Fernando Mires - Chile: UNA CONTRA-REVOLUCIÓN SIN REVOLUCIÓN (1970-1973)

 


Un ensayo.

Publicado en digital con motivo de los 50 años del golpe de estado en Chile 



Cuando en septiembre de 1970 el candidato de la Unidad Popular, Salvador Allende, obtuvo la mayoría relativa de la votación, tanto al interior como al exterior del país se abrió un momento de gran expectación.1 Aunque Allende fue siempre cauto al señalar que el que se iniciaba no era un régimen socialista, sino un gobierno que simplemente crearía las condiciones institucionales y económicas para que la transición al socialismo fuera posible, comentaristas e ideólogos de todas las latitudes se apresuraron en bautizar al periodo que todavía no se iniciaba con rótulos como “la vía chilena al socialismo” o “el experimento chileno.2 Con tales denominaciones se quería decir superficialmente que, a diferencias de otros países donde los revolucionarios habían tomado el poder con las armas, en Chile sería utilizada “la legalidad burguesa”.

El mismo Allende, olvidando su proverbial cautela, afirmó una vez: “Chile es hoy la primera nación de la tierra llamada a conformar el segundo modelo de "transición a la sociedad socialista”.3 En su expresión más radical, tal línea se expresaba en la fórmula acuñada por la izquierda extrema del país (MIR, MAPU, y sobre todo los socialistas a la izquierda de Allende) bajo la consigna “voto más fusil”, según la cual las llamadas “fuerzas revolucionarias” aprovecharían las condiciones que les brindaba “la institucionalidad burguesa” para tomar el poder. Pocos eran quienes reparaban en que lo ocurrido en aquel esplendoroso mes de septiembre no solo constituía un punto de ruptura sino también de continuidad con la historia de Chile.

Las izquierdas internacionales tenían algunas razones particulares para proyectar ilusiones hacia Chile. Por cierto, los comunistas chilenos eran exageradamente pro-soviéticos, pero también, al estilo de sus congéneres franceses o italianos, eran muy abiertos cuando se trataba de concertar alianzas políticas con “la burguesía”. Estaban además los socialistas, algunas de cuyas expresiones radicales no podían sino despertar el inconsciente dormido de muchos socialistas europeos. Los guevaristas se entusiasmaban con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que, de una precaria actividad pseudoguerrillera urbana, pasaba a convertirse en un rígido partido de corte leninista. Incluso la oposición era encabezada por una democracia cristiana con vinculaciones europeas. Además, las izquierdas internacionales necesitaban un nuevo punto de referencia revolucionario pues, después de la revolución cubana, las izquierdas latinoamericanas en sus versiones guerrilleras y parlamentarias, no habían experimentado más que derrotas.

Las apariencias inducían a creer que en Chile fermentaba una auténtica revolución social. Campesinos, estudiantes, pobladores, habían alcanzados altos grados de movilización durante el gobierno demócrata-cristiano de Eduardo Frei. Los detentadores del poder económico estaban desconcertados. La derecha política, fraccionada. Además, los proyectos de expropiaciones y nacionalizaciones sustentados por el programa de la Unidad Popular (UP) parecían ser las respuestas de izquierda más adecuadas a la crisis que vivía el país.

Desde luego, había algunos “detalles ” que ensombrecían el cuadro. Por ejemplo, estaba ese ejército numeroso; casi prusiano; y las tranquilizadoras frases de Allende en el sentido de que “las fuerzas armadas serán el respaldo de una ordenación social que corresponda a la voluntad popular expresada en los términos que la constitución establezca”4 parecían no convencer ni al propio presidente.

Por si fuera poco, en los Estados Unidos, Kissinger se había apresurado en declarar una guerra silenciosa a Chile. En la segunda semana del mes de septiembre, planteaba en Chicago: “Yo pienso que no nos debemos hacer ilusiones. La toma del poder por Allende en Chile nos traerá grandes problemas, a nosotros y a nuestras fuerzas de América Latina y, por consiguiente, al conjunto del hemisferio occidental. Por otro lado, la evolución política de Chile se revela muy grave por sus implicaciones sobre la seguridad nacional de los Estados Unidos, en razón de sus efectos en Francia y en Italia.5

Pero en ese momento de triunfo, aquellas declaraciones parecían ser simples nubarrones en medio de la linda primavera de Santiago.



LA DEMOCRACIA CRISTIANA Y SU “REVOLUCIÓN EN LIBERTAD”


El Partido Demócrata Cristiano que en 1964, apoyado por la derecha había logrado derrotar a la coalición de izquierda llamada Frente de Acción Popular (FRAP), hubo de esperar mucho tiempo para gozar de las mieles del poder. Originado en 1938 con el nombre de Falange Nacional, no pasaba de ser un ala modernizante del antiguo Partido Conservador. En su programa había incorporado algunas de las posiciones sustentadas en la encíclica Quadragesimo Anno (1934). El “rexismo” belga, el neotomismo de Jacques Maritain y las ideas corportivistas de Mussolini y Primo de Rivera, fueron sus primeras influencias ideológicas.6 En 1938 apoyó al Frente Popular; en 1948 se unió con el ala social-cristiana del Partido Conservador. Durante el gobierno de Gabriel González Videla (1947-1952) contrajo en diversas circunstancias alianzas con representantes de casi todo el espectro político y formó parte del llamado gabinete de “sensibilidad social”; en las elecciones de 1952 apoyó al candidato del Partido Radical, Pedro Enrique Alfonso. En fin, la DC carecía de un perfil político definido, lo que se reflejaba en sus miserables resultados electorales. En 1941, la Falange obtuvo el 3,5% de los sufragios; en 1945 el 2,6; en 1949 el 3,9, y en 1953 el 2,9%.7

El auge político de la DC comenzó a vislumbrarse en las elecciones parlamentarias de 1957 en las cuales obtuvo el 9%. Poco después, en las elecciones presidenciales de 1958, obtuvo el nada despreciable porcentaje de 20%. Una de las razones de ese “despegue” debe encontrarse en el fracaso del gobierno del general retirado Carlos Ibáñez del Campo representante de una especie de “populismo tardío”. Justamente en ese periodo, la DC planteaba algunas reformas estructurales, como la integración de los llamados sectores marginales a través de programas de industrialización, la nacionalización pactada del cobre y una reforma agraria destinada a erradicar a los propietarios latifundistas más tradicionales.

En síntesis, la DC representaba en lo económico un proyecto de tipo modernizador e industrialista que armonizaba perfectamente con los proyectos postulados por la Comisión de Estudios para América Latina (CEPAL) y con los que comenzaban a elaborarse en los Estados Unidos, los que tomarían forma en la famosa Alianza para el Progreso. Dichos proyectos eran muy bien recibidos por un naciente empresariado local fuertemente vinculado a los mercados internacionales y que necesitaba urgentemente resolver sus contradicciones con los propietarios de tipo tradicional. Para esos empresarios modernizantes la DC aparecía como una representación política muy adecuada. La nueva conducta política de los empresarios se manifestó claramente en 1964. “En un comienzo al menos” – constataba James Petras- "la imagen pro-industrial de Frei se reflejó en el apoyo del 75% de los industriales a su gobierno. Los empresarios de las firmás más grandes probaron ser los más fieles adictos a Frei" (92%). 8

Pero la DC no solo era el partido de la gran empresa. Su particularidad específica fue haber llegado a ser un “partido de masas” de acuerdo con la línea representada por Frei en 1958, y esa cualidad la alcanzó no por representar a los empresarios sino por haber sabido elaborar una política que interpretaba los intereses de vastos sectores de la población. Precisamente el hecho de que la DC fuera apoyada masivamente hizo de ella un partido “interesante” para los empresarios y los Estados Unidos, y no al revés.

Por lo menos al presidente Kennedy, la DC parecía ser el antídoto adecuado para contrarrestar a la revolución cubana en América Latina. Captando su nuevo papel, los dirigentes del partido levantaron para la campaña electoral de 1964 la consigna “revolución en libertad”, con la que se quería dar a entender que en Chile tendrían lugar profundos cambios sociales sin abandonar el marco representado por la democracia parlamentaria. Poco después, la UP también plantearía la necesidad de construir el socialismo sobre la base de la democracia parlamentaria. Como es sabido, la dictadura de Pinochet arrasó con esa democracia.

Desde el punto de vista económico los proyectos modernizadores que postulaba el PDC abrían también el paso a nuevas formas de inversión económica externa, continuándose así un sostenido proceso de –así lo calificaban los informes de la CEPAL- des-nacionalización, proceso ya iniciado en la década de los cincuenta. Como se lee en un estudio realizado en el periodo: “Alrededor de 490 empresas chilenas en el año 1968 pagan regalías a empresas extranjeras por uso de tecnología. 310 de aquellas empresas tienen contrato con una sola empresa extranjera; 82 tienen contrato con 2 y 97 con 3 o más”.9 Otro estudio señala: “En general (el capital extranjero) se dirige preferentemente a aquellas líneas donde la política económica del Estado ya está creando condiciones para utilizar los beneficios de los recursos políticos y la política económica del Estado”.10



LA RUPTURA DEL PACTO SOCIAL


¿Cómo conseguir financiamiento para realizar una política que concitara el apoyo de amplios sectores populares y que al mismo tiempo diera protección a los empresarios locales y al capital externo? Desde luego, haciendo grandes concesiones: en primer lugar a las empresas mineras extranjeras, en segundo lugar a los propietarios tradicionales.

En 1964-1965 fue llevada a cabo, por ejemplo, la llamada “chilenización” del cobre, la que implicaba una asociación muy subalterna del Estado con las grandes empresas norteamericanas, ya que el gobierno se comprometía a rebajar las contribuciones y a garantizar el trato cambiario y aduanero por más de 20 años.11 En 1969, Frei firmaría el convenio llamado de “nacionalización pactada” según el cual “el gobierno compraría el 51% de las acciones al 15% de valor de capitales propios que poseen, dándose la irrisoria situación de que las empresas externas vendieran a Chile yacimientos cupríferos chilenos pues se pagó por la rentabilidad de los yacimientos”.12 

Respecto a su política agraria, el gobierno elaboró un criterio de expropiaciones relativamente generoso con los grandes latifundistas. En efecto, la ley de reforma agraria solo permitía la expropiación de los predios mal trabajados que tuvieran una extensión superior a 80 hectáreas de riego básico (lo que significaba que en las tierras de secano o montañosas podían quedar exentos de expropiación, latifundios superiores a 7.000 hectáreas).

Menos que la expropiación de los latifundios, lo que interesaba al gobierno era la rentabilidad de la explotación agrícola. De este modo, al final de la administración de Frei, el latifundio seguía operando con más de 3.500 unidades y con una superficie superior a 22 millones de hectáreas. En cierto modo estaba teniendo lugar un proceso de modernización de la producción agrícola, cuya tendencia principal apuntaba a sustituir la producción de hacienda por la producción de empresa.

Un segundo objetivo de la reforma agraria era la creación de un sector de pequeños empresarios agrícolas.13 El gobierno mismo anunció al comenzar su mandato que uno de los objetivos de la reforma era formar 100 mil pequeños propietarios agrícolas. Esta “nueva clase” iba a ser creada en los llamados “asentamientos”. Sin embargo, en ese proyecto el gobierno tuvo poco éxito pues al finalizar su periodo, las familias favorecidas por las reparticiones de tierra no superaban el 8%. La situación seguía siendo precaria y a sus problemas tradicionales se agregaban ahora las amenazas de sistemas crediticios que no controlaban y de una tecnificación que desocupaba a grandes cantidades de fuerza de trabajo.

Aunque la reforma agraria del gobierno Frei no fue muy profunda, tuvo la particularidad de producir algo que la derecha no perdonaría jamás: llevar la activación social al campo. Tal activación se expresó orgánicamente en el proceso de sindicalización campesina. “Durante los años de gobierno de la DC fueron constituidos unos 400 sindicatos campesinos con algo más de 100 mil adherentes, distribuidos en tres grandes confederaciones y dos menores”.14 Del mismo modo, en esos años, poco más de 80 mil pequeños agricultores se organizaron en cooperativas campesinas y en comités de pequeños agricultores, a través de los cuales tuvieron acceso al crédito, a la asistencia técnica agrícola y a ciertos mejoramientos sociales”. 15

No dejan pues de tener cierta razón los representantes de la derecha tradicional cuando afirman que el PDC fue el principal culpable de lo que ocurrió después de su gobierno. 

La democracia chilena había funcionado hasta entonces de acuerdo con un pacto social explícito cuyo secreto consistía en no alterar las relaciones de propiedad en el campo y en no organizar a los llamados “marginales” en las ciudades. La chilena era una democracia, pero excluyente; funcionaba desde la clase obrera organizada “hacia arriba”. “Hacia abajo”, en cambio, solo funcionaba formalmente.

En el sentido expuesto es necesario agregar que ni siquiera la izquierda se había preocupado demasiado por incorporar políticamente a los llamados “pobres de la ciudad y el campo”. No olvidemos que, desde 1938, sus dos partidos principales, el comunista y el socialista, habían formado parte de aquella coalición de gobierno dirigida por el Partido Radical llamada por una desafortunada analogía con los frentes antifascistas europeos (en Chile no había ningún peligro fascista), Frente Popular. Ahora bien, durante todo el periodo de co-participación de la izquierda en el gobierno, no fue dictada ninguna ley que alterara en lo más mínimo las relaciones de propiedad agraria. Ni hablar de los sectores urbanos “marginales”, los que simplemente no existían en los programas de la izquierda. Ese discreto silencio de la izquierda tiene algunas razones. Una de ellas era que apelar a esos sectores significaba desatar un potencial social que difícilmente sus partidos habrían podido controlar.

Por cierto, algunos tribunos de izquierda, sobre todo en los periodos electorales, iban a veces al campo o a los barrios populares y allí pronunciaban encendidos discursos. Así se creaban relaciones de adhesión personal, particularmente significativas en el interior del PS. Sin embargo, estas casi nunca se expresaban en forma programática.

De este modo, sea porque para vencer electoralmente la DC requería del concurso de aquellos sectores excluidos del “pacto social”, sea porque el desarrollo industrial había alcanzado un punto en el que la coexistencia con el sector oligárquico tradicional ya no era posible, sea por la influencia de las ideas de “modernización y cambio”, lo cierto es que la DC desató con sus reformas un dinámica social que desde un principio escaparía a su control, surgiendo así un clima de agitación social que los partidos de izquierda no habían podido crear.

Nunca en Chile había tenido lugar una movilización campesina de tanta magnitud como la que ocurrió durante el gobierno de Frei. Nótese por ejemplo la progresión de huelgas y tomas de tierra en el campo:16

                                        Huelgas                                                      Tomas

1964                                  39                                                                  0

1965                                  142                                                                7

1966                                  586                                                                14

1967                                  65                                                                   7

1968                                  447                                                                 23


A esas cifras hay que agregar que ya en 1966 el número de huelgas campesinas era superior al de los pliegos de peticiones, lo que muestra en que medida la huelga se había convertido en método preferencial de lucha.17

Paralelamente a las movilizaciones campesinas comenzaban a tomar impulso las de los pobladores urbanos y sub-urbanos. La propia DC había formado en las “poblaciones” organizaciones como juntas de vecinos, centros de madres, etc. Pero ante el asombro de los personeros del gobierno, estas se convertían en núcleos de movilización popular. Durante la mitad del periodo de Frei las principales ciudades del país se encontraban cercadas por terrenos “tomados”. Véase, a modo de ejemplo, la siguiente progresión: 18

Tomas de terrenos urbanos

______________________________________________

                            1966     1967     1968     1969     1970     1971

______________________________________________

Santiago                 0         13           4         35        103        ?

