Andrei Kolesnikov - LA VÍA RUSA AL TOTALITARISMO

 Título original: "El segundo frente de Putin"

Durante más de dos décadas, la gente común en la Rusia de Vladimir Putin podía contar con al menos un derecho fundamental: el derecho a permanecer pasivo. Mientras estuvieran dispuestos a hacer la vista gorda ante la corrupción en la cúpula y al gobierno interminable del régimen de Putin, no estaban obligados a demostrar un apoyo activo a ese gobierno. Lo que Rusia estaba haciendo en el mundo no tenía por qué preocuparles. Siempre que no interfirieran en los asuntos de la élite, eran libres de vivir sus vidas.

Pero desde que el gobierno ruso anunció su “movilización parcial” en septiembre-octubre de 2022, ese derecho ha sido arrebatado. Ya no es posible permanecer desconectado. Cada vez más, los rusos que dependen económicamente del Estado se dan cuenta de que tienen que ser putinistas activos o, al menos, simular serlo. Cumplir con el régimen y mostrar apoyo a la “operación especial” se ha vuelto ahora casi esencial para aspirar a una buena ciudadanía. Todavía es posible evitar mostrar lealtad al autócrata, y Rusia aún no es un sistema totalmente totalitario. Pero un estrato importante de la sociedad —los maestros, por ejemplo— se ven obligados a participar en actos públicos de apoyo, por ejemplo en las lecciones patrióticas que ahora son obligatorias en las escuelas los lunes. A menudo estos son meros rituales, pero a veces los sentimientos son reales. Las denuncias voluntarias se han hecho frecuentes y, de hecho, se fomentan. Basta reordar el infame caso del maestro que denunció a una niña de 13 años por hacer un dibujo contra la guerra: arrestaron al padre de la niña y a ella la enviaron a un orfanato. En abril, el expresidente Dmitry Medvedev pidió a los civiles que denunciaran a quienes reciben dinero o empleos de fuentes ucranianas.

Para Putin, la creación de esta nueva Rusia obediente es en cierto modo tan importante como lo que sucede en Ucrania. Casi desde el comienzo de la invasión, el Kremlin ha estado librando una segunda guerra en la propia Rusia, y es poco probable que esta guerra desaparezca, aún si el conflicto en Ucrania llegara a congelarse. La sociedad civil rusa seguirá enfrentándose a una represión sistemática. El régimen entiende que al crear una atmósfera de odio y desconfianza mutua, puede lograr que parte de la propia sociedad sea más intolerante con quienes se oponen a Putin y la guerra. 

Mientras los antiguos héroes soviéticos eran personas como Yuri Gagarin, quien fue el primero en conquistar el espacio, ahora los ejemplos de comportamiento "heroico" son miembros de formaciones separatistas o blogueros a favor de la guerra con un pasado criminal, como el bloguero asesinado recientemente con el seudónimo Vladlen Tatarsky. La guerra ha llevado a estas personas a la cima y las ha convertido en “héroes”.

INSTINTOS BÁSICOS

La guerra interna de Rusia fue puesta en marcha mucho antes de la invasión de Ucrania. Durante la última década, a medida que maduraba su modelo hiperautoritario de gobierno, Putin pudo avivar en el público ruso una demanda de grandeza imperial que había permanecido latente durante mucho tiempo. A medida que reemplazó lentamente el consumismo burgués con una retórica de gran poder y un asalto a la sociedad civil, el gobierno encontró una audiencia mayoritariamente dócil en una población que estaba acostumbrada a las relaciones de mercado pero que no entendía el significado práctico de la democracia. Un salto cualitativo en el sentimiento público se produjo con la anexión de Crimea por parte de Putin en 2014. “Eso es todo. ¡Hemos vuelto a ser grandes!”, pensaron muchos. A su vez, este impulso imperial y también la creciente separación de Rusia de Occidente alentaron a la gente a adoptar una comprensión más primitiva del mundo.

Eso no significa que los rusos quisieran la guerra: quieren una vida normal. Pero la patria, representada por Putin, apareció llamando: "Fuimos atacados. Respondimos con un ataque preventivo y debemos permanecer unidos. Los que están en contra son traidores nacionales". Después de más de un año de guerra, estas actitudes se han arraigado en la conciencia popular. Sí, hay fatiga de guerra, y más de la mitad de los encuestados en las encuestas del Centro Levada Independiente dicen que quieren la paz, aunque, y por regla general, conservando Donbas y Crimea para Rusia. Pero la erosión de la moralidad pública ha sido dramática.

