H.C.F. Mansilla - Hay que rescatar el liberalismo democrático de las garras del neo-liberalismo

 


   En los últimos tiempos han surgido en América Latina varios intentos para instaurar una nueva derecha en una escena política que cada día se vuelve más compleja e imprevisible. En lo referente a la economía y el comercio, estos movimientos se muestran partidarios de la libre empresa y de reducir a un mínimo el rol económico del Estado. De una manera algo parcial y confusa, estas tendencias se declaran partidarias del neoliberalismo. Los partidarios de la nueva derecha, sin embargo, no comparten los principios liberales en los campos de la política, la vida institucional y la cultura. Algunos de los líderes más conocidos de esta línea, como Jair Bolsonaro en el Brasil o Javier Milei en la Argentina, son negacionistas del cambio climático, exhiben poco aprecio por los derechos humanos y los derechos de terceros, apelan a las emociones y los instintos colectivos y consideran que es útil acercarse a las prácticas deleznables del populismo tradicional. Todo esto puede resultar adecuado para ganar adeptos juveniles, generalmente mal informados, pero no constituye un buen comienzo para un renacimiento liberal que sea concebido en el largo plazo para una sociedad razonable.


   Algunos pensadores de esta línea suponen que hay que proclamar “con orgullo” y abiertamente su pertenencia a derecha, porque el público elector premiaría la sinceridad y la valentía de los nuevos conservadores. Los partidarios de la nueva derecha descubren ahora los “méritos” de los famosos oradores del populismo, puesto que las masas aprecian ante todo una retórica tradicional dramática, conmovedora y altisonante. Hay que recordar que los grandes caudillos de la extrema derecha, como Hitler y Mussolini, sabían cómo encandilar a un dilatado público, lo que facilitó el advenimiento de regímenes fascistas de triste memoria.


   Lo que está en juego es algo más que aspectos de estrategia y táctica electorales. Los partidarios de la nueva derecha olvidan sintomáticamente los elementos negativos y hasta destructivos que produjo el orden neoliberal en las últimas décadas. El triunfo electoral de los partidos populistas de izquierda se produjo precisamente porque los gobiernos neoliberales dejaron en las masas populares la sensación de fracaso y desilusión, corrupción y mediocridad, como pasó en Bolivia después del periodo 1985-2005. Los neoliberales impulsaron o, por lo menos, toleraron la manipulación de la consciencia colectiva mediante la propaganda incesante de los medios masivos de comunicación, la expansión de redes mafiosas en el plano económico, la declinación de los principios éticos, la decadencia de la estética pública y la destrucción acelerada de importantes ecosistemas, como el bosque tropical. En Bolivia algunas privatizaciones de empresas estatales – como los ferrocarriles y la línea aérea – terminaron en un auténtico fiasco.


   Aquí hay que mencionar el vínculo entre las dos grandes corrientes de moda. En la esfera de la cultura el neoliberalismo y el postmodernismo, que comparten muchos elementos, contribuyeron a diluir la idea del bien común. Ambas tendencias han insistido en que no existe ninguna regla para determinar de manera axiomática lo que es bueno y lo que es malo; no habría, por ejemplo, ninguna manera de determinar objetivamente lo que es la justicia. Lo justo sería lo que prescribe la ley positiva que está casualmente en vigencia, independientemente de su contenido, es decir: la decisión contingente y temporal, fruto de un compromiso político aleatorio. Esta separación entre ética y política y el rechazo concomitante del derecho natural y de la vigencia de los derechos humanos, jamás fueron aceptados por los grandes pensadores liberales, como Adam Smith, John Locke, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Karl R. Popper y Ralf Dahrendorf. En contra de lo sostenido por neoliberales y postmodernistas, no podemos renunciar a reflexiones y a planteamientos éticos de relevancia práctica. 