Conjunto_

del país___            ?          ?              8       23       220      175

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Como es fácil colegir, a muchos militantes demócratas cristianos se les presentaban enormes problemas de definición. Los jóvenes se habían volcado a las “poblaciones” y al campo, impulsando organizaciones de base. Pero de pronto era el mismo gobierno el que enviaba soldados y policías para reprimirlas. ¿A quién ser más leal? ¿Al gobierno o a sus ideales? Ese dilema no tardaría en traducirse en disidencias políticas internas, lo que a su vez repercutiría con frecuencia en una suerte de inmovilismo gubernamental. Frente a este inmovilismo, diversos contingentes de trabajadores también comenzaron a movilizarse por cuenta propia. La progresión de huelgas entre 1960 y 1970 permite, en efecto, hablar de un vertiginoso ascenso:19

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1960:                     267 huelgas

1961:                     262

1964:                     566

1965:                     723

1966:                     1075

1967:                     1115

1968:                     1215

1969:                     972

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Lo dicho resulta mucho más evidente si se toma en cuenta la relación entre huelgas legales e ilegales. En efecto, entre 1960 y 1962, las huelgas legales eran 84 y las ilegales 223; entre 1967 y 1969, las legales eran 27 y las ilegales 844. Muchas huelgas ilegales eran acompañadas de “tomas de fábrica”20



UNA CRISIS DE REPRESENTACIÓN POLÍTICA


El gobierno, habiendo perdido sus impulsos renovadores y, atemorizado frente a la movilización, por su propia política desatada, decidió cobijarse en el más bien cómodo papel de “administrador de la crisis”, pactando ocasionalmente con la izquierda y con la derecha, para dejar finalmente descontentos a todos.

Quizás la mejor prueba de la crisis del Estado reside en el hecho de que, contagiados con la movilización de los sectores subalternos, los funcionarios estatales también realizaron una serie de huelgas. En 1968, por ejemplo, coincidían las huelgas del Servicio Nacional de Salud, de Correos, de Educación, y por primera vez, la de los funcionarios de la Corte Suprema de Justicia.

Paralelamente, en el sector estudiantil –en un principio uno de los pilares de la DC- se iniciaba un movimiento de reformas que escaparía totalmente a la iniciativa del gobierno, incluso en la Universidad Católica de Santiago, en ese entonces elitista. Sin embargo, la expresión máxima de la radicalización estudiantil, tomó lugar en la Universidad de Concepción, propiedad de la logia masónica y de empresarios locales. Allí surgieron líderes como Miguel Enríquez y Luciano Cruz, quienes, junto con otros jóvenes, fundarían el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) que, influído desde un comienzo por la revolución cubana, intentó levantar una alternativa “revolucionaria” en contra del “reformismo de la izquierda tradicional”.

El MIR no tardaría en autonomizarse del movimiento estudiantil de donde había surgido y, a partir de 1967, se embarcaría en las llamadas “acciones directas” (asalto de algunos bancos y supermercados), hechos que aparte de introducir algo de espectacularidad en la más bien letárgica escena política chilena, nunca alcanzaron las proporciones que tenía en Uruguay, por ejemplo, la guerrilla urbana de los Tupamaros.

En el marco de la situación descrita, el PDC comenzó a fraccionarse por su lado izquierdo. Así, en 1968 fue fundado el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria) que luego pasaría a formar parte de la naciente UP.

Sin embargo, la crisis de representación que se vivía no se había transformado todavía en una crisis de poder. Ello ocurrió a partir, no de la movilización de las masas o de la actividad de la izquierda, sino de un hecho que sorprendió a todo el mundo: una huelga dentro del ejército.



LA HUELGA DE LOS UNIFORMES


Una cosa era que los trabajadores declararan una huelga y ocuparan sus lugares de trabajo, y otra que un regimiento hiciera lo mismo. Por eso cuando aquel 21 de octubre de 1969, el general Roberto Viaux y un grupo de oficiales se atrincheraron en el regimiento de blindados Tacna -acontecimiento al que los periodistas bautizaron ingeniosamente como “el tacnazo”- declarando al mismo tiempo su absoluta fidelidad al gobierno y señalando que el movimiento era solo para protestar respecto a problemas puramente “profesionales” (precarias condiciones técnicas y económicas en el ejército), nadie podía creerle.21 Evidentemente, esa no podía ser un huelga más y, por el gobierno, la acción de Viaux, pese a que los problemas técnicos y económicos dentro del ejército eran muy reales, no podía sino ser considerada como un desafío a la integridad del Estado.

Por lo demás, enfrentar a Viaux no parecía ser demasiado difícil. Si bien su procedimiento contaba con bastante simpatía en las fuerzas armadas, e incluso en círculos políticos de izquierda, su acción era bastante insólita y aventurera. Además, gracias al desafío de Viaux, Frei podía afirmar sus posiciones, en ese momento débiles. Efectivamente, así ocurrió.

Como si de veras hubiera tenido lugar un golpe de estado, la DC hizo un patético llamado a la población: “Chilenos, paralicemos al país, paralicemos las fábricas, paralicemos las industrias, paralicemos los transportes, salgamos a defender la libertad”.22El PC, no menos patético, respondió: “Llamamos a la movilización de la clase obrera, de los campesinos,de los pobladores, de los estudiantes, y de todos los chilenos a defender sus derechos”.23 El PS, siempre buscando diferenciarse del PC, hacía una extraña mezcla: “Llamamos a los trabajadores no a defender a la institucionalidad burguesa sino a movilizarse para imponer sus reivindicaciones políticas y sociales”.24 La Central única de Trabajadores (CUT), bastante más centrada, planteaba: “Salimos a la calle a defender los derechos de la clase obrera, y entre ellos también el derecho de nuestro pueblo a darse mañana un gobierno popular”. 25 Las calles de pronto se llenaron de ciudadanos. Algunos pocos salían en defensa del gobierno, la gran mayoría pronunciándose en contra de la posibilidad de un estallido golpista.

Que Viaux no era un ingenuo huelguista en uniforme, sino un auténtico golpista, lo probaría el mismo, y muy pronto. Pero por mientras, gracias a la “locura” de Viaux, Frei podía terminar relativamente tranquilo su mandato. La izquierda y los sectores populares también permanecieron tranquilos en espera de las próximas elecciones. Casi deportivamente, los chilenos comenzaban a poner en las ventanas de sus casas la fotografía del candidato de sus preferencias. Nadie pensaba que lo ocurrido no solo era un intento frustrado de golpe, sino un monstruo que por primera vez, después de muchos años, asomaba su grotesca cabeza.



LA HORA DE LAS CONSPIRACIONES


Se ha escrito insistentemente que la UP pudo triunfar en las elecciones de 1970 gracias a las divisiones de la derecha, pero la verdad es que la derecha nunca había estado políticamente unida. La novedad era que ahora la derecha estaba dividida frente a cuestiones fundamentalmente económicas, y aquello que estaba en juego era el principio mismo de la hegemonía en favor de un empresariado modernizante o en favor de los propietarios más tradicionales. No obstante, esos mismos sectores económicamente divididos, se vieron obligados al día siguiente del triunfo de Allende, a constituir una unidad política frente al enemigo común.

La unidad política de la derecha comenzó a darse primero en el terreno conspirativo. Apenas Allende se impuso al candidato de la derecha “clásica”, Jorge Alessandri, y el demócrata cristiano Radomiro Tomic, tuvieron lugar dos intentos paralelos de cerrar el paso al nuevo gobierno: uno legal y otro ilegal.

Para impedir que Allende ocupara e gobierno, bastaba un simple mecanismo legal: el 4 de noviembre el Congreso debería elegir entre las dos primeras mayorías, procedimiento hasta entonces formal y rutinario realizado en los frecuentes casos en que ningún candidato hubiese obtenido la mayoría absoluta. Bastaba pues que los parlamentarios de la DC votaran por el candidato de la derecha. Pero lo que se evidenciaba como legalmente posible, no lo era en el terreno político, pues nunca en toda la historia del país el Congreso había dejado de ratificar la voluntad popular. Un presidente elegido por el Congreso habría sido sin duda legal, pero ilegítimo, lo que en las condiciones de agitación social que vivía el país habría sido igual que encender la mecha de un barril de pólvora.

La derecha hizo incluso a la DC un ofrecimiento más que tentador. Su candidato Alessandri anunció que en caso de ser elegido por el Congreso, no aceptaría la nominación. Con acuerdo a la Constitución deberían en ese caso tener lugar nuevas elecciones en las que la derecha, a fin de no perderlo todo, se comprometería a votar por el candidato de la DC. De este modo, la DC que apenas había obtenido el tercer lugar, se encontró de pronto frente a la posibilidad de un triunfo electoral. ¿Por qué la DC no aceptó tan tentador ofrecimiento? Sin dejar de lado dignas actitudes personales del candidato Radomiro Tomic, el ofrecimiento implicaba además, hipotecar a la DC con la derecha política, algo que no era posible realizar sin arriesgar una división al interior del partido. Así, la DC estaba políticamente impedida de hacer uso de los recursos legales para bloquear el acceso de Salvador Allende al gobierno.

Pero, paralelamente a la conspiración legal, ocurría la conspiración golpista, y ella emergió a la superficie el 23 de octubre de 1970 cuando un grupo de mercenarios asesinó al general en jefe del ejército René Schneider. La acción fue resultado de un descarrilamiento.

El objetivo de los ejecutores era solo raptar al general a fin de provocar al ejército, sacarlo de sus cuarteles y obligarlo a intervenir políticamente. No obstante, lo que parecía en un comienzo ser solo una acción desesperada de un grupo de golpistas encabezados por el general Viaux, demostró ser, apenas comenzaron las primeras investigaciones, una conspiración de enorme envergadura en la que aparecían implicados personeros de la Corte Suprema de Justicia; generales del ejército como Camilo Valenzuela; de la Marina, como el almirante Hugo Tirado Barros, de la Fuerza Aérea, como el general Joaquín García; de la Policía, como el general Vicente Huerta. En fin, una junta militar en potencia. A ello se agregaba el jefe de los servicios de seguridad, Luis Jaspard.

Las raíces de la conspiración llegaban hasta los propios ministerios. ¿Qué papel desempeñó por ejemplo el terrorífico discurso del ministro de Economía, Luis Zaldívar, transmitido por cadena nacional, en el que se anunciaba que debido a la elección de Allende reinaba el más absoluto caos económico? "Casualmente", el 29 de septiembre, William V. G. Broe dirigía una comunicación a Eduard Garritz, primer vicepresidente de la ITT: “los banqueros no deben renovar los créditos o deben tardar en hacerlo. Las compañías deberán demorar en transferir los fondos y efectuar los pagos, enviar piezas de recambio, etc. Las sociedades de ahorro y préstamos locales tienen problemas. Si se hace presión sobre ellas, deberán cerrar sus puertas, lo que creará una presión más fuerte”26

Pese a que la corrupta Justicia se apresuró a entregar certificados de inculpabilidad a los acusados, la conspiración no pudo transformarse en un golpe. La derecha no había alcanzado todavía el grado de coordinación necesario con el ejército. En los propios cuerpos armados reinaba el desconcierto. Personeros de la DC, como el propio Radomiro Tomic, reconocían la legitimidad del nuevo gobierno. La UP parecía contar con el apoyo (aunque pasivo) de vastos sectores sociales, entre ellos los trabajadores y su disciplinada central sindical, la CUT.

Sin embargo, el asesinato del general Schneider había mostrado como políticos que hacían gala de una larga trayectoria democrática, a la hora de la verdad no vacilaban en recurrir a los más criminales recursos si se trataba de conservar sus posiciones de poder.27 El asesinato mostraba también la indefensión del gobierno de Allende frente a la posibilidad de un golpe. Por supuesto, muchos observadores, sobre todo extranjeros, tomaban notas de esos acontecimientos y extraían conclusiones mucho más correctas que las de la izquierda.28

Después del asesinato de Schneider, a la DC no le quedaban más opciones que votar por Allende en el Congreso. Pero para evitar divisiones internas, los grupos más democráticos del partido hicieron una concesión a la derecha: la de redactar un documento llamado “Garantías Constitucionales” que sería firmado por Allende a cambio de los votos en el Congreso. Con ese documento en mano, la DC pensaba, ingenuamente, en erigirse en árbitro de los acontecimientos que ocurrieran durante el gobierno de la UP.

Allende podría haber rechazado la propuesta de la DC como un insulto. ¿No eran los partidos de la UP desde largos años miembros del Parlamento? ¿No establecía el propio programa de la UP el respeto a la Constitución y a las leyes? ¿No había sido el gobierno elegido legalmente? Algunos grupos de la izquierda se oponían porque ello significaba subordinarse desde un comienzo a la “burguesía”, y durante un corto tiempo hubo fuertes discusiones en el interior de la UP. Al fin, se impuso el realismo táctico de Allende, quien consideraba a la firma como una simple cuestión de forma. 

En esos momentos, los peligros no residían en la política propiamente tal. Por el contrario, allí era donde Allende podía sentirse más seguro, sobre todo después del 4 de abril de 1971, cuando en las elecciones municipales la UP obtuvo el 50,2 % de los votos contra el 27% de la DC y 20% del Partido Nacional (PN). Esta fue la votación más alta obtenida por la izquierda en toda su historia.



OPOSICIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN


Los peligros eran otros. Eso quedó demostrado cuando después de que Allende fuera nominado por el Congreso, un fanático fascista, Pablo Rodríguez, abogado de Viaux y otros golpistas, fundó la organización Patria y Libertad, financiada desde el exterior. En cierto sentido Patria y Libertad (PL) era una copia en miniatura de los partidos fascistas europeos, comenzando por su símbolo, una especie de svástica con forma de araña. Sus interpelaciones iban dirigidas preferentemente a los sectores medios aterrorizados frente al “peligro marxista” y a los oficiales del ejército. Mediante atentados terroristas la organización pretendía desestabilizar al gobierno, crear la imagen de ingobernabilidad y obligar a los militares a intervenir. Que entre esa derecha extraparlamentaria y el PN existían vínculos de todo tipo, lo sabía todo Chile.

El PN había surgido como resultado de una fusión de los dos partidos “clásicos” del siglo XlX, el Conservador y el Liberal. En términos generales representaba a sectores propietarios descontentos con los proyectos de modernización impuestos durante el gobierno de la DC. Después del triunfo de Allende, tal partido entendió que la actividad puramente parlamentaria carecía de sentido, entre otras cosas porque ello significaba subordinarse a la DC, partido que, gracias a su mayoría de asientos consideraba al parlamento como a su bastión. En otras palabras, el parlamento solo tenía sentido para el PN si era útil a aquella contrarrevolución que tendría lugar fuera de sus muros.

