Otra de las consecuencias de la grave crisis social que afectó al mundo griego durante el siglo VII a.C. fue el surgimiento de los llamados “mercenarios”, hombres que, a cambio de un sueldo (merces en latín) o de un botín, prestaban servicios militares en apoyo de algún rey o de un tirano. La cosa era original, por no decir inaudita. Hasta entonces, los súbditos luchaban a las órdenes de su rey, como se ve claramente en los poemas homéricos. Después, ya en democracia, cada ciudadano era un soldado (hoplita) en defensa de su propia ciudad, al punto de que cada quien asumía el costo de su equipamiento militar. Pero que una persona se empleara en defensa de otro caudillo o de otro pueblo por un sueldo era una idea novedosa, y hasta cierto punto difícil de asimilar.
Durante los siglos VIII y VII, la sobrepoblación del mundo griego, unida a la consecuente falta de tierras, en un entorno geográfico árido y montañoso compuesto mayoritariamente por profundos valles y pequeñas islas, ocasionó una grave crisis económica y social que condujo a importantes cambios en la sociedad. En lo social, las ciudades se abocaron a la fundación de colonias, las llamadas apoikías (“lejos del hogar”), en busca de nuevas tierras, más allá del Egeo, a lo largo del Mediterráneo y el Mar Negro. Merece la pena detenerse un poco en el carácter de las apoikías. Se trataba de bases comerciales cuyo interés radicaba en el intercambio y la explotación agrícola, no en la dominación. No se trataba de conquistar, sino de producir y comerciar. Por lo demás, las apoikías reproducían la organización institucional de sus metrópolis y, desde luego, mantenían una relación especial con ellas, pero también conservaban un alto grado de autonomía política. La helenización de Sicilia y el sur de Italia, o de Crimea en el Mar Negro, responden a este fenómeno migratorio. Pero también más allá. Ampurias en Cataluña y Marsella al sur de Francia nacieron, por ejemplo, de este tipo de colonias.
En lo político, la crisis del siglo VII precipitó el colapso del viejo orden micénico, tal y como se describe en los poemas homéricos, pero también el surgimiento de una nueva forma de régimen político: las tiranías. En general, se trataba de líderes locales, los demagógoi (“conductores del pueblo”), que aprovechaban el descontento y llegaban al poder con el apoyo popular. Durante los siglos VII y VI a.C., pero también después, la inestabilidad política afectó la mayor parte de los viejos reinos micénicos, acabando con el poder de las aristocracias y sustituyendo a los reyes por estos líderes locales. Así pues, las tiranías, como el mercenariato, surgen al mismo tiempo como consecuencia de una misma circunstancia sociohistórica.
Aquellos que no deseaban emigrar a alguna de las colonias y convertirse en apoikétês, podían convertirse en epikoúroi (“tropa de apoyo”, “soldados especiales”, “mercenarios”), y alistarse a las órdenes de algún tirano, sátrapa o rey que requiriera sus servicios. Y como también la colonización, el mercenariato pronto se convirtió en un fenómeno expandido por todo el Mediterráneo oriental. Arquíloco de Paros, poeta que vivió en el siglo VII a.C., participó en la colonización de la isla de Naxos y también fue mercenario. A él se atribuyen estos versos (fr. 2 Diehl):
De mi lanza depende el pan que como,
de mi lanza el vino de Ismaro.
Apoyado en mi lanza bebo.
Sin embargo los primeros contingentes de epikoúroi enviados fuera del ámbito griego fueron los que intervinieron en las luchas de las satrapías jónicas contra el imperio aqueménida. Fueron enviados por Licón de Atenas en apoyo de Pisutnes de Sardes, quien se reveló contra Darío II en el 420 a.C. Pero no siempre los griegos lucharon contra los persas, sino que a veces también junto a ellos. En la Anábasis, Jenofonte cuenta la suerte de los mercenarios griegos, “los diez mil”, a las órdenes de Ciro II, y cómo éstos quedaron vagando a través de Anatolia por quince meses, después de la derrota del emperador persa en la batalla de Cunaxa, en el 401 a.C.
