Ya todo el mundo sabe lo que ocurrió la semana pasada en Kramatorsk, a menos que hayan vivido escondidos en los últimos días, pero lo voy a recordar de nuevo, aunque sólo sea para contradecir a los mendaces y a los calumniadores que empezaron desde el principio a manchar la realidad con su indecencia.
La historia es así. El 24 de junio pasado, un grupo de colombianos presentó en la Feria del Libro de Kiev una campaña civil, Aguanta Ucrania, sobre la cual he escrito varias veces en esta tribuna, y que en los últimos seis meses ha reunido a más de cien voces latinoamericanas —escritores, artistas, defensores de derechos humanos— con el objetivo, sencillo y complejísimo a la vez, de condenar el crimen de agresión cometido por Rusia y poner en palabras nuestra solidaridad con una sociedad valiente. Los colombianos eran Sergio Jaramillo, excomisionado de Paz de mi país y gestor principal de la campaña; Catalina Gómez, corresponsal de guerra que ha acompañado la campaña desde su lanzamiento, y Héctor Abad Faciolince, que tenía la razón subsidiaria de presentar la traducción al ucranio de uno de sus libros. En el acto de Kiev los acompañaron el presidente del PEN ucranio, Volodímir Yermolenko, y dos mujeres extraordinarias: Oleksandra Matviichuk, cuyo premio Nobel de la Paz es la menor de sus virtudes, y Victoria Amelina, una novelista de 37 años que se había dedicado en los últimos meses a investigar y denunciar los crímenes de guerra que la maquinaria de propaganda rusa, con la invaluable complicidad de tantos ingenuos del mundo entero, niega y oculta.
Tras el acto de Kiev, Victoria Amelina quiso acompañar a los colombianos en un viaje improvisado a la ciudad de Kramatorsk. El propósito explícito de aquel viaje de nueve horas era llevar la campaña un poco más lejos, pero tenía también otra intención: seguir documentando las atrocidades cometidas por los rusos en su guerra de agresión, y hacerlo más cerca de los lugares donde las atrocidades ocurrían; es decir, tratar de ver con los propios ojos aquello que se quiere denunciar, aquello de lo cual se quiere hablar. Y lo demás ya se sabe: el martes 27, un misil Iskander del ejército ruso cayó sobre la pizzería donde se encontraban los tres colombianos y la escritora ucrania, cenando en una terraza cubierta en medio de muchos otros civiles desarmados. El ataque de precisión destruyó el restaurante, asesinó a 13 civiles, tres de ellos menores (dos de los menores eran unas gemelas) y dejó heridos a más de 60. Victoria Amelina, herida gravemente, fue llevada de urgencia a un hospital de Dnipro, y allí estuvo varios días en coma inducido, mientras un grupo de médicos trataba de salvarle la vida. No tuvieron éxito. Amelina murió el 1 de julio. Fue despedida el martes pasado, en Kiev, por dos centenares de personas, y un último adiós tuvo lugar el miércoles en Lviv, su ciudad natal.
Victoria Amelina dedicó los últimos meses de su vida a desarmar —con investigaciones precisas, con hechos comprobables, con datos duros de periodista de guerra— la inmensa y multiforme empresa de mentiras y falseamientos que la Rusia de Putin, en la más diáfana tradición totalitaria, ha usado para vender su grosera versión de la guerra. Pero no alcanzó a ver, porque estaba en coma y avanzando lentamente hacia la muerte, los falseamientos y las mentiras que se dijeron sobre el ataque de Kramatorsk. Como involucraba a un grupo de colombianos, la propaganda grotesca no se quedó en los lugares de la guerra, sino que llegó hasta Colombia. Entrevistada en la emisora La W, la portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia, Maria Zhakarova, dio un espectáculo fascinante de ese viejo cinismo burocrático de apparatchik sin cabeza que creíamos relegado a los tiempos soviéticos, y cuyas caricaturas (pero no lo son) salen hasta en las malas novelas de la Guerra Fría. Así habló la lamentable vocera: repitió mentiras y distorsiones sin apearse ni por una palabra de la monotonía de la voz, que era audible incluso a través de la monotonía de su traductora. En ese tono les mintió a los colombianos.
Mintió sobre todo. Mintió cuando dijo que el restaurante Ria era un legítimo objetivo militar, después de que otro apparatchik había culpado al ejército de Ucrania y otro había dicho que el ataque era un error. Mintió cuando repitió la versión del Ministerio de Defensa, que ya venía bien adornada con nombres y números para convencer a los incautos, y dijo que allí, en el restaurante destruido, “se desplegaba el punto de mando de la brigada de infantería motorizada número 56 de las Fuerzas Armadas de Ucrania. Es por eso que se convirtió en un objetivo legítimo”. Mintió sobre Victoria Amelina cuando se preguntó “por qué una ciudadana ucrania invitó a sus amigos colombianos a este lugar. A lo mejor tendría sentido hacer estas preguntas”. Y luego se permitió su propia especulación: “Puedo pensar”, dijo o dijo su traductora simultánea, “que esas acciones tenían el propósito de realizar una provocación para que ciudadanos de otros Estados, incluidos los colombianos, se encontraran en la zona del golpe, teniendo en cuenta que se tenía un objetivo militar en esa zona”. En otras palabras, la escritora muerta en este crimen de guerra había querido provocar al misil ruso que le quitó la vida.
Pero estas declaraciones son casi funcionariales —una cuestión de rutina en la propaganda desvergonzada que lleva fabricando una realidad alternativa desde mucho antes de la invasión— al lado del cinismo inverosímil con que comentó el crimen de guerra la Embajada rusa en Bogotá. “Con mucho pesar nos enteramos de los acontecimientos en Kramatorsk”, dijeron los cínicos por Twitter. “A nuestro juicio la ciudad cercana al frente, convertida en un hub operacional y logístico militar, no es un lugar apropiado para degustar platos de cocina ucraniana”. En su desprecio por quienes sufrieron el ataque, en su burla del dolor de las víctimas, los tuiteros de la Embajada rusa se parecieron mucho a varios comentaristas colombianos para los cuales la culpa era de los que estaban en el restaurante. ¿Para qué tenían que ir allá estos colombianos?, se preguntaron muchos.
Es una pregunta que yo no me atrevo a contestar: sólo debería contestarla cada uno de ellos. Pero yo sospecho que la respuesta, en el fondo, no diferirá mucho de la que se hubiera dado Victoria Amelina: fueron para ver las cosas con sus ojos y así poder contarlas. Poder contar, por ejemplo, que en el restaurante Ria no había ningún hub operacional y logístico militar. Poder contar que allí no se desplegaba el punto de mando de la brigada de infantería motorizada número 56 de las Fuerzas Armadas de Ucrania. Poder contar que allí se reunían ciudadanos comunes y corrientes, y que, si llegaban soldados a veces, se trataba de soldados de permiso en su día de descanso. Poder contar lo que ha contado también Luis de Vega, reportero de este diario. “El restaurante Ria, como pudo comprobar este enviado especial cuatro días antes del bombardeo, es un lugar muy popular frecuentado por periodistas, trabajadores humanitarios, voluntarios de diferentes organizaciones y militares”, escribió. “No es en ningún caso una infraestructura del ejército, como aseguró Rusia para justificar el ataque”. Poder contar la verdad, las verdades sencillas, y hacer ver que las mentiras rusas son mentiras, que una invasión es una invasión, que un crimen de guerra es un crimen de guerra. Lo cual es, por supuesto, lo mismo que hizo Victoria Amelina. (El País)
Juan Gabriel Vásquez es escritor.