A su vez, el principal  objetivo de la DC residía en atar legalmente las manos del gobierno y levantar al Parlamento como alternativa al Ejecutivo. Tal fue la táctica del “invierno ruso” llamada así por un artículo escrito por el teórico de la DC Claudio Orrego en la revista Política y Espíritu. “Se trata – escribía Orrego- de no presentar jamás batalla al enemigo cuando este irrumpe por las fronteras, disponiendo de la suma de su mística de combate y de la organización de sus líneas. Dar la batalla en esas condiciones es arriesgar la supervivencia del propio ejército y correr el riesgo de la indefensión total para más adelante. Por eso se retrocede hasta Moscú. Mientras tanto el enemigo es hostilizado para desgastarlo, para desorganizarlo, para dificultar su avance, para desmoralizarlo, pero sin presentarle nunca la batalla final. Y se retrocede hasta Moscú quemando tierras y abandonando pueblos hasta que se acerque el invierno y comiencen a caer las primeras nieves. Esta es la hora para la primera gran batalla y la ofensiva final”.29

Orrego no imaginaba, por cierto, lo caro que pagaría su frivolidad literaria de confundir la política con la guerra. El Parlamento (su “invierno ruso”) y su partido serían clausurados por los generales. Y no precisamente por los rusos. Por lo demás, esa política iba a llevar a una situación polarizada que la DC no iba a saber como manejar.

Luego de este primer intento por acorralar a la UP en el interior del Estado, la DC intentaría ilegitimar el propio programa de gobierno mediante un proyecto constitucional presentado por los senadores Hamilton y Fuentealba en donde eran limitados los marcos legales para realizar expropiaciones y nacionalizaciones, lo que naturalmente el gobierno de la UP no podía aceptar. Un tercer paso fue la de agitar en contra de los planes de estatización, una consigna llamando a formar “empresas de trabajadores”.

Un proyecto serio destinado a formar cooperativas habría sido interesante frente a las medidas extremadamente burocráticas de la UP, pero tal consigna, en la forma en que fue configurada, era más que demagógica y la DC, evidentemente, nunca había creído en ella. Por otra parte, la DC concertaba al mismo tiempo alianzas electorales con el PN y con un grupo político derechista denominado Democracia Radical. Gracias a esas alianzas, obtuvo victorias electorales en Valparaíso (el 17 de julio de 1971) y en Linares, O`higgins y Colchagua (17 de enero de 1972).

Inicialmente la DC tenía la iniciativa desde el Parlamento, pero al cabo de un año la perdió en las calles. El PN y PL desencadenaron movilizaciones de estudiantes y de mujeres acomodadas portando cacerolas vacías. La DC terminaba por lo común plegándose a las convocatorias de la derecha. De este modo, en lugar de que la oposición fuera dirigida desde el Parlamento, este terminó convirtiéndose en una suerte de oficina notarial de la contrarrevolución.

Sin embargo, la diferencia entre enemigos y adversarios que siempre cuidaba precisar Allende, todavía seguía vigente. Aún entre los enemigos existían dudas acerca del curso que debía tomar la lucha contra el gobierno. Quizás eran las mismas dudas que aparecían en los informes de la ITT. Por ejemplo, en uno fechado el 17 de septiembre de 1970, se lee: “¿Serán capaces los militares chilenos de hacer frente a un desencadenamiento de la violencia en todo el país, en una guerra civil?”.30



ALLENDE, ENTRE EL PUEBLO Y EL ESTADO


Que las conspiraciones extranjeras contra el gobierno de Allende existieron, no es ningún misterio. Que la oposición contaba con un fuerte apoyo financiero externo, tampoco. Desde los Estados Unidos volaban dólares en grandes cantidades. Por ejemplo, tan solo la gente de Frei dentro de la DC recibió (el 10 de mayo de 1971) del “Comité de los Cuarenta” de Henry Kissinger, una subvención de 158 mil dólares. Otra, por 77 mil dólares, fue enviada en octubre del mismo año. El 5 de noviembre, 815 mil dólares eran despachados desde Washington para financiar a la oposición.31 Estos eran solo los dineros oficiales. Tras los bastidores circulaba mucho más. Por ejemplo, en el New York Times informaba Jonathan Kendell que la Sociedad de Fomento Fabril recibía más de 200 mil dólares.32

Sin embargo, pese a todos estos hechos no es nuestro propósito presentar a la UP como una simple víctima del “capital extranjero”. La intervención extranjera era, por lo demás, un factor “presupuestado” para una fuerza política que se plantea nada menos que la construcción del socialismo. De este modo, el hecho de que la reacción hubiese triunfado tiene relación con vacíos y errores en la política llevada a cabo por la UP y su gobierno.

Todavía ahora, tanto tiempo después del golpe de estado, los dirigentes de los partidos de izquierda siguen discutiendo acerca de las “causas de la derrota”. Como suele ocurrir, se trata de culpar a “los demás” salvando así la propia responsabilidad. “La incapacidad de ganar a los sectores medios”, “el ultraizquierdismo dentro y fuera de la UP”, “el reformismo”, “el no haber ganado la confianza de los militares”, “el no haber armado al pueblo”, etc., son los argumentos más recurrentes, frecuentemente contradictorios entre sí, que se debaten dentro de la izquierda chilena. Sin embargo, independientemente de los errores reales en la conducción táctica del proceso, hay otros que encuentran su origen en la propia naturaleza de la izquierda. Son estos “errores de estructura” o “pecados originales” de la UP los que determinaron que esa izquierda, aparte de sus equivocaciones, no pudiese haber hecho sino lo que hizo.

En síntesis, creemos que esos “pecados originales” eran fundamentalmente dos: Uno, la fijación al Estado; el otro, nada menos que el propio programa de gobierno.

A pesar de las diferencias existentes entre los partidos que conformaban la UP, estos la entendían de un modo ideológico como una fuerza revolucionaria que, a través del gobierno, ocupaba el “Estado burgués” desde donde serían creadas las condiciones para transitar hacia el socialismo apoyándose en la movilización de “las masas” dirigidas por “el proletariado”. Vista así a realidad, la llamada “vía pacífica” aparecía como una opción libremente elegida por la izquierda frente a la otra opción “posible”, la de la “vía armada”. Sin embargo, la visión de esa realidad cambia radicalmente si se toma en cuenta un detalle: que la izquierda no llegó desde fuera a ocupar el Estado por la sencilla razón de que siempre había estado dentro. En consecuencia, la vía pacífica no podía ser una “opción” sino la única posibilidad que tenía la UP de acuerdo con el lugar real (y no ideológico ni imaginario) que ocupaba en la sociedad.

Quizás el rasgo más común a todos los partidos de la izquierda chilena era la abierta contradicción entre lo que eran y lo que creían (o querían) ser. Incluso, el partido reconocido como el más pragmático, el PC, sobreideologizaba su participación real en el Parlamento, donde representaba, a veces bastante bien, determinados intereses laborales, con la idea de una supuesta “revolución democrática burguesa”. Pero esa no era más que una simple legitimación formal para justificar su pertenencia de hecho, al sistema. Si el PC hubiera tomado alguna vez en serio esa revolución, tendría que haber comenzado por movilizar a los campesinos en contra de los supuestos sectores “feudales”, sin lo cual una revolución burguesa no se entiende. Pero el PC no hizo eso ni siquiera cuando estuvo en el gobierno.

El otro partido de la izquierda, el PS, no estaba menos integrado que el PC al sistema político, sobre todo si se tiene en cuenta que no solo representaba a fracciones obreras, sino a vastos sectores medios. Aún más, a través de mecanismos populistas informales, lograba concitar la adhesión de sectores sociales “plebeyos” no siempre representados en los programas de las izquierdas. Como bien observaba Alain Touraine: “el Partido Socialista es el elemento más difícil de comprender –y de digerir- de las fuerzas políticas chilenas, porque enlaza a los excluidos con el sistema institucional”.33

Así se explica que muchas veces los programas políticos eran sustituidos por tribunos carismáticos y demagógicos, como el iracundo extremista Carlos Altamirano. Al mismo tiempo que veían su alianza con el PS como “eje central” de la izquierda chilena, los comunistas lo entendían también como la muy particular versión nacional de la alianza entre “el proletariado” (representado históricamente por el PC) y la pequeña burguesía. Como expresaba muy sutilmente el dirigente comunista Luis Corvalán: “En Chile-afirmaba en 1967- “la colaboración entre las fuerzas revolucionarias del proletariado y de la pequeña burguesía se expresa a través de la unidad comunista-socialista (…..)”tanto el PC como el PS están fuertemente enraizados en el proletariado mas el PC que el PS, y tiene también sólidas posiciones en la pequeña burguesía, en esta más que el PS que el PC”.34

Sin embargo, pese a la astucia de Luis Corvalán, el PS no se dejaba entender en términos puramente clasistas, y ahí residía precisamente su originalidad: la de ser un partido de izquierda popular (no necesariamente populista) en condiciones de articular políticamente las demandas de distintos sectores sociales subalternos.

No obstante, la originalidad específica del PS se fue deteriorando en virtud de influencias ideológicas que limitaban la comprensión real del partido, o que lo forzaban a asumir papeles para los cuales no había sido creado ni estaba preparado. Por de pronto, corrientes de tipo “leninistas” (también en la versión trotzquista) presionaban por convertirlo en un partido de cuadros.35 Pero fue la recepción de tipo vanguardista que nació de una errada lectura de la revolución cubana, la que alteró a naturaleza real del partido. En el congreso de Chillán en 1967, lograron imponerse tales tendencias, las que, por otro lado, no eran obstáculo para que el partido continuara realizando su práctica tradicional y electoralista. Ella tendría a la larga nefastas consecuencias. Con la ideología en una parte y con la práctica en otra, el partido no solo desdibujaría su propia imagen, sino, además, bloquearía toda posibilidad de dialogo con el centro político, algo que en un momento dado Allende necesitaría con urgencia.

Salvador Allende, ese médico proveniente de familia acomodada, miembro de la masonería, admirador de la revolución cubana y amigo personal de Fidel Castro, con una oratoria un tanto amanerada, pero muy perseverante y oportuno en la acción política era, según quienes lo conocieron de cerca, portador de excelentes cualidades humanas, generoso, leal y amante de la vida, en fin, un genuino representante, si no del PS, por lo menos de la izquierda chilena. No fue nunca secretario general del PS, pero fue cuatro veces candidato a la presidencia del país. Antes de ser presidente, era un genuino hombre de Estado. Su adhesión a la Constitución era muy sincera. Sus ideas revolucionarias, también. Sin embargo, lo que en su persona tomaba la forma de síntesis, en el país tomaba la forma de un antagonismo trágico.

La UP era parte de la continuidad política chilena. Sus partidos más pequeños también eran de neta raigambre parlamentarista. El MAPU y la Izquierda Cristiana venían nada menos que de la DC. El Partido Radical era el resto de un partido histórico que durante más de dos décadas fue representante de las clases medias. La izquierda chilena no venía ni desde una Sierra Maestra ni de una Larga Marcha a través de las montañas. Ni siquiera constituía la UP un frente popular. Era simplemente una asociación de partidos parlamentarios de izquierda que rotaban en torno al eje comunista-socialista.

La adhesión al Estado, por una parte, y la autodefinición revolucionaria de los partidos de la UP, por otra, originaría en muchos militantes de izquierda una extraña ideología en donde se mezclaba la idea leninista del asalto al poder con la fidelidad más estricta a las instituciones gubernamentales. A fin de reconciliar lo irreconciliable, algunos consejeros de gobierno inventaron la absurda tesis relativa a la constitución de un doble poder ¡dentro del estado! 36El poder revolucionario, representado en el gobierno y el poder contrarrevolucionario en el Parlamento. Tal visión estatista solo podía acelerar el desarrollo de una posición contraria, sobre todo en el PS, la que llegó a adquirir notorios rasgos antigobiernistas, sobre todo cuando delegaba todas las iniciativas a un “movimiento de base” al que se suponía en permanente disposición revolucionaria.



LA ASAMBLEA POPULAR DE CONCEPCIÓN


Una situación que ilustra perfectamente como ambas posiciones solo conducían a un callejón sin salida se presentó como consecuencia de la formación de la Asamblea Popular en la ciudad de Concepción, en julio de 1972.

La Asamblea Popular de Concepción, a excepción de algunas descarriadas declaraciones del PS, no surgió, ni mucho menos, en contra del gobierno. Ni siquiera intentó postularse como una alternativa de poder popular. Por el contrario, su connotación era esencialmente defensiva. El propio MIR local arriesgó una ruptura con la dirección política de Santiago -la que en ese tiempo planteaba una delirante política destinada a dividir a la UP a partir de la formación de un “polo revolucionario” que excluyera a los “reformistas” – y postuló la movilización popular en un sentido defensivo.

En realidad, la primera Asamblea Popular había tenido lugar el 12 de mayo como una respuesta unitaria de izquierda al intento de la derecha por ocupar las calles de la ciudad, sembrando el caos, como ya ocurría en Santiago. La izquierda en su conjunto -con la excepción del PC que se separó de la acción en los últimos momentos obedeciendo instrucciones desde Santiago- solo planteaba bloquear las demostraciones de la derecha con una demostración popular. Esa fue, para sorpresa de la propia izquierda, una de las más grandes demostraciones de masas que haya habido en la ciudad.

Sin embargo, ante la consternación de los participantes, el gobierno desautorizó la manifestación, creando así una artificial contradicción entre su concepto de legalidad y las iniciativas populares, que no tenían razón alguna para ser ilegales. La estrategia del “invierno ruso”, formulada por Orrego, había dado resultados hasta tal punto que el gobierno consideraba ilegal toda iniciativa popular que no proviniera de el mismo.

El 27 de junio, la izquierda unida en Concepción (con la excepción del PC), ahora con el propósito de encauzar las movilizaciones desatadas en mayo, convocó a una Asamblea Popular de carácter deliberativo y no resolutivo. Allí, por primera vez, hacían uso de la palabra los representantes de los más diversos sindicatos y asociaciones populares puestos al mismo nivel de los partidos políticos. Menos que una asamblea, fue un foro popular. Pero nuevamente el gobierno, creyendo que en Concepción se estaba formando algo parecido a los soviets rusos -obsesión que le transmitió el politólogo español Joan Garcés a Allende– se apresuró en desautorizar la Asamblea.

Incluso Allende envió a Concepción una extraña carta donde, entre otras cosas, decía: “Una asamblea popular auténticamente revolucionaria concentra en ella la plenitud de la representación del pueblo. Por consiguiente, asume todos los poderes, no solo el deliberante sino también el de gobernar. En otras experiencias históricas ha surgido como un “doble poder” contra el poder social reaccionario sin base social y sumido en la impotencia. Pensar en algo semejante en Chile, en estos momentos, es absurdo, si no crasa ignorancia e irresponsabilidad. Porque aquí hay un solo gobierno, el que presido, y que no solo es legítimamente constituido sino que por su definición y contenido de clase es un gobierno al servicio de los intereses generales de los trabajadores. Y con la más profunda conciencia revolucionaria, no toleraré que nada ni nadie atente contra la plenitud del legítimo gobierno del país”. 37

La lógica de esa carta era bastante difícil de entender. Por un lado Allende censuraba a la Asamblea por no constituirse en poder alternativo, y luego destacaba que el gobierno no toleraba ese tipo de poder. Evidentemente, Allende estaba en esos momentos muy mal aconsejado. Quizás el gobierno confundía las excéntricas posiciones del PS de Santiago con las que postulaba la llamada Asamblea de Concepción. Como sea, lo cierto era que en esos momentos tenía lugar no una contradicción entre dos poderes excluyentes, sino entre una legalidad carente de contenido social y otra apoyada activamente por los sectores populares. 