Sin duda los mercenarios constituyeron una fuerza temida, pero también odiada y despreciada. Plutarco, en la Vida de Timoleón (30, 6-8), cuenta que, cuando los siracusanos quisieron librarse de la tiranía, pidieron auxilio a su antigua metrópolis, Corinto. Entonces los corintios designaron al general Timoleón al mando de una tropa de mercenarios, la cual incluía un contingente que tiempo atrás había saqueado el santuario de Delfos. La tropa fue masacrada, y lejos de resentirlo como pérdida, los corintios consideraron que se trataba de un justo castigo por las sacrílegas acciones realizadas por ella en el pasado.
Si el oficio tuvo origen al final del período micénico, encontró un impulso definitivo al final de la Guerra del Peloponeso, cuando miles de soldados fueron desmovilizados, quedándose sin su fuente de sustento. Entonces los mercenarios prácticamente constituían una clase social, así como un estilo de vida. De nuevo es Plutarco (Vida de Paulo Emilio, 12, 4) quien cuenta que, cuando los romanos comenzaron la invasión de Macedonia en el siglo II a.C., el rey Perseo contrató una fuerza de mercenarios para su defensa. Dice Plutarco que “se presentaron 10.000 jinetes y 10.000 infantes, gentes que no sabían cultivar la tierra, ni navegar ni vivir de la ganadería, y que no ejercían más que un solo trabajo y oficio, que era combatir sin cesar y vencer a los enemigos”.
En realidad los mercenarios tenían que estar dispuestos a cualquier cosa a cambio de su paga, el misthós (en griego a los mercenarios les llamaban misthóphoroi). El misthós se establecía al momento del contrato y variaba según las circunstancias, aunque sabemos que “los diez mil” mandados por Jenofonte recibían un “dárico” mensual. El dárico fue una moneda de oro de curso legal establecida por Darío en el imperio aqueménida. Pesaba unos 8,4 gramos y equivalía a unos 25 dracmas de plata atenienses. Sabemos también que esta paga se mantuvo prácticamente invariable a lo largo del siglo IV a.C.
Desde luego, la paga se completaba con el reparto de los botines de guerra, que eran repartidos por el general y que seguramente constituían el mayor atractivo para los mercenarios. La décima parte de ese botín se reservaba para los dioses, como muestra de gratitud por haber otorgado la victoria. Así cuenta Heródoto (VIII 121-122) que hicieron los griegos después de la batalla de Salamina, “enviando las primicias a Delfos”. Una segunda parte se reservaba a los generales y a la ciudad, para reponer los gastos de la guerra, y finalmente el resto del botín se repartía de forma equitativa entre los mercenarios.
No solo los griegos se alistaban en ejércitos bárbaros, sino que había bárbaros a las órdenes de caudillos griegos. En realidad se trata de una distinción vana para esta suerte de ejércitos no nacionales. En efecto, uno de los problemas irresolubles del mercenariato fue siempre la cuestión de la lealtad, pues los soldados estan sujetos a las anónimas e irresistibles fuerzas de la oferta laboral. Sabemos que, durante la tiranía de Pisístrato en Atenas (560-527 a.C.), el tirano contrató una fuerza de arqueros escitas, en principio con el propósito de apoyar al ejército regular de hoplitas de la ciudad. En realidad, estos arqueros desempeñaban labores de mantenimiento del orden público y, con toda seguridad, también de represión. Pues bien, estos mismos arqueros escitas aparecerán poco después, según Herodoto (VII 64), como parte de las fuerzas al servicio de Jerjes II, cuando intentó invadir Grecia en el 480 a.C. En realidad poco importaba para quién se luchara, siempre que la paga fuese buena.
En el diálogo Hierón o acerca de la tiranía de Jenofonte, Hierón, el tirano de Siracusa, se queja de no poder confiar en la guardia de mercenarios que había contratado para que lo protegiera, pues éstos lo hacían por dinero y no por verdadera lealtad. Hierón sabe que a ellos “por matar a un tirano les es posible ganar en poco tiempo mucho más que todo el dinero que pueden ganar por protegerlo en un largo período” (Jen. Hier. V 11). Hierón había entendido que lo que se compra se vende.