Sorprendentemente, para la gente común, la oferta de Putin ya no es la modernización y las recompensas económicas y el aumento del nivel de vida que prometió, sino la regresión a un pasado más brutal. Existe un creciente orgullo por la confianza de Rusia en sus propios recursos y su autoimagen como un país excepcionalmente duro, armado con armas nucleares y mercenarios salvajes. Desde que comenzó la guerra, un segmento pequeño pero muy elocuente de la sociedad rusa (quizás el 15 por ciento, según estiman algunos sociólogos) ha exigido crueldad hacia los enemigos de Rusia y desconfianza hacia cualquier conciudadano que no siga la línea del partido  o pudiera convertirse en ser una amenaza para la nación o, usando el término de Putin, en una  “escoria”. Un sistema de justicia cada vez más arbitrario impone ahora fuertes sentencias de prisión a los disidentes, y Yevgeny Prigozhin, el jefe de Wagner, el contratista paramilitar con estrechos vínculos con el gobierno, está normalizando una cultura pública de violencia extrajudicial.

El cambio en las actitudes públicas ha coincidido con otro cambio diferente y más importante: el del cómo se relacionan los rusos con el régimen. Anteriormente, la sociedad rusa estaba definida por un modelo de nosotros contra ellos. Los "nosotros" éramos rusos comunes, impotentes pero en su mayoría solos; "ellos" se refería a los que estaban en la cima, en el Kremlin y en otras direcciones imponentes. Eran los que vivían en palacios, vacacionaban en yates y miraban con desprecio a la gente. Sin embargo, a raíz de la guerra, ese modelo vertical se ha transformado en otro diferente, mucho más horizontal. Ahora “nosotros” significa todos los rusos, incluidos Putin y su séquito; “ellos” se refiere a las potencias hostiles —Europa, la OTAN y los Estados Unidos— que están tratando de arrancar el territorio histórico de Rusia. Según este modelo, todas las diferencias anteriores entre el pueblo y el régimen deben ser olvidadas porque Rusia está bajo ataque. La gente debe unirse por la patria; y de hecho, deben estar dispuestos a dar su vida por ella. Es importante recalcar que estos dictados no son aceptados por todos, pero su incesante repetición ha tenido un efecto hipnótico en muchos, y algunos, para pasar desapercibidos, se han habituado a repetirlos.

En cuanto al daño económico causado por el enfrentamiento con Occidente, los rusos han aprendido a sobrellevarlo. Incluso una fortaleza sitiada tiene formas de adquirir necesidades vitales, y el régimen ha demostrado ser experto en exportar bienes al este e importar contrabando a través, por ejemplo, de Turquía o de algunos países de Asia Central. Hasta ahora, las políticas relativamente eficaces del Banco Central y la gestión económica tecnocrática han salvado a Putin de las acusaciones de fracaso socioeconómico (y esto a pesar de los graves problemas de ingresos del presupuesto estatal que ya son evidentes). Como resultado, el primer ministro Mikhail Mishustin, quien está estrechamente identificado con las políticas económicas del país y ha evitado cuidadosamente ser retratado como un economista de guerra, se ha vuelto cada vez más popular. Según el Centro Levada, cuando se les pregunta a los rusos en qué político confían más, Mishustin es nombrado con más frecuencia que el Ministro de Relaciones Exteriores Sergey Lavrov y el Ministro de Defensa Sergei Shoigu. Solo es superado por Putin.

Tanto para los partidarios activos de Putin como para los conformistas pasivos, la guerra ya no es solo una parte de la existencia cotidiana. Es un estilo de vida. Y en lugar de racionalizarlo como una interrupción prolongada, han comenzado a verlo como algo permanente. Claro, todos entienden que la victoria es la meta. Pero ese objetivo ha sido empujado tan lejos en el futuro que se ha vuelto tan simbólico y distante como lo fue la etapa final del comunismo para varias generaciones de personas soviéticas. Para entrar en un estado de guerra permanente, muchos rusos han tenido que aceptar la lógica retorcida de la persona que inició el conflicto y arrastró a la nación ese conflicto. En otras palabras, han buscado consuelo psicológico en el régimen y la idea de unidad nacional que encarna, sin importar cuán dañino pueda ser para sus propias vidas y el futuro del país. O estás con nosotros - los partidarios de Putin han aprendido a pensar así - o eres un traidor nacional.

DICTADOR SIN LÍMITES

¿Cómo ha sido posible que tantos rusos se adapten tan fácilmente a esta situación extrema? 

En primer lugar, muchos sienten la compulsión de permanecer en la tendencia social predominante y seguir la corriente: es lo que el psicoanalista del siglo XX Erich Fromm, al escribir sobre las condiciones sociales que contribuyeron al fascismo, denominó “escapar de la libertad”. Nadie quiere ser tildado de marginado o enemigo del pueblo. Pero en segundo lugar, y esto es igualmente importante, está la capacidad de la gente común para aceptar circunstancias radicalmente cambiadas, siempre que se puedan mantener algunos elementos de la vida normal. Por lo tanto, todo lo relacionado con la guerra se ha hecho solo en parte. Ha habido una movilización parcial, una economía de guerra parcial, una represión masiva parcial, una erosión parcial de los niveles de vida. En esta forma de totalitarismo parcial, las personas han tenido tiempo de adaptarse y experimentar cada paso en el declive de su forma de vida anterior como una nueva normalidad.