Desautorizando iniciativas de apoyo como la Asamblea, el gobierno se arrinconaba cada vez más en el interior del Estado (su invierno ruso), limitando así sus propias posibilidades de negociación con el centro político.

El evidente apoyo popular que tenía el gobierno no se manifestaría así orgánicamente sino en grandes demostraciones populares convocadas por los partidos, donde se gritaban las consignas preparadas por los dirigentes; se escuchaba a los cantantes de la UP; se aplaudían los discursos del Presidente, y luego, con las manos en los bolsillos, cada participante, triste y vacío, volvía a su casa. Como es sabido, los militares no se dejaron impresionar por esas manifestaciones.



LAS LIMITACIONES DEL PROGRAMA DE LA UP


Además de haberse dejado encerrar al interior del Estado, hay un segundo “pecado original” en la génesis de la UP, y este no es otro que las limitaciones de su propio programa. Sobre todo en lo que tiene que ver con sus formulaciones económicas. Lo dicho puede parecer extraño si se recuerda el gran optimismo que reinaba entre los partidarios de la UP cuando fueron impuestas las primeras medidas económicas. Incluso la nacionalización del cobre era aprobada por los partidos de oposición que esperaban enfrentar al gobierno en terrenos más favorables para ellos. Los trabajadores y empleados vieron de pronto sus ingresos notablemente aumentados, lo que, según se pensaba, no tardaría en activar las llamadas “capacidades ociosas” de la economía. El programa planteaba – utilizando la terminología de Osvaldo Sunkel – desbloquear los llamados “obstáculos para el desarrollo”..... “terminando con el poder del capital monopólico nacional y extranjero, y con el latifundio,a fin de comenzar la edificación del socialismo”.38 En el marco de ese proyecto era postulada una alianza económica entre una supuesta fracción de capitalistas nacionales como productores, y sectores asalariados (clase media y obreros) como consumidores. En el fondo se trataba de aplicar algunos esquemas de tipo “keynesiano” a la economía chilena, esto es, activar el desarrollo por medio de la intervención técnica del Estado.

El pequeño problema era que en Chile no existía una clase empresarial dispuesta a responder dinámicamente a los estímulos inducidos por el Estado. Las razones se muestran hoy muy evidentes. La primera se encuentra en el marcado carácter parasitario y dependiente que caracterizaba al conjunto del empresariado local. Por ello, frente al aumento de la demanda, solo reaccionó aumentando los precios y no la producción, como esperaba el ministro de economía Pedro Vuscovic. Así se desataría una inflación cuyas consecuencias políticas serían fatales.

El programa de la UP no estaba hecho para una realidad como la chilena, pues la clase industrial, nacional y dinámica, modernista y desarrollista, en otras palabras, aquella “burguesía nacional” destinada a convertirse en aliada antimperialista del “proletariado”, solo existía en la imaginación de quienes lo concibieron. En lugar de ese empresariado asomaba el feo rostro de una clase usurera, parasitaria y dependiente.

Pero aún suponiendo que en Chile existía una auténtica “burguesía nacional” , hay una segunda razón para pensar que un apoyo de esa clase al gobierno habría sido más que ilusorio en un marco determinado por la más abierta polarización social, en donde los factores estrictamente económicos desempeñan necesariamente un papel secundario frente a los políticos.39 No deja de ser paradójico que el ministro Vuscovic, al comprobar que las medidas económicas de la UP provocaban efectos exactamente contrarios a los previstos, exigiera una expropiación acelerada de los supuestos “aliados” y una mayor movilización popular lo que, entre otras cosas, le costaría el cargo.

Si la evaluación de los sectores empresariales era incorrecta, las de los sectores sociales subalternos a los que el programa pretendía representar, era definitivamente falsa. En efecto, además de la “burguesía nacional”, la UP reconocía como sujeto a la “clase obrera”, a la que se suponía integrada al gobierno a partir de “sus partidos” y de la CUT. Esa “clase obrera” de por sí muy heterogénea, era además dividida por el programa a través de la fijación de las “tres áreas de la economía”: la social (léase estatal), la mixta y la privada. En teoría, durante el gobierno quedaría asegurada la hegemonía del “área social” sobre las demás, pues en ellas se encontraban todas aquellas empresas consideradas “estratégicas”. 40

Como es lógico, los obreros que tuvieron la suerte de pasar a formar parte del “área social” tenían una gran cantidad de ventajas en comparación con los que trabajaban en las otras dos áreas (mejores salarios, mejores condiciones de contrato, seguros de enfermedad, y sobre todo, mejores posibilidades de negociación). Para muchos trabajadores de las áreas mixtas o privadas, su situación no cambiaba nada con el nuevo gobierno y estaban obligados a contemplar como sus “hermanos de clase” obtenían privilegios y realizaban movilizaciones que a ellos, por decisión programática, les estaban prohibidas. Lo dicho resulta más grave si se toma en cuenta la enorme cantidad de trabajadores ocupados en la mediana y pequeña empresa. Según Castells “durante el periodo de la UP, 141.046 obreros y empleados estaban ocupados en las grandes empresas, 118.225 en las medianas, y 51.284, en las pequeñas.41 Esto significa que el 60 por ciento de los trabajadores no eran favorecidos por el programa de la UP. Como es natural, tales obreros también comenzaron a movilizarse y a ocupar sus lugares de trabajo. Frente a esa situación, a los partidos de gobierno no le quedaban más alternativas que oponerse a tales movilizaciones calificándolas frecuentemente de “acciones ultraizquierdistas”, o apoyarlas, violando el el propio programa. Por lo común hacían las dos cosas al mismo tiempo.

En el campo ocurrían hechos similares. Los trabajadores agrarios excluidos del sector “reformado” (bajo 80 hectáreas) no se resignaron a desempeñar el triste papel de espectadores de las movilizaciones de los trabajadores de los grandes latifundios y, siguiendo el ejemplo, iniciaron por cuenta propia la ocupación de latifundios medianos y pequeños. Naturalmente, el PC culpaba de ello al “ultraizquierdismo” del MIR, pero aunque el MIR y otros partidos de la izquierda apoyaban esas movilizaciones, no las crearon.42

En otras palabras, ese supuesto “ultraizquierdismo” tenía una base social, o lo que es igual, el propio programa de la UP al excluir a vastos sectores populares, convertía sus movilizaciones en “ultraizquierdistas”. El programa de la UP era excluyente y discriminatorio. Lo dicho es todavía más grave si se considera que ese programa no contemplaba ninguna política para los habitantes de las poblaciones periféricas ni para los enormes contingentes de desocupados agrarios.

En síntesis, el programa de la UP marginaba a los siguientes sectores populares:

180.000 ocupados en la pequeña y mediana industria elaboradora.

100.000 ocupados en la artesanía.

110.000 en la industria de la construcción

140.000 sin trabajo.

170.000 productores desocupados.

300.000 (muy pequeños comerciantes)

90.000 trabajadores en el sector servicios.

190.000 pequeños campesinos.

90.000 trabajadores agrarios.

150.000 trabajadores agrarios ocasionales

170.000 miembros de familia en el trabajo.

En total: 1.700.000mil personas.43

Una de las autocríticas más socorridas de los partidos de la UP ha sido el reconocimiento de su incapacidad para ganar el apoyo de los “sectores medios”. A la vista de estas cifras queda claro que mucho más grande fue el “error” de no haber ganado el apoyo de la mayoría de los sectores populares. ¿Cómo esperaba la UP concitar el apoyo de los sectores medios si su propio programa comenzaba dividiendo a los que más podrían haber apoyado al gobierno?44



EL SURGIMIENTO DEL “PODER GREMIAL”


Mientras el gobierno de la UP bloqueaba las iniciativas de sus partidarios, la derecha no tenía complejos para actuar fuera de la legalidad vigente. Convocadas por el PN y por PL surgían las PROTECOS (protección comunal), bandas armadas cuyo objetivo era propagar el terror mediante explosiones, incendios, atentados. El gobierno solo podía reaccionar con acusaciones judiciales que no surtían ningún efecto, pues la justicia declaraba inocentes a los acusados. A su vez, la derecha desataba en el parlamento un verdadero “terrorismo legal”, destituyendo todas las semanas a intendentes, gobernadores, ministros. El objetivo era preciso: demostrar que el país se encontraba en situación de ingobernabilidad. A partir de 1972 los parlamentarios de derecha ya ni se preocupaban de disimular sus llamados al golpe de estado. “El gobierno se encuentra bajo el control del comunismo internacional” -gritaba Onofre Jarpa, presidente del PN, y agregaba – “no hay autoridad en el país, y el régimen del presidente Allende es un gobierno de colonos mentales manejados por la Unión Soviética”.45

Desde mediados de 1972, los parlamentarios demócratacristianos también comenzaron a exigir la renuncia de Allende. Juan Hamilton y Rafael Moreno afirmaban además que “Ya nos encontramos en medio de una dictadura”46, términos que desautorizaba el honesto Bernardo Leighton, 47 pero sin impedir que la derecha lograra su objetivo de arrastrar a la DC a un proyecto común que debería culminar con el derribamiento del gobierno. Sin embargo, para una actividad contrarrevolucionaria, el parlamento tenía sus límites. Era pues necesario que la contrarrevolución se viera dotada de un organismo ejecutivo extraparlamentario. Ese fue el llamado “Poder Gremial”.

En Chile, tradicionalmente, los gremios ocupaban un gran espacio en torno al Estado como procesadores de las demandas provenientes de la “sociedad civil”; y en él se habían articulado desde los sindicatos obreros hasta organismos de tipo comercial, empresarial y profesional. Por supuesto, los gremios establecían relaciones con los partidos pero a la vez gozaban de una relativa autonomía constituyéndose así un sistema que en otro trabajo hemos caracterizado como un “corporativismo informal”.48

Ahora bien, durante el gobierno de Allende, los gremios traspasaron sus marcos tradicionales de acción y pasaron a adoptar tareas políticas que los partidos no podían cumplir, planteándose abiertamente el derrocamiento del gobierno. Para ese efecto contaban con una excelente red organizativa, con una gran capacidad de convocatoria y, no por último, con grandes cantidades de dinero provenientes de Estados Unidos.

El “Poder Gremial” se constituyó como tal al convocar a una huelga de empresarios y profesionales a realizarse en el mes de octubre de 1972. Después de esa experiencia, Jorge Fontaine, presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio emitía una declaración en donde ponía al “Poder Gremial” en el mismo nivel que el poder político y al militar: “El equilibrio, el respeto y la comprensión recíproca del movimiento gremial, los partidos políticos y las fuerzas armadas, la clara delimitación de deberes y derechos de esas tres fuerzas, constituyen la clave del triunfo, así como la clave de la vida democrática se basa en el equilibrio y respeto recíproco de los tres poderes del Estado”.49

En el párrafo citado hay toda una teoría de la insurrección. Al establecerse las limitaciones de derechos y deberes entre los políticos, los gremialistas y los militares, se está diciendo que los gremios no aceptan la simple subordinación respecto a los partidos. Por otra parte, la sola intención de incluir a las fuerzas armadas demuestra que para los gremios estas debían asumir tareas que los políticos ya no podían cumplir. Para Fontaine había terminado pues la fase política y comenzaba la fase militar de la contrarrevolución. 

La trilogía partidos-gremios-militares significaba nada menos que el desplazamiento de los partidos, la organización política independiente de los gremios, la formación del “partido militar” que debería surgir del propio ejército constitucional. En consecuencias la existencia del poder gremial solo adquiría sentido a través de su vinculación con el poder militar.

Es preciso destacar que si bien quienes conducían al poder gremial eran los sectores económicamente más poderosos del país y, por cierto, los más entrelazados con las empresas extranjeras, quienes desempeñaron el papel decisivo fueron sus segmentos inferiores, como los representantes del comercio pequeño y mediano, transportistas y taxistas, etc. De este modo, el proceso contrarrevolucionario no parecía diferenciarse demasiado en Chile de los procesos de fascistización considerados “clásicos”, en los cuales también los pequeños empresarios e incluso algunos sectores populares, actuaron como fuerza de choque al servicio de de los grandes propietarios.

También es necesario aclarar que en las movilizaciones de la derecha no siempre la motivación clasista era la más prioritaria. Sabido es. por ejemplo, que vastos sectores de las capas medias fueron activados en contra del gobierno, no solo por motivos económicos pues, si se piensa bien, su situación no era peor a la que habían tenido bajo gobiernos anteriores. Por lo mismo, adquirieron gran relevancia las movilizaciones juveniles y, sobre todo, las de las mujeres. En ese sentido, la derecha logró en Chile algo que muy mal había hecho la izquierda en el pasado: politizar a las mujeres como mujeres, por cierto en una forma pervertida, pues el llamado poder femenino era dirigido por los hombres de la derecha y las mujeres que allí participaban en su mayoría seguían a los sectores acaudalados del país. Tampoco se puede negar que los comandos de mujeres recibían dineros del exterior. Pero también debemos decir que el gobierno no sabía como enfrentar esas enardecidas marchas de las “cacerolas vacías” que impresionaron tanto a Fidel Castro en su larga , intervencionista e inoportuna visita a Chile, y que le hicieron decir aterrado “he visto el fascismo en acción”. Lo que no pensaba el dictador cubano es que si alguien de la derecha chilena hubiera visitado Cuba en ese mismo momento, al no ver ninguna manifestación, ni de derecha ni de izquierda en las calles, habría dicho: “he visto al stalinismo en acción”.



EL FRACASO DEL PARO PATRONAL


A mediados del mes de octubre de 1972 estalló el llamado paro patronal. Su objetivo era crear las condiciones para un golpe de estado. Ese mes la derecha ya había lanzado a sus comandos estudiantiles a las calles. En Santiago eran realizadas diversas acciones terroristas. Estados Unidos también actuó. El día 4 de octubre un tribunal de París ordenó el embargo de un crédito por cuenta del cobre chileno acogiendo una demanda de la compañía norteamericana Kennekot. Hasta la URSS volteaba las espaldas a Chile, pese a que Allende hablaba de la Unión Soviética como “el hermano mayor”. Los préstamos soviéticos a Chile eran muy poca cosa comparados con las reales urgencias del momento. 50 y muy por debajo de los que recibían países como México, Colombia y Argentina.

Antes del paro de octubre, algunos políticos de derecha daban carta legal al golpe. Los senadores Bulnes (PN), Alwyn (DC), Durán (Democracia Radical) y Acuña (Partido de izquierda Radical) declaraban que el gobierno se había puesto fuera de la ley. El 10 de octubre, los partidos de la derecha, más PL, realizaron una marcha por el centro de Santiago. El principal orador, el senador ex miembro de la UP, Alberto Baltra (PIR) señaló: “Ha llegado el momento de actuar”.51

Los camioneros, los choferes y empresarios del transporte colectivo, los comerciantes, fueron los primeros en plegarse al paro. Pronto les siguieron los colegios profesionales. Por si fuera poco, la situación económica era desastrosa: la inflación alcanzaba al 99,8 %, la más alta hasta entonces en la historia de Chile. El mercado negro regía más que el oficial. Por ejemplo, el dólar era pagado oficialmente a 45 escudos y en el mercado negro a más de 300.52 Los sectores medios estaban enardecidos en contra del gobierno y los militares ya deliberaban abiertamente en los cuarteles. Sin embargo, a pesar de todas esas condiciones el golpe no se produjo.

