Es posible imaginar que las democracias avanzadas están entrando en una nueva fase política que, por brevedad, podríamos denominar 'pospopulista'. No tanto porque se haya agotado la ola populista sino, porque, por el contrario, se ha consolidado y se ha convertido en un elemento permanente de la escena política. De ser así, entonces es legítimo preguntarse qué cara tendrá un conservadurismo pospopulista.
En los últimos años se han escrito bibliotecas enteras sobre el populismo, 20.000 obras solo en 2020. En realidad, bajo esa etiqueta se han agrupado fenómenos políticos muy heterogéneos, cuyo único elemento en común verdadero era su origen: surgieron como reacción a la aceleración exponencial y a la imposibilidad cada vez mayor de controlar los procesos de integración del planeta. En resumidas cuentas, los movimientos de protesta que hemos denominado populistas representaron una respuesta a la globalización y a la ideología globalista que alcanzó su cénit durante la década de 1990.
La reacción contra la globalización ha tenido un aspecto sociológico y otro antropológico. Por un lado, surgió de la nueva división de clases creada por los procesos de globalización. Por otro lado, se ha vuelto contra la antropología simplificada de la globalización, una concepción del ser humano que ha puesto el énfasis en el sacrosanto deseo de autonomía individual, a costa, en cambio, de descuidar todas las demás «necesidades del alma humana» –por usar una expresión de Simone Weil–, igualmente sacrosantas. Tanto en su componente sociológico como, más aún, en su componente antropológico, la ola populista se ha traducido en una revuelta de lo pequeño contra lo grande, de lo concreto contra lo abstracto, de lo cercano contra lo lejano, del presente contra el futuro, del mundo vivido contra el mundo pensado.
Desde la Revolución Francesa, el progresismo ha representado la cultura de lo abstracto, del futuro y del mundo pensado. No es casualidad que la revuelta populista se haya expresado principalmente, aunque no exclusivamente, a través de fuerzas políticas situadas a la derecha. En la época del pospopulismo, los conservadores, por tanto, tienen una ventaja: son mucho más 'contemporáneos' que sus competidores. Sin embargo, esto no significa que el lado conservador no esté obligado también a reflexionar en profundidad. Aunque solo sea porque en el siglo XXI no queda mucho que conservar. En los últimos doscientos años, la modernidad, y de manera aún más acelerada y radical la modernidad tardía de los últimos cincuenta años, han corroído los valores en los que normalmente se asentaba el conservadurismo. Basta pensar en la más evidente de las tríadas conservadoras –Dios, patria y familia– y comprobar qué queda después de los procesos de secularización, deconstrucción de las identidades colectivas, globalización, desaparición de los lazos sociales y santificación de la autonomía individual: iglesias cada vez más vacías, soberanías cada vez más precarias, vidas sentimentales cada vez más sincopadas.
Las fuerzas políticas de la derecha moderada se dieron cuenta a tiempo de esta deriva y ya durante la década de 1980 comenzaron a modificar su perfil ideológico. En definitiva, una vez constatada la imposibilidad de frenar la marcha de la modernidad, los conservadores se subieron a ella, convencidos de que podían gobernarla desde dentro atenuando la llamada a los valores tradicionales y atribuyendo al mercado las tareas de legitimar el orden y las jerarquías sociales y disciplinar a los individuos. La operación funcionó, pero tuvo un precio: el mercado, instrumento revolucionario donde los haya, terminó por destruir lo poco que quedaba de las estructuras sociales y culturales tradicionales.
Cuando por fin se rebelaron contra las abstracciones de la modernidad tardía y la severidad de un capitalismo que ya no parecía cumplir la promesa del bienestar universal, en Italia y en otros contextos los votantes ya no pudieron volverse hacia los partidos de la derecha moderada. Y entonces empezaron a votar a las llamadas fuerzas políticas populistas. Estas, por su parte, han sido muy eficaces a la hora de representar la revuelta, pero luego no han sabido encauzarla en ninguna dirección políticamente constructiva. De este modo se ha configurado la situación en la que nos encontramos hoy: el conservadurismo prepopulista ha fracasado, y de su fracaso ha surgido la insurrección populista; esa insurrección ha entrado en las instituciones, pero no sabe de qué le sirve; y la derecha ahora se encuentra con que tiene que levantar un nuevo conservadurismo pospopulista sobre los escombros de esos dos fracasos.
Llegados a este punto, la tentación de volver al conservadurismo clásico es grande. Es el camino más fácil, el que requiere menos reflexión. Pero también es el más equivocado. Para la inmensa mayoría de los habitantes de las democracias avanzadas, Dios, patria y familia, después de haber sido aplastados por la modernidad tardía durante décadas, en la teoría y en la práctica, ahora pertenecen al mundo pensado, y no al mundo vivido. Son principios abstractos, residuos de un siglo XX cada vez más lejano. En cambio, el conservadurismo de nuestros días, al final de la insurrección populista, debe partir de la concreción. Y es precisamente esa insurrección la que le indica dónde buscar esa concreción.
El denominado populismo, como apuntábamos más arriba, representó un movimiento de revuelta contra la antropología del ciudadano global, eso que David Goodhart llamó 'anywhere', el individuo «de cualquier parte», desprovisto de raíces e identidades preestablecidas. El éxito electoral de las fuerzas populistas ha demostrado lo poco realista que era esa antropología. Lo inhumana que era, en definitiva, incapaz de satisfacer las necesidades, múltiples y contradictorias, del alma humana. El conservadurismo tiene ahora la oportunidad de forzar la realidad que ha revelado esa revuelta. De modo que debe ser pospopulista, no tanto porque llega después de la insurrección populista, sino sobre todo porque construye sobre ella, porque la utiliza como demostración histórica de la insuficiencia de la antropología del ciudadano global y, por consiguiente, de la posibilidad de una antropología alternativa capaz de limitar y contrarrestar el potencial destructivo de los procesos de integración mundial.
La derecha contemporánea debe trabajar en esa antropología alternativa con el objetivo de reconectar con el mundo vivido de los ciudadanos corrientes. Y para ello debe partir desde abajo y no de los valores de la tradición, que ya se han vuelto abstractos; debe preguntarse cuáles son las necesidades concretas de un ser humano del siglo XXI, aquí y ahora. Debe preguntarse qué es una buena vida, una vida completa y cómo la política puede ayudar a las personas a construirla. Después, a partir de ahí, si acaso, podrá volver a Dios, a la patria y a la familia, cuando haya devuelto esos principios al mundo vivido porque ha sido capaz de demostrar en la práctica que, sin ellos, no es posible una buena vida.
Giovanni Orsina es profesor de Historia Contemporánea en la Libera Università Internazionale degli Studi Sociali Guido Carli de Roma.
Este artículo se publicó originalmente en ABC.