Una sombra se cierne sobre la democracia: el iliberalismo. El término lo inventó en 2010 Viktor Orbán, jefe del Gobierno húngaro, para designar, según él de forma positiva, una evolución de las instituciones democráticas. El engañoso argumento de Orbán es que la victoria de la mayoría en las naciones democráticas no permite a esta aplicar todo su programa. Según el primer ministro húngaro, la Constitución, la independencia judicial, la libertad de prensa y las reglas de la Unión Europea encierran a los gobiernos mayoritarios en un corsé ineludible. En consecuencia, la mayoría, aunque sea mayoritaria, no puede cumplir todas sus promesas electorales y solo puede aplicar parcialmente su programa; por tanto, la mayoría sería traicionada.
Por esta razón, el vicio de nuestras democracias sería ser demasiado liberales a la hora de garantizar derechos adquiridos e inalienables a las minorías, en particular a través de la Justicia, Europa y los medios de comunicación. De seguir a Orbán, una victoria de la mayoría debería permitir aplicar todo su programa, su ideología; la solución para lograrlo sería eliminar todos los obstáculos institucionales, pasar de la democracia liberal, la nuestra en Europa y Estados Unidos, a la democracia iliberal.
Este razonamiento podrá seducir a las mentes débiles que tienen poca memoria. Porque el argumento de Orbán es el de Adolf Hitler en 1933: en la Alemania nazi, se votó, pero solo una vez. Después, Hitler se consideró legitimado para aplicar todo su programa, ya que tenía la mayoría. Orbán no es Hitler, pero este precedente merece permanecer en nuestra mente: lo que hace la democracia no son unas elecciones.
La democracia no se define por el derecho absoluto de la mayoría, provisional por definición, sino por los derechos intangibles de las minorías garantizados por la Constitución. En la más antigua de nuestras democracias, Gran Bretaña, el líder de la oposición tiene un estatus que garantiza los derechos de las minorías y que lo designa de antemano como probable jefe de un futuro Gobierno; ninguna mayoría es duradera, salvo en las dictaduras.
Lamentablemente, debemos recordar este hecho evidente: la democracia es liberal o no es democrática. Porque el tema del iliberalismo avanza peligrosamente en el mundo occidental, desde Orbán hasta Trump, pasando por el Gobierno polaco, la India de Modi y la Turquía de Erdogan. Todos ellos, una vez elegidos, no han cesado de erosionar o demoler todas las garantías de las minorías. Lo consiguen con más o menos éxito según el arraigo de la democracia. Cuando es reciente, como en el caso de Polonia, Hungría, India y Turquía, es más fácil destruir las instituciones. En Estados Unidos, donde el poder federal ha estado limitado desde el principio por una Constitución casi sagrada y por el federalismo, a un presidente con tendencias dictatoriales le costaría mucho imponer su ideología, aunque sea mayoritaria. España se ha salvado por los pelos, ya que las recientes elecciones han barrido a los autonomistas que, una vez en el poder, habrían impuesto su 'mayoría' a las minorías locales. ¿Cómo y por qué avanza ahora el iliberalismo?
Todos estos iliberalismos, además de su deliberado desconocimiento de lo que es una democracia, de lo que es una Constitución, se basan en una exaltación de la identidad nacional, étnica y religiosa. Su mayoría, más que una mayoría, es la expresión auténtica de la verdadera nación. Así, en Polonia, el partido en el poder, Ley y Justicia, niega a los que no son católicos fundamentalistas la condición de verdaderos 'polacos'. En Turquía, los kurdos, los no suníes, los laicos, los ateos, no son, según Erdogan, verdaderos turcos. Por lo tanto, no tienen derechos y son vistos como traidores en potencia a la verdadera nación. En India, Modi margina a todos los que no comparten su singular interpretación del hinduismo que es, en realidad, una colección de cultos que varían de un templo a otro. Las víctimas de esta interpretación son concretamente, por exclusión, los musulmanes.
En Estados Unidos, según los iliberales trumpistas, los únicos estadounidenses dignos de ese nombre son los varones blancos viriles y las mujeres que les son sumisas; todos los demás, negros, ateos, feministas, transexuales, son parásitos. Sin duda, esta obsesión por la identidad, redefinida de forma demagógica, se encuentra ahora en todos los movimientos iliberales porque el mundo está cambiando y cambia rápidamente. Los pueblos se mezclan, la globalización nivela viejas identidades, las costumbres se diversifican. Entendemos la emoción de quienes preferirían que nada cambie y se aferran a un mundo perdido, generalmente idealizado; el pasado ficticio, mítico, es la utopía de los iliberales.
Corresponde a los liberales definir mejor y dar a conocer, con elocuencia, un elogio de este mundo cambiante, un elogio de la diversidad y un elogio del progreso. Aguzo el oído: oigo los desvaríos de los iliberales tanto más claramente porque su mensaje es simplista. Aguzo el oído: oigo la cacofonía de los liberales, cuyo mensaje es frágil por su complejidad. Sin duda ser liberal es ser complejo, porque los iliberales no nos escuchan en absoluto, mientras que los liberales escuchan a todos. Esta capacidad de escuchar y respetar a los demás es nuestra fortaleza moral y, a veces, nuestra debilidad política. (ABC)