La primera razón que fue que la derecha y los gremios habían subestimado la capacidad de movilización de los trabajadores y el apoyo que estos todavía otorgaban al gobierno. Más aún: el hecho que los empresarios hubiesen convocado a un paro le dio un contenido clasista a la acción, lo que creó una mayor solidaridad de los trabajadores con el gobierno. La evidencia de que algunos sectores de trabajadores ya no estuviese contentos con el gobierno no significaba que por eso apoyaran a los empresarios. Al mismo Allende le hizo mucha gracia un cartel que portaba un manifestante en donde se leía: “este es un gobierno de mierda, pero es mi gobierno”.

Por otro lado devino uno de esos raros momentos en donde la movilización social no chocaba con la legalidad vigente. El paro era ilegal; trabajar era legal. El derecho al trabajo se vinculaba con la defensa del gobierno.

La movilización defensiva y democrática de los trabajadores posibilitó el desarrollo de organizaciones obreras y populares de nuevo tipo. Así aparecieron las juntas de abastecimientos y precios (JAP) destinadas a ejercer control popular sobre los productos de consumo inmediato. Pronto las JAP, originadas con criterios burocráticos, se transformaron en eficaces instrumentos de lucha en el terreno de la vida cotidiana.

En tanto la movilización popular tenía lugar en las fábricas, en las calles y en las “poblaciones”, apareció la necesidad de fundar organismos territoriales de coordinación. Así emergieron los comités coordinadores, después los cordones industriales, y se dieron los primeros pasos para la constitución de organismos de representación popular más amplios, como los concejos comunales.

Por cierto, tales organizaciones, aunque relativamente autónomas no eran inmediatamente alternativas al poder estatal, como algunos sectores de la izquierda llegaron a creer. Por el contrario, aparecían ligadas a los modos más tradicionales de movilización de los trabajadores, sin traspasar los límites de la institucionalidad vigente y en un contexto más bien defensivo y democrático. Eran sí, genuinas movilizaciones populares y significaban un salto adelante con relación a las antiguas formas organizativas, extremadamente burocráticas y cupulares.53

Una segunda razón que permite explicar el fracaso del paro patronal de octubre hay que encontrarla en las vacilaciones de la DC. Es cierto que el ala derecha de ese partido estaba por una salida golpista, pero todavía había algunos obstáculos. Uno de ellos provenía de las expectativas que la DC barajaba para las próximas elecciones parlamentarias (marzo de 1973), las que esperaba ganar abrumadoramente. Cuando el paro patronal generó una correlación de fuerzas que favorecía al gobierno, la DC se abrió en un extraño abanico: sus dirigentes políticos llamaban a continuar el paro mientras que sus dirigentes sindicales lo condenaban en la CUT y, cuando ya era evidente que los militares no actuarían, la directiva del partido decidió asumir una actitud pacificadora.

Una última razón en el fracaso del paro hay que encontrarla en el hecho de que la articulación entre los tres poderes mencionados (político, gremial y militar) no era todavía la más óptima. Tampoco la unidad funcionaba perfectamente en el interior de cada uno de ellos. Algunos gremios solo habían acatado el paro para negociar sus reivindicaciones, sin plantearse necesariamente una salida golpista. Cuando el carácter puramente político del paro fue evidente, unos cuantos gremios, como el de los pequeños comerciantes, optaron por desertar ante la ira de los dirigentes del PN y PL que calificaban de traidores a sus líderes.54 

Incluso dentro del “poder militar” no estaban tomadas todas las decisiones. Por de pronto, todavía existía un sector constitucionalista representada por el general en jefe Carlos Prats. Los propios golpistas parecían estar divididos entre aquellos dispuestos a dar el golpe inmediatamente y los que preferían esperar una mayor legitimación política. Por último había un sector, quizás el más obsecuente al gobierno, en espera de que se decidiera la correlación de fuerzas dentro de las fuerzas armadas para sumarse al sector más poderoso. Entre ellos se encontraba Augusto Pinochet.

Allende, después del paro, creyó llegado el momento de jugar una de sus cartas de reserva: la de llamar a los militares a ocupar funciones de gobierno, convirtiéndolos así en un suerte de dique frente a la contrarrevolución civil.

Allende no era ningún ingenuo para pensar que era verdad aquella fábula relativa “al carácter democrático de nuestras fuerzas armadas”, que el mismo se encargaba de propagar cada cierto tiempo, 55 y sabía seguramente el riesgo que corría, pero en esos momentos no tenía muchos medios para asegurar la continuidad del gobierno.

Por cierto, no faltaron críticas a la jugada de Allende. Para la dirección del MIR fue esa la prueba de que el gobierno había “cambiado su carácter de clase”, para levantar luego una absurda consigna llamando a formar “un verdadero gobierno de trabajadores”, tanto más absurda si se tiene en cuenta que, o bien la mayoría de los trabajadores apoyaba al gobierno, o bien seguían a la DC. Dentro de la UP también hubo críticas, pero por lo general no mostraban ninguna otra alternativa, salvo algunos febriles llamados a una insurrección que nadie sabía como iniciar.

El paro de octubre no terminó en un golpe, pero tampoco fue “un triunfo proletario” como planteó el PC que en su diario El Siglo lo denominó “la Playa Girón del proceso chileno”.56



LOS MILITARES AL GOBIERNO


El 1 de noviembre de 1972 juró el primer gabinete UP-generales para asegurar –según lo planteado por el presidente– la normalidad del país hasta las elecciones que tendrían lugar en marzo de 1973. El general Carlos Prats asumió el ministerio del interior, el general de brigada aérea Claudio Sepúlveda el de minería; el Contralmirante Ismael Huerta el de obras públicas. Junto a esos tres generales figuraban el presidente de la CUT, Luis Figueroa, como ministro del trabajo, y Rolando Calderón, secretario general de la CUT, como ministro de agricultura. Con cierto humor negro, alguien dijo que este era el primer soviet del país, pues estaba formado por “obreros, campesinos y soldados”

Al llegar los militares al gobierno, las tácticas de la derecha respecto al ejército cambiaron de inmediato. El poder gremial, aparentando obediencia a los militares, suspendió el paro. Luego, los parlamentarios de derecha comenzaron a construir la imagen de que había dos autoridades: una, el gobierno de Allende, culpable de todos los males de la humanidad; otra, los militares, ingenuas víctimas del mal gobierno. La derecha advirtió además que para allanar el camino a una salida golpista era necesario separar al sector constitucionalista de las fuerzas armadas para, a su vez, separar a las fuerzas armadas del gobierno. Los militares constitucionalistas se convertirían así en un blanco preferido para los ataques parlamentarios de derecha. El senador Bulnes decía por ejemplo en un discurso: “Hay que decirles (a los militares) que hay que evitar que una parte de los chilenos, como va ocurriendo poco a poco, llegue a pensar que las fuerzas armadas se han convertido en un elemento más de la UP (…..)”.57Poco después, debido a que el general Prats emitió opiniones contrarias a la destitución por el parlamento del ministro de economía Orlando Millas, PL publicaba una declaración en donde se decía: “Pensamos que el señor ministro del interior no ha meditado palabras tan graves y comprometedoras. Lamentable episodio que pone de relieve la necesidad de analizar responsablemente la conveniencia de que las fuerzas armadas continúen en el gobierno”.58

El PN, a diferencia de la DC, no abrigaba esperanzas para las elecciones de marzo de 1973. En el mejor de los casos, la DC podía obtener una excelente votación, lo que no le convenía ni tampoco deseaba. Así, ya antes del golpe había delegado la iniciativa a los militares golpistas. Pese a que en las elecciones el PN se presentaría junto con la DC en la llamada “confederación democrática” (CODE), su presidente Onofre Jarpa puso desde un comienzo un objetivo imposible de alcanzar: los dos tercios de la votación a fin de derrotar constitucionalmente a Allende, lo que obligó a Eduardo Frei a declarar que un solo voto más que obtuviera la CODE sobre la UP debería ser considerado como un triunfo. La DC creía todavía en el parlamento, no tanto por su eficacia, sino porque ahí tenía, o creía tener, su principal centro de poder.

Si algunos sectores de izquierda imaginaron alguna vez que el gobierno se fortalecería llevando a los militares a su interior, tales imaginaciones desaparecieron en contacto con la realidad. El primer aviso lo dieron los representantes de la Justicia Militar, quienes inmediatamente después del paro de octubre decidieron rebajar la condena al general Viaux implicado en el asesinato del general Schneider, ¡de 20 a dos años!

En un país donde por robar una gallina regía una sentencia de cinco años de prisión, por asesinar a un general correspondían apenas dos. Al conocer el fallo los derechistas en sus automóviles escenificaron un festival de bocinazos a lo largo de las calles de Santiago. La algarabía era explicable: los propios tribunales militares habían declarado al golpismo y a los asesinatos como algo no penable.

Ya de nada valían al gobierno las concesiones que hacía a la oposición. Por ejemplo, procedió a devolver a sus propietarios las empresas requisadas durante el paro de octubre. Incluso aceptó que periodistas y obreros de los diarios derechistas de Concepción, el Sur y la Crónica, fueran despedidos por haber defendido al gobierno en octubre. A la vez eran dejadas sin efecto las acusaciones a muchos empresarios golpistas. El gobierno, a fin de encontrar cierta legitimidad frente a los militares, iba perdiendo la propia.

Uno de quienes mejor aprovecharía la presencia de los militares en el gobierno sería un parlamentario demócrata-cristiano llamado Juan de Dios Carmona (quien fuera expulsado de su partido después del golpe debido a su recalcitrante “pinochetismo”). Gracias a los buenos contactos que mantenía dentro del ejército -Carmona había sido ministro de defensa durante el gobierno de Frei- conocía de cerca las conspiraciones que allí tenían lugar. Por esas razones decidió apresurar el golpe militar mediante la redacción de un diabólico proyecto de ley, conocido después como “la ley Carmona” o “ley de control de armas”. Esa ley parecía en principio inofensiva y adaptada al clima de violencia en que se vivía. De acuerdo a ella los militares quedaban facultados para detener a personas o allanar lugares en busca de armas frente a cualquier denuncia que se presentara sobre la materia. Gracias a esa ley los militares golpistas salieron a las calles y allanaron sindicatos, poblaciones y locales de los partidos de la UP y, desde luego, torturaron a sus prisioneros. En esos mismos días, como burlándose a carcajadas del gobierno, Carmona llamaba públicamente a la “desobediencia civil”.



ESTUDIANTES Y ESCOLARES EN EL ESQUEMA GOLPISTA


Las elecciones de marzo demostraron que con el 44% de la votación, el gobierno contaba todavía con un apoyo ciudadano más que considerable. Nunca en la historia electoral del país, un gobierno, después de dos años, había podido mantener la votación de origen.59 En cambio, el gobierno de la UP la superaba. En condiciones normales, tal cifra habría bastado para asegurar la estabilidad definitiva de cualquier gobierno. Pero ni las condiciones eran normales ni el de la UP era cualquier gobierno.

Habiendo desaparecido el pretexto para su incorporación al gabinete, los ministros generales, de acuerdo a lo prefijado, volvieron a sus cuarteles. Allende quedaba pues sin la protección de los generales. Pero ¿tenía otra?

La pregunta era más que pertinente. Después de marzo la derecha había agotado sus posibilidades legales para derribar a Allende. Por lo tanto, las elecciones, en vez de asegurar la paz social, solo aceleraba los tiempos de la contrarrevolución. Por estas razones, casi al día siguiente de las elecciones, la derecha enviaba sus comandos a las calles. Además, esta vez tenía un buen pretexto proporcionado por la propia UP al querer imponer la reforma educacional llamada Escuela Nacional Unificada (ENU).

En efecto, la reforma no era sino la continuación de una iniciada por la DC y estaba inspirada en los esquemas de la UNESCO para América Latina. Pero bastó que fuera propuesta por la UP para que surgiera una feroz propaganda en contra de los “lavados de cerebro” y la “concientización marxista”. Los escolares, en gran parte ya ganados por la derecha, ocupaban las calles, hacían barricadas, incendiaban automóviles. Caminar por las calles de Santiago era un riesgo muy grande.

Inicialmente la DC había captado muy bien el potencial de protesta que representaban los escolares y estudiantes, sobre todo si se tiene en cuenta la pobreza política de la UP en ese frente. De pronto comenzaron a aparecer líderes juveniles con pelo largo, lenguaje un tanto anárquico y poses anti-autoritarias (justamente lo que la derecha criticaba en el pasado). Naturalmente el PN y PL no perdieron la oportunidad para formar guardias armadas de escolares, en tanto que parlamentarios como el nombrado Carmona enardecían a los militares con sus discursos. Por ejemplo, Carmona anunciaba que “ (…..) las escuelas especializadas de los institutos castrenses recibirán, desde el próximo año un alumnado proveniente de la ENU, debidamente concientizado por “el socialismo marxista (¡!). Empieza así, de la manera más sutil, el desmoronamiento de la estructura esencialmente profesional de nuestras fuerzas armadas”.60

Tan grande fue el escándalo en torno a la ENU que el propio cardenal se sintió obligado a emitir una declaración en contra. Naturalmente, bajo esas condiciones, a la UP no le quedó más alternativa que retirar su -hay que decirlo- inoportuno proyecto.



LA HUELGA DE LOS OBREROS DE EL TENIENTE


Sin embargo, el golpe más duro recibido por el gobierno vendría de aquellos sectores a los que consideraba su base de apoyo natural: el movimiento obrero, y nada menos que de los obreros de las minas del cobre El Teniente en la provincia de O`higgins, donde la izquierda había obtenido tradicionalmente altos porcentajes de votación.

La huelga de los obreros de El Teniente estalló en abril de 1973. Inicialmente fue apoyada por el PC y el PS. Las peticiones de los obreros, aunque no eran desmedidas, chocaban con la realidad económica. Por eso mismo el gobierno no podía aceptar tales peticiones. Si así lo hubiera hecho, otros sectores laborales se habrían sentido igualmente legitimados para presionar por sus exigencias, sobre todo si se tiene en cuenta que los trabajadores del cobre actuaban tradicionalmente como una suerte de vanguardia en lo que se refiere a los movimientos huelguísticos del país.

En la huelga de El Teniente hay que distinguir, sin embargo, dos aspectos: Uno, la naturaleza del conflicto; otro, el sentido político que se le confirió. Si separamos la huelga de El Teniente del contexto político en que surgió, tenemos que convenir en que era legítima y justa. Después de todo los mineros no eran culpables de que la distribución del ingreso se hubiera vuelto regresiva ni de que los empresarios hubiesen succionado los aumentos de salario a través de la especulación y de las alzas de precios. Frente a esa situación, los mineros decidieron hacer lo que siempre habían hecho: presionar en contra del estado.

La huelga de El Teniente se encuadraba en la más perfecta continuidad con respecto a las luchas reivindicativas libradas por los trabajadores contra gobiernos anteriores. Pero esta vez el cambio de contexto político trajo consigo nuevos e inesperados aliados para los obreros. En lugar de los parlamentarios comunistas y socialistas, aparecieron otros más elegantes. En las calles de Santiago eran aplaudidos por guapas estudiantes que solo conocían a los obreros de lejos. Pero, a pesar de las diferencias en el marco externo, la lucha de los mineros era la misma de siempre. En efecto, nunca habían luchado por el poder ni por nada parecido; siempre por mejores salarios y condiciones de trabajo. Y, como todas las veces, salían a las calles con sus herramientas, su dinamita, y contra una policía que sí era la misma de antes. La huelga de los obreros de El Teniente fue la movilización más combativa realizada por los obreros durante el gobierno popular, solo que, tristemente, en contra del propio gobierno.

