Mariano Nava Contreras - EPICÚREO Y EL IDEAL DEL SABIO

 

El epicureísmo estuvo asociado desde sus primeros momentos al retiro hedonista y a la irresponsable renuncia de todo compromiso político, lo que a la mentalidad griega de la época resultaba de un egoísmo repugnante, una inaceptable alienación de la misma naturaleza humana. En efecto, las palabras de Aristóteles, aquello del “animal político”, ánthrôpon zôon (Pol. 1332 b), no era un simple tremendismo (impropio de Aristóteles, por demás), sino la expresión de una idea bien arraigada entre los antiguos griegos. Por el contrario, Epicuro quiso fundar su Jardín a las afueras de Atenas, más retirado aún que la Academia de Platón, lejos del bullicio y las turbulencias políticas del ágora, donde gustaban reunirse los estoicos, por ejemplo. Esto marcó desde el comienzo una oposición fundamental.

La doctrina política de Epicuro mereció una repulsa que llegó a conocer el mismo filósofo, quien dedicó numerosos lugares de su obra a aclarar el sentido de sus palabras y alejarlas de la malevolencia de sus adversarios, que no eran pocos y sí muy virulentos. Mientras tanto, el estoicismo permaneció, en la medida de lo posible, no solo vinculado a la reflexión, sino también a la responsabilidad social y a la praxis política. Desde el comienzo, se ve bien, pues, quiénes eran los chicos malos y quiénes eran los buenos. Sin embargo, hay aquí una profunda injusticia. Contrariamente a lo que se piensa, Epicuro no se retrajo completamente de la vida ciudadana, y no es aventurado afirmar que sus prédicas parecían más unas “directivas para alcanzar el sosiego”, como dice Long, que una “denuncia revolucionaria de la sociedad contemporánea”. Es lo que podemos sacar de las palabras de Diógenes Laercio (X 6), quien en su breve biografía señala que el filósofo “por exceso de moderación se abstuvo de la política”.

En su caracterización del ideal del sabio, tanto estoicos como epicúreos tomaron de la tradición griega los elementos que distinguen al sabio del hombre común, ambos tuvieron su forma particular de insertarlos en el contexto de su sistema de pensamiento. Para Anthony Long (Hellenistic Philosophy, 1974), es correcto que Epicuro sea tenido ante todo como un filósofo moralista. En este sentido, Norman de Witt (Epicurus and his Philosophy, 1954) no ha dudado en considerar al epicureísmo como “la única filosofía misionera producida por los griegos”. Sin embargo, más exacto resulta entender la filosofía de Epicuro como un equilibrio entre el pensamiento de un moralista, un predicador y un filósofo académico, en el sentido de que ofrece un sistema propiamente filosófico. 

Muchos de los fragmentos conservados de Epicuro revelan un ideal de sabio alejado de los caracteres del hombre común. Como nota Philip Mitsis (Epicuru’s Ethical Theory, 1988), resaltan en esos fragmentos el autocontrol y, lo que a algunos resultaría difícil de creer, la sobriedad, pero sobre todo una gran fe en los poderes del lógos, la razón, para la superación de las contingencias de la vida cotidiana. Fe en la razón, aunque parezca paradójico. En realidad, Epicuro se inscribe en una tradición de larga raigambre en el pensamiento griego, y que se va a convertir en un problema central de la ética helenística: el de la superioridad y la invulnerabilidad del sabio. Así lo cuenta Diógenes Laercio:

(Dice que) no está al alcance de cualquier disposición corporal, ni de cualquier raza, el volverse sabio. Incluso en medio de la tortura el sabio es feliz. Solo el sabio puede conservar un recuerdo agradecido, de manera que puede vivir continuamente con la memoria de sus seres queridos, tanto de los presentes como de los ausentes (X 117-118).

Una de las formas de predicar de Epicuro fue a través de si propio ejemplo, lo que le ganó la admiración de sus propios conciudadanos. Su crítica del lujo no se funda en ninguna desaprobación puritana. A través de los datos existentes es posible reconstruir en cierta medida la vida al interior de la comunidad epicúrea, y percatarnos de que sus moradores efectivamente practicaron lo que predicaban. Así lo cuenta Diógenes Laercio:

Diocles, en el tercer libro del Sumario, dice que (los epicúreos) llevaban una vida frugalísima y simplísima, y que se contentaban con un poquito de vino, pero que en general su bebida era el agua. Epicuro no pensaba que los bienes debían ser puestos en común, como Pitágoras, que decía que los bienes de los amigos son comunes, lo que es propio de gente que no se fía, y donde hay desconfianza no hay amistad. Epicuro decía en sus cartas que solo con agua y un poco de pan de trigo le bastaba (X 11).

Por lo demás, se sabe que Gorgias el sofista llegó a cobrar cien minas por uno de sus cursos (una mina ateniense de plata correspondía a cien dracmas), lo que equivalía al costo de una casa. Epicuro, por el contrario, compró con su dinero el Jardín, que le costó ochenta minas, en cuya casa vivían gratuitamente sus discípulos.

Quizás después de Pitágoras, Epicuro fue el único filósofo que realmente inventó un nuevo modo de vida, construyendo, al tiempo que una filosofía, una idea de comunidad que se presenta en relación crítica y polémica con la sociedad vigente y sus valores. En este sentido, hay que afirmar que su filosofía moral y política es impensable sin este referente primero que es la comunidad epicúrea, propia y particular. A diferencia de los estoicos, los epicúreos prefirieron alejarse de los estímulos externos y buscar sus respuestas en sí mismos, en el análisis minucioso de cuanto sentían y percibían. Despreciaron el contacto con los apetitos que esclavizan al hombre y lo enajenan de su esencia, y buscaron la respuesta a la felicidad humana en los pequeños placeres cotidianos que proporcionan los propios sentidos, en el análisis minucioso y la exaltación de esos pequeños estímulos, con la certeza de que ellos constituyen en sí mismos la clave para una vida verdaderamente feliz. Así, fueron configurando un ideal de sabio cuyos más lejanos precedentes se remontan al héroe homérico, y cuya influencia se proyecta al modelo del santo y del asceta cristiano.