   La visión neoliberal olvida que el mercado únicamente puede aprehender necesidades y desenvolvimientos actuales y no la situación en un futuro a largo plazo. Los derechos de la naturaleza propiamente dicha y de las generaciones futuras quedan fuera de todo cálculo mercantil, por más sutil que este sea. Por lo demás, el neoliberalismo no concibe ciudadanos, sino consumidores. La temática ambiental requiere, empero, de una discusión pública, racional, libre y altamente compleja, que solo se puede dar exitosamente entre ciudadanos bien informados y no entre consumidores con necesidades y caprichos de corto aliento. La situación del medio ambiente bajo regímenes neoliberales es un ejemplo que nos conduce a poner en duda la tesis postmodernista de la necesaria y saludable evaporación de toda concepción del bien común. 


   El mercado ha demostrado ser un excelente instrumento para solucionar problemas cuantitativos, pero resulta inoperante ante asuntos de orden cualitativo. El campo de la estética (incluyendo el arte y la literatura), el terreno del afecto, el amor y la solidaridad, el espacio de la ciencia, el área de la religión y la ética, el ámbito de la organización del Estado y la sociedad, la invulnerabilidad del individuo, la preservación del medio ambiente y la preocupación por la suerte de las generaciones posteriores, corresponden a aquellas actividades que no deberían ser sometidas a los vaivenes del mercado, a las inclinaciones contingentes de la moda o a las usanzas ideológicas del momento. 


   Como dijo Fernando Mires, “bajo la hegemonía del neoliberalismo se consuma una tendencia que venía anunciándose desde los años treinta, a saber: la autonomización del pensamiento económico por sobre todas las demás disciplinas del saber social”. El incremento infinito de la competitividad y la ilimitada competencia económico-comercial internacional son conceptos basados en falacias lógicas. Se trata de decursos que en sí mismos pueden resultar altamente autodestructivos en tiempos venideros. 


   Para los neoliberales y los postmodernistas la esfera de la ética sería una quimera; las grandes controversias ideológicas se reducirían a meros juegos lingüísticos; el derecho natural se revelaría como una ficción curiosa, los derechos humanos como una convención casual y el humanismo como una ilusión pasajera y una simple nostalgia restaurativa. La verdad se limitaría a ser lo que nos parece conveniente en un momento dado. Si tomamos en serio esta posición, arribaríamos a un nihilismo generalizado, a nuevas formas de patología social y a la destrucción de la genuina comunicación entre los mortales.


   Debemos, por ende, rescatar los elementos normativos del liberalismo clásico y de la democracia pluralista y aplicarlos a la conformación de una sociedad razonable. Los conceptos de verdad, libertad y justicia están inmersos en la estructura de la comunicación verbal intersubjetiva. La concepción de una idea razonable y aceptable del bien común no está desahuciada por la evolución de los últimos años. Así se podría mitigar, aunque sea en escala modesta, el malestar causado por la acción combinada del neoliberalismo y el postmodernismo. Hay que reconocer que uno de los mejores sistemas de gobierno en la historia ha sido el que prevaleció en Europa Occidental en la segunda mitad del siglo XX: una combinación de liberalismo con democracia ampliada y controles del Estado para lograr una cierta armonía social a largo plazo. Para este magno esfuerzo las corrientes liberales se unieron con la democracia cristiana, la socialdemocracia y los partidos verdes pro-ecológicos. Todavía podemos aprender algo de estas alianzas (como lo preconiza Esteban Burgoa en artículos de prensa), pues sería una muestra de arrogancia el negar todo valor a estas experiencias históricas.


   Una democracia que no se agote en una rotación ordenada de élites gobernantes ni en el espectáculo de controversias políticas reducidas a campañas publicitarias, requiere de ciudadanos emancipados: gente que no se hace dictar sus opiniones e inclinaciones ni por la autoridad de turno, ni por la moda del día y que puede contradecir y hasta ofrecer resistencia a la estulticia de los medios masivos de comunicación. Esta es la predisposición indispensable para resistir la nueva variante de un totalitarismo suave, ligero, persuasivo y tecnológicamente al día, que ya se ha instaurado en varios países del mundo. Después de todo, el sistema chino actual abarca algunos rasgos que son del agrado de la nueva derecha: liberalismo en la economía y el comercio, autoritarismo en la esfera política y nacionalismo en el campo de la cultura.