El comportamiento de los dos partidos principales de la UP frente a la huelga fue bastante desafortunado. Primero que nada, el PC y el PS ordenaron a sus militantes retirarse de l huelga, sin demasiado éxito, por lo demás. En la tradición sindical, desertar de conflictos huelguistas es algo que no se perdona, cualquiera sean las causas de la deserción. Por supuesto, habría sido absurdo que comunistas y socialistas condujeran el movimiento en contra del gobierno, pero eso no los obligaba a abandonar la huelga; todo lo contrario. Al retirarse privaban al movimiento de su persuasión política, o de la posibilidad de que fuera canalizado en contra de la derecha, y lo dejaban abandonado a merced de la DC que, por cierto, no desperdiciaría tan bella oportunidad. Por si fuera poco, ambos partidos violaron acuerdos vigentes entre los trabajadores del cobre. Por ejemplo, estaba establecido que siempre que un mineral de cobre fuese a la huelga, los demás deberían apoyarla. En el mineral de Chuquicamata, el más grande del mundo, en una votación donde participaron más de cinco mil obreros, fue aprobada la posición de la UP de no apoyar la huelga de El Teniente por el breve margen de 100 votos, lográndose así lo que no había podido lograr la derecha en octubre de 1972: dividir políticamente a los trabajadores.

Para ocultar sus errores, el PC y el PS recurrieron a la argucia de calificar a los mineros como “aristocracia obrera” utilizando el concepto empleado por Lenin para referirse a fracciones obreras de los países colonialistas (en Chile no hay “obreros aristócratas”: hay quienes se mueren de hambre y quienes pueden sobrevivir medianamente). Incluso tales partidos llegaron al extremo de criticar a Allende por haber conversado con los dirigentes del cobre.

La huelga de los obreros de El Teniente tiene una importancia fundamental en los acontecimientos que llevaron al golpe. Así como en octubre de 1972 la posibilidad golpista fue bloqueada por la unidad mostrada por los trabajadores, en abril de 1973 se abría por primer vez, y públicamente, una gran fisura entre los trabajadores, y entre estos y el gobierno. Precisamente, aprovechando esas divisiones, el jefe de plaza de la ciudad de Rancagua, el teniente coronel Cristián Ackernett se negaría a reprimir las acciones armadas de la derecha y allanaría el local del PS de esa ciudad haciendo detener a varios de sus dirigentes y militares. Cuando el gobierno suspendió de su cargo a Ackernett, el comandante en jefe del ejército dio a conocer una declaración señalando que “las medidas adoptadas por ese oficial contaban con su más irrestricto apoyo, respaldo y reconocimiento”.61

Tal vez sea necesario agregar que el nombre de ese comandante en jefe era Augusto Pinochet Ugarte



EL GOLPE DE JUNIO


Mientras los obreros de El Teniente se movilizaban en contra del gobierno, en distintas empresas los trabajadores se movilizaban en contra de los empresarios, buscando el apoyo del gobierno. Entre los sectores populares surgían algunas organizaciones autónomas: pero la heterogénea izquierda no atinaba a definir ni su carácter ni su sentido. Así, los “cordones”, los “concejos”, los “comandos”, las “asambleas populares”, “los comités coordinadores”, eran entendidos a veces como simples prolongaciones de la CUT y de los sindicatos, y otras veces como “órganos alternativos de poder popular”. Sin embargo, quienes poseían por lo menos una visión de conjuro, los dirigentes de la CUT, caracterizaban el momento político que se vivía en junio de 1973, en la siguiente forma: “Los trabajadores de la UP se sienten totalmente divididos, siendo el problema más grave el de muchos de nuestros dirigentes y trabajadores, tener la moral muy baja”.62 Enseguida agregaba el citado documento: “El general Prats felicitó a los dirigentes de la UP y de la CUT por la disciplina impuesta a los trabajadores, que es igual al sistema que implanta el ejército. Pero el único problema es que el 70% de las fuerzas armadas apoya a la oposición”.63

En ese ambiente descrito por la CUT de modo tan realista, los golpistas perdieron todo recato y llamaban públicamente al golpe. PL editorializaba en su revista: "la única fuerza capaz de superar este trance está constituida por el poder moral y militar de las fuerzas armadas, el respaldo de los hombres de trabajo a través del movimiento gremial y del nacionalismo como ideología integradora”64. El infaltable Juan de Dios Carmona señalaba a su vez: “No se puede seguir obedeciendo a un gobierno no constitucionalista”.65 Francisco Bulnes, senador del PN. escribía sincronizadamente: “(…..) el presidente de la república don Salvador Allende -y que me oiga y que pida mi desafuero- es actualmente un jefe de estado ilegítimo”.66 Por último, el diario El Mercurio, vocero de la derecha unida, decía en su editorial del 27 de junio: “Hay que escoger para las altas funciones a los hombres de vida más perfecta, más severa, y más profunda, de preferencia a hombres maduros, sensatos, austeros, inteligentes (…..) para llevar a cabo esa empresa política, salvadora, hay que renunciar a los partidos, a la mascarada electoral, a la propaganda mentirosa y envenenada, y entregar a un corto número de militares escogidos la tarea de poner fin a la anarquía política”67

Dos días después, el 28 de junio, se produjo el intento de golpe de estado. Cuatro días antes la comandancia superior del ejército había detectado otro intento putshista y detenido a sus cabecillas. En la madrugada del 29, los tanques del Regimiento Blindado número dos comenzaron a disparar contra la Casa Presidencial. Muy presurosas, las radios de la derecha anunciaban la caída del gobierno. Los militares se acuartelaban esperando ordenes superiores. Sin embargo, la jerarquía de las fuerzas armadas no dieron el paso al golpe. El saldo de la intentona dirigida por el coronel Roberto Souper fue de 22 muertos entre civiles y militares, 32 heridos de bala y 52 detenidos.

Aunque el fracasado golpe fue producto de una conspiración aislada de oficiales en contacto con PL (los dirigentes de esta organización fascista pidieron asilo en la embajada de Ecuador) en un sentido objetivo constituyó un “ensayo general” par el golpe de septiembre. 68

Por de pronto, para Pinochet y los suyos quedó claro que los generales de provincia no se pronunciaron automáticamente en contra del golpe, esperando ordenes superiores. Incluso ese 29 de junio los oficiales de diversos navíos de guerra habían arengado a los marinos en contra del gobierno. Desde el punto de vista político fue interesante observar que la DC guardaba el más sepulcral silencio. Por último, y quizás el “dato” más importante para los golpistas de septiembre: la vacilante y desorganizada defensa popular del gobierno. Tomas de fábrica sin la más mínima preparación; personas que salían a la calle a protestar sin más armas que sus manos, eran pruebas de que aquello de las “masas armadas” no era más que un mito de la derecha, a veces ingenuamente propagado por la izquierda.

En la noche del 29 la CUT convocó a un acto de masas frente a La Moneda. Allende pronunció esa vez un tranquilizador discurso. Por el tenor de sus palabras daba la impresión de que más de la mitad de las fuerzas armadas apoyaban al gobierno. De pronto, insólitamente, el presidente obligó a aparecer en las ventanas de La Moneda a los generales en jefe de las fuerzas armadas y carabineros para que el pueblo los vitoreara. El pueblo, en efecto, aplaudió a esos generales, algunos de los cuales no daban el golpe simplemente porque todavía no se atrevían. Sin embargo, en ese instante, la multitud necesitaba “creer” en algo, aunque no fuera más que en una ilusión.

Recordando esa noche de junio es posible pensar que aquella famosa frase de Marx relativa a que la historia se repite primero como tragedia y después como comedia, tenía en Chile un sentido inverso: primero como comedia (junio) y después como tragedia (septiembre).



LA AGONÍA DE UN GOBIERNO POPULAR


Después de junio, el gobierno parecía estar paralizado. Por contraste, los dólares llenaban las arcas de la oposición.69 El día 2 de julio la Cámara de Diputados rechazó un proyecto del gobierno para implantar el estado de sitio en el país por un plazo de tres meses. El camino quedaba así pavimentado para los golpistas. Más aún: amparado en la “ley de control de armas”, los militares allanaban las fábricas y los cordones industriales. A veces encontraban un par de pistolas viejas que contrastaban con la ostentación militarista que hacían los comandos de derecha. Los propios órganos de prensa fascistas reconocían su participación en atentados terroristas. Pero sus dirigentes nunca eran detenidos. Por ejemplo, “de 228 atentados cometidos por fascistas civiles, la fiscalía militar, navales y aéreas encargados de investigarlos, los declaraban como de “autor desconocido”.70

El 5 de julio, el conjunto de la oposición política emitía una declaración en donde se señalaba: “Esta situación incompatible con nuestro régimen republicano y democrático”, hace necesario que las fuerzas armadas hagan cumplir la ley de control de armas para evitar la formación de un ejército extremista, en gran parte integrado por extranjeros, paralelo a las fuerzas armadas”.71 Precisamente en esos mismos días, un comando derechista asesinaba al edecán presidencial, capitán Arturo Araya Peters.

Pese a que la justicia naval quiso encontrar al asesino en un pobre trabajador que fue sometido a horrorosas torturas -anticipación de las que después se cometerían en masa- los servicios de investigaciones revelarían los nombres de los verdaderos asesinos. Quizás el gobierno creyó que se repetiría la favorable constelación que se dio después del asesinato al general Schneider. Si así fue, se equivocó. Este nuevo asesinato no paralizó a los golpistas, quedando así al descubierto la desolada situación del gobierno.72

En provincias la situación era todavía peor. Allí los jefes de guarnición se erigían en autoridades absolutas. La ciudad más austral, Punta Arenas, estaba prácticamente ocupada por las tropas del general Torres de la Cruz. En Temuco, a fines del mes de agosto, campesinos y militantes de la izquierda eran brutalmente torturados. Lo mismo ocurría con obreros de San Antonio, Rancagua, Concepción, Talca. Como en una verdadera guerra, los militares comenzaban ocupando las fábricas y después las ciudades. Aviones de guerra sobrevolaban el país todo el día. Los militantes de izquierda se tranquilizaban entre sí aduciendo que solo se estaban preparando para la celebración de las próximas fiestas patrias, pero sus parlamentarios, asustados, solicitaban al presidente que modificara la ley de control de armas que ellos mismos habían votado en el parlamento.

El 4 de septiembre, aniversario del triunfo electoral, la desorientación había alcanzado su grado máximo en la izquierda. Por cierto, en todo el país, tenían lugar gigantescas manifestaciones. Pero no había ninguna indicación, ni ofensiva ni defensiva. Las propias consignas populares, que antes habían surgido de la lucha misma, eran ahora coreadas monótonamente, sin ingenio ni fantasía.

En el justo medio de la situación descrita, Allende trató de repetir su jugada de octubre repartiendo ministerios entre los generales. Carlos Prats, del ejército, fue nombrado ministro de defensa; el almirante Raúl Montero, ministro de hacienda; César Ruiz, de la fuerza aérea, ministro de obras públicas y José María Sepúlveda, de carabineros, en el ministerio de tierras y colonización. Ese día, 8 de agosto Allende dijo: “es la última oportunidad”, afirmación muy cierta.

Sin embargo, la situación era muy distinta a la de octubre de 1972. El gobierno prácticamente ya no gobernaba; el pueblo no estaba movilizado; los generales eran desobedecidos por los oficiales; el nuevo gabinete militar no era más que una triste parodia del primero.

Como era de esperar, la oposición parlamentaria se pronunció de inmediato en contra del nuevo gabinete. Eduardo Frei hizo esta vez una de sus declaraciones más tenebrosas: “Este gobierno ha llevado al país a una catástrofe y ahora, con un golpe de habilidad y audacia, utiliza a las fuerzas armadas para que se hagan cargo de ese desastre y tengan que afrontar las consecuencias de una política funesta, en la cual no les cabe responsabilidad alguna”73.

Ya las fuerzas armadas estaban preparándose para el golpe final. En consecuencia tenían lugar en su interior algunas “purgas”. A medidos de agosto fueron detenidos, en Talcahuano y Valparaíso, más de cien miembros de la Escuadra y, acusados de conspiración, fueron sometidos a salvajes torturas. En efecto, conspiraban para oponerse a un golpe de estado. Radomiro Tomic, siempre honesto, reaccionó afirmando: “(las torturas) son censurables moralmente, inaceptables jurídicamente y contraproducentes en la práctica”.74

Paralelamente a las “purgas” tenían lugar desplazamientos en las cúspides de las fuerzas armadas. El primero ocurrió, paradójicamente, en la fuerza aérea, donde el general golpista César Ruiz, queriendo precipitar los acontecimientos, renunció. Allende aceptó la renuncia del general.75 A Ruiz le sucedió el general Gustavo Leight, menos torpe y más golpista que el primero. Según Joan Garcés, consejero de Allende, Leight agradeció al presidente con lágrimas en los ojos “la prueba de confianza que le manifestaba”.76

La principal remoción ocurrió, sin embargo, en el ejército, por la renuncia de Prats exigida informalmente por los suboficiales subalternos quienes enviaron a sus esposas a protestar frente a la casa del general. Probablemente Allende jamás habría aceptado la renuncia de Prats si hubiese siquiera presentido la verdad que se escondía detrás de los gestos serviles y obsequiosos del general que le sucedería. Pero Augusto Pinochet Ugarte demostró en esos momentos ser un verdadero maestro en el difícil arte de la traición.

En la Marina, el problema del descabezamiento era menor. Sometido a presiones internas, el almirante Montero presentaba todas las semanas su renuncia, la que Allende no aceptaba porque conocía las dotes reaccionarias del sucesor, el contralmirante José Toribio Medina. Al final aceptó, pensando quizás en que la Marina no se atrevería a intervenir sin el concurso del ejército y que este no actuaría mientras estuviese a su cabeza el “constitucionalista” Pinochet. Por último, lo que sucediera en Carabineros (policía uniformada) dependía de lo que sucediera en las ramas de las fuerzas armadas. Así, la sustitución del general en jefe, Sepúlveda Galindo por el general Mendoza, se produciría el mismo día del golpe. En otros términos, “el partido de la contra-revolución” seleccionaba a sus dirigentes.

Dentro de la UP existía consenso con respecto a que, a esas alturas, el golpe solo podía ser evitado con rápidas movidas, pero tampoco se ponían de acuerdo acerca de cuáles deberían ser. Por lo menos Allende ya había aportado la suya llevando a los generales al gobierno. El PC, al fin y al cabo más cerca del presidente que el propio PS, creyó oportuno levantar la consigna “a evitar la guerra civil”. También Allende había titulado su mensaje de mayo al Congreso: “por la democracia y la revolución, contra la guerra civil”.

