Durante muchos años, tanto antes de la era de los autoritarismos sudamericanos de la década del 70 como después de iniciadas las transiciones a la democracia en los 90 (la así llamada tercera ola de la democratización según Huntington), Chile llegó a ser reconocido -junto a Uruguay- como la joya del continente (un calificativo que se declinó como los “ingleses” o los “suizos” de esta zona del sur global). Razones no faltaban: estabilidad democrática medida en décadas, sistema de partidos con alta penetración nacional y legitimado, apego a las reglas del pluralismo y del juego democrático, a lo que se sumaron (una vez iniciada la transición a la democracia en 1990) elogios a la capacidad de negociación de las élites chilenas. Pero, así como había buenas razones para elogiar el estado de la democracia antes del golpe de Estado de 1973 en Chile en perspectiva de historia larga, también había malas razones y olvidos inducidos por una verdadera mitología.
¿La estabilidad democrática chilena? Sí, aunque hasta cierto punto y siempre y cuando no se olvide que hubo un golpe de Estado en 1927, un levantamiento militar en las postrimerías del gobierno de Eduardo Frei Montalva en 1969 (el así llamado tacnazo), una prohibición artera mediante una ley maldita del Partido Comunista durante una década (lo que se tradujo en la cancelación de su inscripción legal durante el gobierno de Gabriel González Videla, una especie de macartismo blando que supuso pérdidas de cargos y persecución a connotados militantes, como por ejemplo al poeta y posterior Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda).
En cuanto a la transición a la democracia iniciada en 1990, es cierto que estuvo marcada por lógicas de negociación entre élites, pero cuya condición institucional de posibilidad fue una Constitución en absoluto admirable (fue promulgada a comienzos de los 80, es decir, en plena dictadura militar), repleta de amarres, con tutela militar por varios años (con manifestaciones abiertas de descontento castrense en varias ocasiones, como por ejemplo en el ejercicio de enlace de 1990 y el boinazo en 1993, dos episodios de alta tensión con el poder civil), con la permanencia y protagonismo del ex dictador Augusto Pinochet en calidad de comandante en jefe del Ejército hasta 1998, a lo que se suma una deliberada política de desmovilización de la sociedad por parte del gobierno de Patricio Aylwin con el fin de encarar mediante negociaciones el complejo proceso de transición a una democracia sin tener que rendir cuentas a la sociedad civil. Así las cosas, ni la excepcionalidad chilena de antes de 1973 ni el elogio hacia su propia transición hecha de negociaciones asimétricas deben hacer olvidar el carácter de mito tanto de la vieja democracia como de su posterior democracia limitada por mucho tiempo.
Sin embargo, a pesar de los reparos a estos mitos, las instituciones públicas chilenas de antes del golpe gozaban de prestigio y potencia, al lograr organizar luchas democráticas con resultados reconocidos por todos en un tiempo en el que se radicalizaban los partidos de izquierda, emergían movimientos de extrema-izquierda y se endurecían tanto la derecha política como económica, en un clima de creciente polarización de la sociedad.
Pues bien, nada de lo que aquí he dicho se compara con la degradación de las instituciones democráticas chilenas que presenciamos cada día, en vivo y en directo, aunque sin polarización de la sociedad de por miedo (pero sí de las élites políticas). A decir verdad, no es en el 2023 en donde hay que encontrar el origen del deterioro democrático, tampoco en 1990 (dado que en ese año se iniciaba un periodo de democracia asimétrica y limitada), sino que en algún momento entre estas dos fechas. Es probable que en el origen del deterioro haya jugado un rol el paquete de reformas constitucionales de 2005, o tal vez la reforma electoral de 2015 que deja definitivamente atrás al sistema binominal (una reforma que permitió incorporar a fuerzas que hasta entonces no lograban acceder a escaños parlamentarios, revirtiendo esa lógica de exclusión en beneficio de su perfecto antónimo: una inclusión radical que desembocó en una forma extrema de fragmentación, especialmente de la Cámara de Diputados, hoy conformada por 21 partidos -muchos de ellos hidropónicos, sin raíces en la sociedad- y 39 diputados independientes, toda una anomalía.
