidos con usos más autoritarios en Estados Unidos y otros lugares: en Hungría, en Polonia, en Turquía, en Israel o en la propia Rusia. Defender a Ucrania es tanto como fortalecer la democracia en nuestros países y en cualquier parte del mundo.

Parece que existe una solidaridad entre dictadores y aspirantes a ello –Trump, Putin, Orban y los demás– que se apoyan y aprenden entre sí. Tal vez esto sea algo que los demócratas en Estados Unidos y Europa deberíamos imitar. Me gustaría explorar, de hecho, cómo sería esta imitación. ¿Qué es la solidaridad democrática y por qué, como creo, constituye una razón esencial para apoyar a Ucrania? Antes de responder a esta pregunta, necesito dar una respuesta a los argumentos que piden poner fin a nuestro compromiso con Ucrania y que tenga un valor mayor que limitarnos a censurar la admiración por el autoritarismo.

¿Estos argumentos provienen tanto de la izquierda, como del pacifismo o del conservadurismo 'realista' que cree en la paz –a cualquier coste–? Desde estas perspectivas se comparte la opinión de que las grandes potencias tienen derecho a tener 'esferas de influencia'. El orden mundial se consigue mejor, piensan, mediante el reconocimiento de este tipo de capacidad y a través de la división del mundo entre poderes, como se hizo en Yalta en 1945. Pero Yalta no es mucho más que un precedente. No funcionó, y no lo hizo por razones muy concretas: la brutalidad, la corrupción o la incompetencia de los regímenes que Rusia (entonces la Unión Soviética) creó en su ámbito de influencia.

Reconozco que los acuerdos de Yalta sirvieron para enfriar la Guerra Fría y, por tanto, favorecieron el establecimiento de una especie de estabilidad mundial, aunque tuviera un enorme coste para la gente de la Europa del Este. Esto creó guerras reales (y no sólo frías) en la periferia de la esfera de influencia rusa y favoreció el surgimiento de rebeliones dentro de aquel contexto.

Al final, cuando el Imperio ruso colapsó y Moscú no pudo sostener sus regímenes satélites, los países liberados del este de Europa pidieron protección contra un eventual regreso de Rusia y se apresuraron a ingresar en la OTAN. En contra de lo que reclaman los izquierdistas y los realistas, la expansión de la Alianza Atlántica no fue un proyecto imperial o de una gran potencia. Fue más una cuestión de atracción desde el este que de empuje desde el oeste. Tampoco es la OTAN una esfera de influencia norteamericana u occidental en el sentido habitual de estos términos. Como sugiere la reciente incorporación de Finlandia y Suecia, se trata de una alianza voluntaria de Estados auténticamente independientes.

Cabe señalar que la esfera de influencia estadounidense en el Caribe y Centroamérica tampoco está funcionando; la razón, una vez más, es la brutalidad, la corrupción y la incompetencia de los regímenes que Estados Unidos ha promovido. La consecuencia inmediata en este caso es la avalancha de migrantes que huyen de los países en los que los funcionarios y agentes corporativos estadounidenses han tenido mayor influencia.

Obligar a Ucrania a regresar a la esfera rusa, en contra de la voluntad democrática de su pueblo, no contribuiría a una paz sostenible, por todas las razones que hicieron de Múnich un fracaso realista. Putin no es Stalin, pero sus planes para Ucrania son tan brutales como los de Stalin durante los años de hambruna de la década de 1930, y me pregunto si los defensores actuales de las esferas de las grandes potencias serían capaces de mirar sin hacer nada. Los vecinos de Ucrania temblarían de miedo y buscarían la ayuda de la OTAN. No puedo imaginar esto como un orden mundial que pudiera promoverse de buena gana.

Ciertamente, nadie, ni siquiera en las proximidades de la izquierda o de mi propia izquierda (demócratas liberales y socialdemócratas) podría apoyar un acuerdo de ese tipo. No podemos vivir con esferas de influencia rusas, estadounidenses o chinas, ya que no se trata de formaciones políticas conformadas por la toma de decisiones democráticas. La influencia es, por supuesto, una parte normal de la vida política. Todo partido político, todo movimiento social y todo Estado aspira a ser influyente. Hay, de hecho, un breve pasaje del joven Marx que explica cómo debemos pensar en la influencia. Supongamos, dice, un mundo de relaciones humanas «en el que el amor sólo pudiera intercambiarse por amor, la confianza por confianza... Si quisieras disfrutar del arte, deberías ser una persona cultivada artísticamente; si quisieras influir en otras personas, tendrías que ser una persona que realmente tuviera un efecto estimulante y alentador sobre los demás». Este argumento se aplica también a los partidos políticos, los movimientos y los Estados soberanos. Si Estados Unidos quiere ser influyente en Centroamérica, debe ser estimulante y alentador, es decir, materialmente útil e ideológicamente persuasivo. La coerción, la manipulación y la subversión quedan descartadas. También para Rusia.

El mundo que sugiere la cita de Marx es un mundo democrático, una sociedad internacional de naciones determinadas por sí mismas (los marxistas no siempre entendieron esto). Los hombres y mujeres que trabajan por un mundo así son mis amigos y, espero, los suyos. Tenemos que ayudarnos mutuamente de todas las formas posibles, no sólo a través de la acción de nuestros Estados democráticos –volveré sobre ello–, sino también de maneras más informales. Nuestros partidos políticos deberían estar en contacto con los partidos de los países en los que la democracia está en peligro o ausente, ofreciéndoles estímulo y aliento material e ideológico. Si a usted o a mí nos invitan a visitar uno de esos países para dar clases, por ejemplo, deberíamos hablar de valores democráticos; deberíamos reunirnos y dar la mano a los demócratas locales, especialmente a los que tienen problemas con las autoridades.

Y si un Estado democrático es víctima de una agresión, si la propia democracia está siendo atacada, tenemos que buscar una influencia más dura en forma de apoyo militar: una brigada internacional o apoyo de Estado a Estado: dinero, suministros, formación y, dentro de los límites de la prudencia, participación armada. Creo que ahora mismo la OTAN está haciendo las cosas bien con Ucrania, pero debemos reconocer lo que estamos haciendo y por qué: estamos con los ucranianos porque tienen un gobierno elegido democráticamente y han decidido colectiva e individualmente que merece la pena luchar por su democracia. Y eso significa que su Ucrania es también la nuestra, parte de la internacional democrática.

Michael Walzer es profesor emérito del Institute for Advanced Study de Princeton y antiguo co-editor de larevista 'Dissent'.



Este artículo se publicó originalmente en ABC.