La consigna no era muy inteligente, pues si se planteaba el peligro de una guerra civil, había solo dos alternativas: una, que al exterior del ejército oficial se hubiese formado otro paralelo o, lo que era peor para los generales, que se estuviera dividiendo el ejército oficial.77En ambos casos, las fuerzas armadas se sentían, indirectamente, llamadas a intervenir. Y, en efecto, al tomar el poder los generales declararon que su pronunciamiento había sido para evitar “la guerra civil”. Lo expuesto no significa que las consignas del resto de la izquierda hubiesen sido más afortunadas. Con el agua hasta el cuello, el PS planteaba: “todo el poder ahora”. Y el MIR no tenía mejor ocurrencia que intentar dividir a la UP en los momentos más peligrosos, levantando la consigna “a formar un verdadero gobierno de trabajadores”. Como se ve, la dispersión no podía ser mayor.

Para lograr un acuerdo con la DC era ya también demasiado tarde. Por lo demás, si el gobierno no había podido pactar con la DC con los militares en el gobierno, ¿cuándo y cómo podía hacerlo?. Por si fuera poco, dentro de la DC ya se habían impuesto las posiciones rupturistas de Frei en la voz del secretario general Patricio Alwyn, autor de la consigna “no dejar pasar una al gobierno”, en contra de las representadas en el último periodo por Renán Fuentealba, que no simpatizaba con el gobierno pero que, con cierto realismo, había previsto el precipicio al que conducía una oposición intransigente.

Fue el Cardenal Silva Henríquez quien entre sus muchos méritos tuvo la idea de propiciar una solución política de última hora invitando a Allende y a los dirigentes de la DC a dialogar en su propia casa. Tuvo lugar un diálogo de sordos. Como premisa para continuar las conversaciones, la DC exigía a Allende nada menos que una mayor incorporación de militares a su gabinete. En buenas cuentas, eso significaba exigirle que rompiera con su partido, con gran parte de la UP, y que para evitar el golpe, lo diera el mismo. Tan nefasto era el bloqueo de la DC, que el senador Fuentealba se vio en la necesidad de polemizar públicamente con la dirección de su partido, afirmando: “A mí personalmente no me agradaría, y creo que sería inconveniente para las fuerzas armadas y para el país que el día de mañana todos los mandos, intendentes y gobernadores fueran pertenecientes a las fuerzas armadas”.78

Trece años después del golpe, el senador Alwyn revelaría indirectamente que el dialogo, para él, no tenía ningún sentido. Cuenta por ejemplo que en cierto momento de la conversación, Allende le dijo: “Usted no me cree a mí Patricio. Yo sí le creo a usted, pero usted no me cree a mí”. Alwyn respondió: “Presidente, ¿cómo quiere que le crea? Muchas veces usted ha dicho una cosa y, sin embargo sus mandos medios, o sus segundos, hacen otra”.79 Y bien: Si Alwyn no podía creer a Allende, el diálogo estaba de más.

Fracasada la solución política, la militar no tardaría en imponerse. La escalada política civil había sido solo el preámbulo de la militar. Mirando los hechos en retrospectiva, es imposible no darse cuenta de la sincronización existente entre la escalada civil y el golpe. El 3 de junio los estudiantes de la Universidad Católica pedían la renuncia de Allende. El día 5, los obispos de derecha emitían una declaración en contra del gobierno. El 12 de junio la Cámara de Diputados declaró ilegal al gobierno de Allende. El 17 de julio, el profesor de la Universidad Católica, Jaime del Valle, anunció, sin aportar prueba alguna, que las elecciones de marzo de 1973 habían sido falsificadas por la UP. El 18 de julio, la Sociedad de Fomento Fabril señaló que el gobierno era ilegal. El 24 de agosto la Cámara de Diputados volvió a declarar ilegal al gobierno. El 30 de agosto, la Universidad Católica pide la renuncia de Allende. El 3 de septiembre, la “Confederación de Profesionales” pide la “rectificación del gobierno”. El 5 de septiembre, el presbítero Rúl Hasbúm pide la renuncia de Allende. El 6 de septiembre, las “mujeres gremialistas” piden la renuncia de Allende. El 10 de septiembre, el “comando multigremial” pide la renuncia de Allende.

El 11 de septiembre la moneda ardía en llamas. Adentro, el cadáver de un presidente. Afuera, el infierno.



ALGUNAS CONCLUSIONES


El punto de ruptura que posibilitó el advenimiento del gobierno de Allende se encuentra, si duda, en el tipo de política económica que intentó llevar a cabo el gobierno de la DC (1964-1970).

El programa de modernizaciones de la llamada “revolución en libertad” era, en principio, una adecuación local a las nuevas formas de dependencia que tenían lugar en casi toda América Latina a partir de la formulación de la Alianza para el Progreso. Mediante su aplicación, dichos proyectos buscaban modernizar las “estructuras arcaicas” a favor de un supuesto sector empresarial, innovador y dinámico. Para el efecto, la DC utilizó mecanismos de movilización popular en las “poblaciones” y en el campo entre los sectores denominados “marginados”; mecanismos que terminaron por desatar fuerzas sociales comprimidas que escaparon totalmente al control del gobierno. A su vez, las reformas de la DC agudizaron las divisiones económicas y políticas en el interior del bloque tradicional de dominación, hecho que facilitaría el triunfo electoral de la UP en 1970.

La UP era una combinación de partidos políticos parlamentarios de izquierda nucleados en torno al eje comunista -socialista que, por medio de vinculaciones parlamentarias, articulaba con el estado a fracciones del movimiento obrero sindicalmente organizadas.

La UP intentaría continuar la política de la DC llevando a cabo un programa de nacionalizaciones y estatizaciones a fin de crear las condiciones materiales para transitar a un (nunca definido) orden socialista. Había, sin embargo, una abierta contradicción entre la autocomprensión ideológica de la UP (vanguardia del pueblo que “ocupa” el gobierno)y su real inserción estatal y parlamentaria en el sistema político chileno. Esta contradicción llevaría en la práctica a una indefinición que ayudaría a producir la parálisis política del gobierno en los momentos más decisivos del proceso.

La desestabilización del gobierno se encontraba latente en su propio programa económico, el cual, objetivamente, dejaba afuera a una gran cantidad de sectores sociales subalternos, favoreciendo solo a los minoritarios grupos de trabajadores que se encontraban dentro de la llamada “área social de la economía”. Como era de esperarse, los trabajadores de las áreas “mixta y privadas”, así como pobladores, campesinos pebres y trabajadores agrarios, iniciaron movilizaciones que entraban en contradicción con el programa de la UP, lo que a su vez aumentaría el de por sí notorio desconcierto político de los partidos de la izquierda. Es por tales razones que hemos afirmados que los dos “pecados originales” de la UP se encontraban en su fijación al estado y en su programa.

Lo expuesto contrasta con el alto nivel de coordinación política que llegó a alcanzar la derecha a través de la formación de una suerte de triple combinación de poderes entre los representantes del “poder gremial”, el “poder parlamentario” y el “poder militar”, apoyados los tres financieramente desde los Estados Unidos.

Pero el golpe, o por lo menos ese golpe de septiembre de 1973, no estaba prescrito.

El golpe de estado resultó de una combinación de factores que bien pudieron ser evitados, tanto por parte de la izquierda, como por parte de la DC cuya responsabilidad en lo ocurrido es inocultable. En este sentido cualquier intento por encontrar una sola causa resulta fallido. No fue solo “la conspiración de la CIA y la ITT”, ni el “ultraizquierdismo” del MIR que asustó a “los sectores medios”, ni el delirio verbal de los dirigentes del PS, ni el “reformismo”, ni las “vacilaciones” del PC, ni las divisiones en la izquierda, ni el “boicot” de los empresarios, ni el desesmascaramiento de la derecha que había posado durante más de un siglo como democrática, ni la capitulación de la DC frente a la derecha a través de su “ala freísta”, y ni siquiera la existencia de una monstruosa criatura llamada Pinochet, “la causa”que explica el trágico desenlace de los acontecimientos. Más bien fueron todas ellas y otras más, las que se combinaron y activaron entre sí, hasta que llegó el momento en que era muy tarde para un nuevo comienzo.


A modo de epílogo:

A punto de cumplirse medio siglo del golpe de estado en Chile, pensé que no estaría de más dar una opinión sobre esos tres años que si bien no cambiaron el mundo, anunciaron cambios paradigmáticos en los modos de hacer y concebir la política (no solo en Chile). Debía hacerlo, pues me cuento entre esos pocos sobrevivientes que no solo vivieron esos años sino, además, intentaron testimoniarlo a través de la palabra impresa.

He de decir, antes de comenzar, que las imágenes de esos tres años no me han abandonado nunca. Tal vez me parezco un poco a mi país. El 11 de septiembre ha quedado grabado en la memoria colectiva chilena, a veces como recuerdo, a veces como trauma, pero siempre presente. Pienso, más bien estoy seguro, que todo lo que he escrito después de ese día, que a tantos nos cambió la vida, no habría sido igual si no tuviera detrás de mí, a esa niebla roja de “nuestro” propio 11 de septiembre.

Como suelo hacer antes de poner manos a la obra, busqué textos de referencia general. Ahí fue cuando me topé con un voluminoso libro de mi autoría publicado en la editorial siglo XXl de México a fines del siglo XX, un libro que versa sobre experiencias llamadas revolucionarias en distintos países de América Latina y cuyo título es La Rebelión Permanente. Entre esas experiencias, yace, como perdida entre varias, un ensayo sobre los acontecimientos que dieron lugar al golpe de estado en Chile. Al comenzar a examinarlo después de tanto tiempo, me di cuenta de que no necesitaba escribir un nuevo ensayo, pues todo (de verdad, todo) lo que pensaba escribir sobre el tema, estaba ahí.

¿Es que mi visión sobre lo acontecido en Chile no ha cambiado nada desde hace más de veinte años? No, no se trata de eso. Había algunas frases que cambiar –y lo hice – y algunas opiniones ahí contenidas, también decidí modificarlas. Como ya explicaré el porqué, también cambié el título originario, La revolución que no fue, por otro que me pareció mucho más pertinente: Una contra-revolución sin revolución. Lo que no había cambiado, digamos más claro, lo que era imposible cambiar (aunque a veces, debo reconocer, lo hubiera querido) son los hechos. Es, este, un ensayo sobre hechos.

Recuerdo que en los tiempos en que escribí este ensayo sobre Chile, había leído recientemente el ensayo de Hannah Arendt titulado Mentira y Verdad en la Política, uno de los textos que más ha marcado mi modo de pensar la historia y la política. De acuerdo a la línea de Arendt (lo digo con mis propios términos) hay interpretaciones de los hechos, pero también hay interpretaciones sin hechos (Ella diferenciaba entre “verdades o mentiras de opinión” y “verdades o mentiras de la razón”) Ahora bien, con respecto a lo sucedido en Chile, ya había podido observar que la literatura predominante sobre los sucesos que llevaron al golpe de estado, está basada en interpretaciones que, o prescinden de los hechos o no se ajustan a los hechos. Fue entonces cuando me propuse escribir un ensayo que no contuviera una sola interpretación que no estuviera vinculada a algún hecho. Esa fue la razón por la que no podía cambiar demasiado el contenido originario de mi ensayo: los hechos, la verdad de los hechos, la terquedad de los hechos, estaban ahí, siempre e, incluso, dolorosamente presente.

El ensayo originario, repito, llevaba como título, Chile: la revolución que no fue. Quería decir que en Chile, durante los tres años de Allende y la Unidad Popular, no había habido ninguna revolución ni social, ni política ni económica. Pero al leer de nuevo mi ensayo, yo mismo me asombré ante la frecuencia con que había escrito la palabra contra-revolución.

¿Cómo podía haber una contrarrevolución sin la existencia de una revolución? Por un momento pensé que la mía era una incoherencia. No obstante, después de meditar, llegué a la conclusión de que, efectivamente, había sido así: en Chile, durante 1970-1973 había tenido lugar una contra-revolución y ninguna revolución. En otras palabras, la contra-revolución chilena había logrado aparecer cronológicamente ante la posibilidad, pero no ante la realidad de una revolución. Viéndome obligado a reflexionar sobre el tema, pude darme de pronto cuenta de que lo sucedido en Chile no era ninguna excepción, aunque tampoco era una regla.

Hay de verdad en la historia casos de contra-revoluciones que no responden ni corresponden a una revolución sino solo frente a la posibilidad de una revolución. Si quisiéramos ponerle algún nombre, podríamos llamarlas contra-revoluciones preventivas, en analogía a las guerras preventivas. Para verificar esa posibilidad, mi imaginación no tuvo que viajar muy lejos. El mejor ejemplo lo tenía en la historia del país en donde resido: Alemania.

En efecto, la de Hitler fue también una contrarrevolución sin revolución. Recuerdo, al mencionar este punto que justamente en Alemania tuvo lugar una polémica muy dura sobre esta secuencia. Ocurrió cuando uno de los mejores historiadores del periodo nazi, Ernst Nolte, escribió que la principal causa que llevó al triunfo de Hitler, fue la amenaza comunista.

De más está decir que en esa ocasión, casi toda la intelectualidad progresista alemana, conducida por Jürgen Habermas, se empeñó en el intento de negar la tesis de Nolte. Lo que no pudieron negar, sin embargo, es que la amenaza del comunismo existía, no desde Stalin sino desde el mismo Lenin, quien hipotecó todo el futuro de la revolución rusa, en espera de que pronto surgiría una revolución en Alemania. Como es sabido, esa revolución no apareció nunca. En cambio, apareció la contra-revolución hitleriana.

Quizás la debilidad de la defensa de Nolte era no haber sabido diferenciar, lo que daba pábulo a sus contradictores para que sustituyeran la palabra “causa” por la palabra “culpa”, aduciendo que, en este caso, según Nolte, la culpa del nazismo la habían tenido los comunistas, muchos de ellos asesinados en los campos de concentración alemanes. Si Nolte hubiera formulado su tesis con mayor cuidado, podría en cambio haber dicho: entre las múltiples razones que llevaron al nazismo, la amenaza comunista – Stalin no se cansaba de hacerla presente – fue una de las más decisivas. De eso estoy completamente seguro.

Sin la amenaza comunista que enardeció los miedos de las clases medias alemanas, no habría habido nazismo, o por lo menos, no habría habido el nazismo que hubo. El nazismo fue, en primera línea, una contra-revolución anti-comunista. Y al escribir esta última frase me pareció escuchar detrás de mí la voz de algunos de mis antiguos ya “no-amigos” de la izquierda chilena: ¿Ahora vas a echar la culpa a los comunistas y a la izquierda chilena del golpe de estado que hubo en Chile en el 1973? Respondo: tranquilo, no estoy hablando aquí de culpas ni de culpables. Dejemos la palabra “culpa” a la teología.

Como sea, tampoco podemos pasar por alto el hecho de que la UP planteaba construir el socialismo en Chile. Por medios democráticos, claro está. Pero todo lo que hacía, o quería hacer, tenía como miras un futuro que no estaba dado, en medio de un presente democrático que sí estaba dado. Ese presente estaba marcado por la existencia de una Guerra Fría, o confrontación de bloques, y uno de esos bloques era, a nivel mundial, el comunista.

No podemos olvidar tampoco que la única muestra de socialismo que teníamos los chilenos como referencia continental, era el cubano, cuyo ejemplo – y no sin razones – era para muchos sectores, aterrador. La larga visita de Fidel Castro a Chile no hizo más que aumentar los temores de gran parte de la ciudadanía y solo parecía confirmar la tesis de la derecha relativa a que el gobierno preparaba una insurrección en contra de la democracia y sus instituciones. Para colmo, tampoco podemos olvidar a las fuerzas políticas chilenas que levantaban la consigna “Ya tenemos el gobierno, ahora hay que tomar el poder”. De más está decir, esa consigna no era demasiado atractiva para una mayoría nacional que nunca quiso ser socialista y que, además, no tenía ningún motivo para quererlo.