La degradación institucional de la que estoy hablando se expresa en una infinidad de indicadores: altísima fragmentación de la cámara baja; desplome de la confianza en los tres poderes del Estado y en los partidos políticos; pérdida de prestigio de la institución presidencial a continuación de escándalos del entorno familiar de la jefa de Estado en 2015, usos chabacanos del cargo por el presidente Piñera en sus dos administraciones, pero también formas defectuosas de apropiación del puesto por el presidente Boric (por ejemplo en relaciones exteriores). Un fenómeno que también se observa en usos impropios de la presidencia en otras latitudes (la omnipresidencia de Nicolas Sarkozy entre 2007 y 2012 y de François Hollande entre 2012 y 2017.
No puede entonces sorprender que, dada la inclusión de demasiados nuevos partidos gracias a la reforma del binominal en 2015, la capacidad de coordinación entre partidos aliados (de izquierdas y derechas) haya declinado, así como la calidad de las relaciones entre gobierno y oposición desde 2017: si el Gobierno del presidente Piñera en su segunda administración tuvo que enfrentar nueve acusaciones constitucionales (siete en contra de ministros de su gabinete y dos en contra del propio jefe de Estado), el balance del actual Gobierno es equivalente (cuatro acusaciones constitucionales a ministros a un año y medio de iniciada la presidencia de Gabriel Boric). ¿Cómo no ver que en la multiplicación de acusaciones constitucionales (pero también de interpelaciones payasescas de origen parlamentario) que lo que se degrada es el prestigio de las instituciones democráticas y sus mecanismos, el significado de lo que deliberar quiere decir y el apego de los chilenos a la democracia?
No es una casualidad si varias encuestas, la última Cadem de junio de este año, muestran sorprendentes empates estadísticos en la baja valoración de los gobiernos de Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000: 29% de aprobación), de Ricardo Lagos (2000-2006: 26% de aprobación) y del mismísimo dictador Pinochet (1973-1990: con 27% de aprobación por los chilenos de hoy, lo que viene a alimentar la coyuntura revisionista por la que atraviesa Chile. De modo aun más preocupante, la encuesta MORI de mayo de 2023 mostró una revalorización de la dictadura de Pinochet: el 36% de los chilenos de hoy (¡el doble de la medición de 2013!) sostiene que el golpe de Estado de 1973 fue una liberación del marxismo, en donde una idéntica proporción de chilenos opina que los militares tuvieron razón en derrocar al presidente Salvador Allende. No puede entonces sorprender que el 19% de los encuestados por el Centro de Estudios Públicos entre los meses de noviembre y diciembre de 2022 sostenga que “en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a un gobierno democrático” y que un 25% asegure que “a la gente como uno, le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario”.
Sin duda, el cuadro se mueve entre lo preocupante y lo inquietante. Chile se encuentra enfrentando un segundo proceso de cambio constitucional, el que bien podría servir para corregir ciertas instituciones y mecanismos (como por ejemplo las acusaciones constitucionales, algo que se encuentra presente en la propuesta de nueva carta fundamental que fuese elaborada por el comité de expertos). Para que esto pueda ocurrir, la llave del éxito o del fracaso se encuentra en las manos de un Consejo Constitucional compuesto por 50 consejeros electos, un cuerpo redactor hegemonizado por un partido primo-hermano de Vox, el Partido Republicano, al que se suman los consejeros de los partidos de la derecha tradicional parta conformar una cómoda mayoría. Si este órgano repite la conducta bochornosa de la primera Convención Constitucional -hegemonizada por independientes de izquierda vinculados a movimientos sociales y a una Lista del Pueblo que implosionó en varios colectivos durante el proceso-, el resultado bien podría ser un segundo rechazo a una propuesta de nueva Constitución que será plebiscitada en diciembre de 2023. Pero el resultado no será un empate (del tipo tu fracaso contra mi fracaso), sino una derrota de magnitudes históricas para todas las izquierdas: de no haber nueva Constitución, pues bien, Chile continuará con la carta fundamental cuyo origen es la dictadura de Pinochet, allá por 1980. Es decir, una renovada expresión de asimetrías, en este caso por defecto. (El País)
Alfredo Joignant es sociólogo y cientista político chileno