Por cierto, Allende, el partido comunista, fracciones socialistas, eran pragmáticos y contaban con más que suficientes credenciales democráticas. Al fin y al cabo habían hecho toda su carrera política en las oficinas y foros del parlamento. Como he recalcado en mi ensayo, la izquierda chilena no venía una de “Sierra Maestra”, ni de una larga marcha a través de las montañas, sino desde una larguísima trayectoria a través de las instituciones democráticas. De eso no me cabe la menor duda. Pero aquí estamos hablando no solo del comportamiento, sino de la inserción ideológica e histórica de la Unidad Popular. Quiero decir: la Unidad Popular era poseedora de una práctica democrática, pero su inserción ideológica mundial y continental, era radicalmente anti-democrática.

Para construir el socialismo en términos democráticos hay que tener y mantener una mayoría absoluta. Esa mayoría, por primera vez en su historia, estuvo la UP a punto de alcanzarla durante el gobierno de Allende. Sin embargo, como intento demostrar en mi texto, esa mayoría no votaba por la construcción del socialismo -de acuerdo a la lectura de los sectores extremistas de izquierda dentro y fuera de la UP- sino para oponerse a los planes de una derecha que había abandonado la ruta democrática de la oposición para seguir la ruta anti-democrática de la contra-revolución.

La derecha chilena no logró superar a la izquierda en votos, pero si logró superarla en su infidelidad a la democracia. El golpe de 1973 no fue apoyado por la mayoría del pueblo chileno y la dictadura de Pinochet – en eso se parece a las dictaduras comunistas – nunca fue mayoritaria. De ahí se explica en parte, su increíble brutalidad.

No existen revoluciones democráticas, aunque todas se denominen así. Pero, por lo mismo, tampoco existen contrarrevoluciones democráticas. Y en la hora del día del juicio, tenemos que decir que en la práctica, no en la ideología, el conjunto de la derecha chilena, incluyendo a la -durante Allende- ultraderechizada democracia cristiana, sí rompió con el proceso constitucional chileno.

Los hechos, y no las interpretaciones son los que, para cada historiador, deben contar. No hay nada, pero absolutamente nada, que en términos no morales sino políticos, justifique, aún en las condiciones políticamente críticas que vivía Chile durante 1973, un golpe de estado. Mucho menos ese golpe militar perpetrado con cobardía por una junta de generales asesinos en contra de un pueblo desarmado.

La verdad es que para analizar la contra-revolución chilena de 1973 aún nos faltan algunos elementos. Por ejemplo, hay muchas teorías sobre la revolución. Pero no hay muchas teorías sobre la contrarrevolución, a menos que consideremos teorías, textos literarios como el que hace tanto tiempo escribió Curzio Malaparte, bajo el título Golpe de Estado - técnica de la revolución (1937).

En términos generales podríamos afirmar que el desarrollo de una contra-revolución no es demasiado diferente al de una revolución. Descontento de las masas, crisis de los partidos centristas, desplazamiento hacia los extremos, contexto internacional, formación de poderes alternativos (gremial y partidario) y apoyo del ejército constitucional, son realidades que se han dado en la mayoría de los procesos revolucionarios y contra-revolucionatios de la historia moderna.

Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre las revoluciones y las contra-revoluciones. Esa diferencia es que las contra-revoluciones suelen ser más violentas y crueles que las revoluciones que busca combatir (negar, bloquear, prevenir). O diciéndolo con las palabras usadas por Samuel Huntington, las contra-olas reaccionarias suelen ser más grandes y tormentosas que las olas revolucionarias. Y bien, esa característica se dio con creces en el proceso que llevó al triunfo de la contra-revolución chilena de 1973.

El enorme grado de violencia aparecido en la contra-revolución chilena tiene que ver -esta es una interpretación avalada por hechos – con la acumulación de odio social que tuvo lugar entre los opositores durante los tres años del gobierno de Allende. Interpretación que no solo puede ser explicada por razones económicas o políticas, sino también por otras a las que podríamos llamar psicológicas, entre ellas, miedos colectivos, los que siendo azuzados, pueden llevar a un verdadero estado de histeria social. En otros términos: mientras el motivo de toda revolución es el deseo de conquistar un futuro, el motivo de toda contra- revolución es el miedo a perder el presente, en el aquí y en el ahora. Perder no solo dinero, sino status, posiciones sociales, en fin, poder.

El humano acosado por miedos es capaz de cualquier cosa. No de otro modo podemos explicar tanta destrucción, tanta maldad, tanto asesinato, en el Chile de Pinochet.

Escribo estas líneas cincuenta años después mirando hacia Chile, no sin cierta preocupación. Después del fin de la dictadura advino un largo periodo de paz social instituido por los llamados gobiernos de la concertación, los que llegaron formar un centro político sólido que permitió al país crecer económica y políticamente. Periodo que comenzó a terminar con una irrupción social – así la llaman algunos historiadores – iniciada con el “estallido social” de 2020. Un estallido social, que fue visto por gran parte de los observadores, como respuesta a un saldo de desigualdades sociales no superadas por los gobiernos de la era post- pinochetista. Luego, el regreso a un nuevo gobierno de izquierda popular, no un gobierno de centro izquierda como los de la concertación, sino a un gobierno de izquierda-centro como fue el de la UP. Recurriendo a la propagada fantasiosa de una “segunda oportunidad histórica”, observamos otra vez el propósito de “dar comienzo a un nuevo comienzo”, reivindicando la mitología revolucionaria heredada de traumatizados padres y abuelos.

La fantasía de hacer a Chile de nuevo, la que se expresó en el intento por imponer una nueva Constitución que rompía no solo con el constitucionalismo de la dictadura sino con toda la, en muchos puntos, admirable tradición constitucional chilena, ha terminado por convertir al gobierno de Boric en un gobierno de minoría.

No queremos decir que nuevamente Chile se encuentra amenazado por una “contra-revolución sin revolución”. Pero no deja de ser intranquilizador comprobar como en vastos sectores de la ciudadanía, precisamente en contra de los excesos de extremos de una izquierda que apoya a Boric, ha surgido como respuesta un deseo de reconciliación con los crímenes del pinochetismo. Una respuesta tal vez, a intentos de la izquierda por idealizar al periodo del Chile de la Unidad Popular. En los dos casos, vemos a un país que no ha podido liberarse del pasado. Chile continúa siendo un rehén del ayer.

Para liberarnos de la tiranía del pasado, hay dos alternativas que nunca debemos elegir: una es la de vivir en el pasado idealizándolo u odiándolo; la otra reside en el intento, siempre frustrado, de borrar el pasado “dando vuelta la página”. Quizás la vía más adecuada sea tratar de entenderlo, pero no de acuerdo a nuestros amores u odios del presente, sino de acuerdo a los hechos, tal como fueron. Tal como ocurrieron.

El pasado será siempre visto con los ojos del presente. Pero – y esto es importante remarcarlo – el pasado está en, pero no es el presente.



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1    Allende obtuvo el 36,35 de los votos. El candidato de la derecha Jorge Alessandri el 35% y el de la DC, Radomiro Tomic, el 27,8%.

2    Como señaló Allende: “La gran cuestión que tiene planteado el proceso revolucionario que decidirá la suerte de Chile, es si la institucionalizad actual puede abrir el paso a la transición al socialismo. Salvador Allende Segundo Mensaje Presidencial al Parlamento, 21 de mayo de 1972, Santiago de Chile, p. xi.

3    Salvador Allende, Nuestro camino al socialismo – la vía chilena, Buenos Aires 1971, p. 27

4    Ibid, p. 28

5    Citado por Joan E. Garcés, en Le probleme chilien, Verviers, 1975, p.22

6    Fernando Mires, Del Frente Popular a la Unidad Popular, Frankfurt 1975, p.102 Acerca del tema ver también, Luis Vitale, Esencia y Apariencia de la Democracia Cristiana, Santiago 1964

7    F, Mires, op cit p.102

8    James Petras en Monthly Review, enero-febrero de 1970, p. 56

9    Orlando Caputo y Alberto Pizarro, Desarrollismo y capital extranjero, Santiago 1970, p. 115.

10    Sergio Aranda y Alberto Martínez, Estructura económica, algunas características fundamentales en Anibal pinto, et al, Chile Hoy, Santiago, Universitaria 1970, p.82

11    Mario Vera, Detrás del cobre, en Cuadernos de la Realidad Nacional, enero de 1970, p.119

12    Fernando Mires, op. cit, p.120

13    Oscar Delgado, Reformas Agrarias en América Latina, México- Buenos Aires 1975, p. 580

14    Jacques Chonchol, La reforma agraria en Chile, 1964-1973, en Chile América, 25-26-27, noviembre-diciembre de 1976- enero 1977, Roma, p. 26

15    Ibid. p.27

16    Fernando Mires, Die Militär und die Macht, Berlin 1975, p.11

17    Almino Alfonso, Sindicato campesino, agente de cambio, en Cuadernos de la Realidad Nacioal,septiembre de 1970, p.49

18    Maunel Castells, La lucha de clases en Chile, Buenos Aires,1975, p. 241-242

19    Fernando Mires, die Militärs ….. p.11

20    Ibid, p.11

21    Ibid, p.15

22    Ibid, p.17

23    Ibidem

24    Ibidem

25    Ibidem

26    Joan Garcés, Allende et la experience chilienne, París 1976, p. 65

27    Sobre las implicaciones de la derecha en el complot véase Florencia Varas, Conversaciones con el general Viaux, Santiago 1972

28    Una muestra de lo que aprendieron los conspiradores extranjeros se encuentra en los documentos del periodista norteamericano J. Anderson Los documentos secretos de la ITT y la república de Chile, Santiago de Chile, 1972

29    Política y Espíritu, Santiago, mayo de 1972, p. 12. La misma táctica fue después reformulada por el autor en su folleto El Paro Nacional, Santiago 1972, p.47

30    Armando Uribe, Le livre noir de l´intervention au Chile, París 1974, p. 65

31    Philip, J. O`Brieny Jakie Roddik: the state and revolution, Nueva Yotk 1977, p.239

32    Fernando Mires, del Frente Popular … p. 37

33    Alain Touraine, Las sociedades dependientes: ensayo sobre América Latina, México, Siglo XXl, 1978, p. 232. Del mismo autor Vie et mort du Chili populaire, París 1973, p.194.

34    Luis Corvalán, Camino de Victoria, Santiago 1971, p.205

35    Acerca del tema véase Tomás Moulian, Evolución Histórica de la Izquierda Chilena, Chantilly 1982

36    Tal tesis fue sustentada por Joan E. Garcés, Revolución Congreso y Constitución. El caso Tohá, Santiago 1972.

37    Fernando Mires, Die Militärs ….op. Cit. p. 75

38    Salvador Allende, op.cit. p. 163. Acerca del programa de la UP véase, Manuel Castells, op. cit., pp.147-222. Sergio Ramos, Chile: una economía de transición, La Habana, 1972. Héctor Vega Tapia, Lèconomie du populisme et le project de passage au socialelisme proposé, par l`Unite Populaire, Bruselas 1984. pp.384-417.

39     El gobierno popular no fracasó en el el plano económico sino en el político”. Pedro Vuscovic, Una Sola Lucha, México 1978, p. 85.

40    S. Allende, op. cit., 173

41    M. Castells, op. cit. p.83

42    “Los campesinos se tomaban los latifundios ellos mismos, sin esperar el apoyo de organizaciones externas, aunque a menudo eran apoyados por el MIR (Cristobal Kay, El reformismo Agrario y la Transición al Socialismo en América Latina, Medellín 1976, p.27. Acerca del tema, véase también Juan Carlos Marín, “Las Tomas” 1970-1972” en Marxismo y Revolución, Santiago, julio-septiembre de 1973, pp. 63-65.

43    Datos reunidos por Georg Simonis, Die Politik der Unidad Popular zwischen Partizipation und Herrschaftskrise en Peripherie N. 1., junio de 1980 pp. 36-52-

44    Acerca del tema, véase M. Castells, op. cit.

45    Fernando Mires, Die Militärs…. op. cit. p.77

46    Ibidem.

47    Ibidem

48    Fernando Mires, Chile: La Izquierda y el Estado Militar, en Subdesarrollo del Marxismo y Otros Ensayos, Quebec, Montreal 1984, pp 79-93

49    El Mercurio, Santiago de Chile, 10 de octubre de 1972.

50    Véase Isabel Turrent, La unión Soviética en América Latina: El caso de la Unidad Popular chilena 1970-1973, México, el Colegio de México, 1984.

51    Fernando Mires, Die Militärs, op. cit, p.85

52    Alex Nove, The political economy of the Allende regime. Phillip 0`Brien (compl Allende`s Chile, Nueva York 1976, p.66.

53    Acerca del tema,véase Klaus Meschkat, Neue Organisationsformen der chilenischen Arbeiterklasse während der Unidad Popular Chile Nachrichten, 2, (número especial) West Berlín, junio de 1974. Véase también Monica Threfall, Shangtown Dwellers and people`s power en Phillip O`Brien, op. Cit 196-191.

54    F. Mires, die Militärs, op. cit. 88

55    La tesis de la “ingenuidad” de Allende que entre otros formula Paul Sweezy en: Chile the question of power, Nueva York 1974, p. 15, esuna de las más difíciles de aceptar.

56    F. Mires, Die Militärs ….. op. cit 91

57    El Merccurio, 27 de diciembre de 1972.

58    El Mercurio, 28 de diciembre de 1972.

59    Para un análisis de las elecciones durante el gobierno de Allende, véase Jaime Ruiz Tagle, Chile: Politische Macht und Übergang zum Sozialismus, Bonn- Bad Godesberg, 1974 pp.104-105.

60    El Mercurio, 4 de abril de 1973

61    F. Mires, Die Militärs…, op cit. p. 120.

62    El Mercurio, 16 de julio de 1973

63    Ibidem.

64    Patria y Libertad, junio de 1973.

65    La Segunda, 15 de junio de 1973.

66    La Tribuna, 23 de junio de 1973

67    El Mercurio, 27 de junio de 1973.

68    J. Garcés, op.cit. p.22

69    William Colby, director de la CIA declaraba que en agosto de 1973 fueron enviados a Chile un millón de dólares, véase J. Garcés, op. cit. 223

70    Robinson Rojas “Estos mataron a Allende”, Barcelona 1974, p.122.

71    El Mercurio, 6 de julio de 1972.

72    Araya Peters iba a ser pronto ascendido por lo que Allende habría pasado a contar con un hombre de confianza en el interior de la armada; véase R. Rojas, op. cit. p. 22

73    El Mercurio, 17 de agosto de 1973.

74    Chile Hoy, número 74, 1973.

75    Acera de más detalles, veáse R. Rojas, op.cit. p. 27. J. Garcés, op. cit p. 27.

76    J. Garcés, op. cit. p. 28

77    Similar reflexión en J. Ruiz Tagle, op. cit. p.33

78    Chile Hoy, número 62, 1973.

79    Revista Hoy, 4-10. de agosto de 1986.

80    Hannah Arendt, Mentira y Verdad en la Política, Madrid 2017

81     Al finalizar este ensayo doy las gracias a mi esposa Norma. Ella sabe por qué.