Otra explicación más de la disposición de los rusos a adaptarse es que Putin ha alternado la movilización, tanto en su sentido militar como emocional, con la desmovilización. En este momento, el país se encuentra en una fase de desmovilización: en sus discursos y visitas de estado, Putin enfatiza las cuestiones socioeconómicas, y en la medida en que el gobierno busca un nuevo reclutamiento militar, evita llamarlo así, utilizando en su lugar frases burocráticas tan insípidas como “aclaración de datos de registros militares”. En otras palabras, la sociedad rusa ha entrado en otro período de acostumbramiento a la guerra. Y mientras los rusos experimenten la guerra como algo parcial, en lugar de total, es poco probable que se sientan demasiado preocupados por ella. Según el Centro Levada, los rusos comunes continúan mostrando un interés decreciente en los eventos en Ucrania. En septiembre, cuando se anunció la movilización parcial, un 66 por ciento de la población dijo seguir en mayor o menor grado la guerra. Para marzo esa cifra se había reducido a una simple mayoría del 53 por ciento, con un 47 por ciento admitiendo que estaban prestando poca o ninguna atención a la guerra.

A los rusos también les ayuda la nueva narrativa histórica que Putin les ha dado. Aquí, se ha utilizado una versión mitologizada de la historia nacional para justificar la hostilidad tanto hacia Occidente como hacia los enemigos internos. El Kremlin ha conjurado un panteón de verdaderos defensores de la patria, en el que el príncipe medieval Alexander Nevsky, el déspota del siglo XVI Iván el Terrible y Joseph Stalin se sientan al lado del príncipe Vladimir del siglo X, el zar del siglo XVII. Pedro el Grande y Vladimir Putin. Esta historia grandiosa, predominantemente imperial y siempre gloriosa, ayuda a muchos rusos a aceptar su realidad actual: como siempre fueron especiales y como siempre han estado bajo ataque, no tienen más remedio que seguir viviendo en un estado de permanente conflicto con Occidente.

Todavía es posible optar por otro camino: la emigración interior o la automarginación del proceso político, sigue siendo una opción para muchas personas, como lo es también el exilio real. La sociedad rusa vive ahora en una extraña frontera entre el autoritarismo y el totalitarismo, entre la obligación de considerar las demandas del estado en todo y la capacidad de ejercer ciertas libertades, por limitadas que sean, en la vida privada. El país se ha convertido en un estado fronterizo, en todos los sentidos de la palabra. Las fronteras de Rusia son móviles en este momento. Dependen en gran medida de los acontecimientos en el frente y, lo que es más importante, de no ser reconocidos por el resto del mundo. Existir en esta incertidumbre no es precisamente cómodo, pero es posible. La era postsoviética dio lugar al fenómeno de los estados no reconocidos —Abjasia, Osetia del Sur, Transnistria— y han existido en el limbo durante años. Ahora Crimea y Donbas se encuentran en la misma situación. Tampoco parece haber fin a ese estatus, al menos no antes del fin del putinismo.

UN TREN QUE NO VA A NINGUNA PARTE

En este punto, es muy difícil determinar cómo sería la victoria o la derrota de Putin y sus partidarios activos o pasivos. Incluso si se puede negociar un alto el fuego, es probable que el conflicto esté condenado a períodos de congelación y descongelación. Y pase lo que pase en Ucrania, el régimen de Putin seguirá reprimiendo a cualquiera que piense diferente o que se resista, o incluso que simplemente se niegue a apoyarlo públicamente. Estas políticas continuarán independientemente de si Rusia está luchando activamente en la guerra contra Ucrania y Occidente o si se encuentra en una fase fría o inactiva del conflicto. Solo así pueden mantener el apoyo del público putinizado.

Además del nuevo odio dirigido contra aquellos que han conservado una conciencia y que se sienten culpables por el desastre provocado por su gobierno, está la cuestión de los muchos rusos que regresan de las trincheras. ¿Qué piensan y qué harán? ¿Quiénes son y a quién atacarán con su propia ira? ¿Mantendrán su propio poder político o se convertirán en otro grupo más de marginados? ¿Qué impacto tendrá su síndrome de guerra en la atmósfera pública? Estas importantes preguntas siguen sin respuesta.

Por ahora, Putin puede tener la impresión de que existe una unidad genuina entre su pueblo; que la guerra se está convirtiendo, como lo expresa el doctor Sergey Kiriyenko del Kremlin, en una “guerra popular”; que está surgiendo un grupo de soldados frustrados y sus familias a quienes les gustaría ver la venganza contra Occidente y los ucranianos por todo lo que han pasado. Hasta ahora, Putin ha logrado mantener a raya a las élites. También ha logrado traer de vuelta la ideología machista y mesiánica y revertir la modernización de una sociedad que había sido deideologizada y modernizada. Ha movilizado a mucha gente para apoyar la guerra, tanto en el sentido social como militar. No es de extrañar que se considere omnipotente.

Putin ha logrado, efectivamente, concentrar un enorme poder en sus manos. Pero cuanto más poder acumule, más difícil le resultará relajarse y entregar las riendas. No puede darse el lujo de liberalizar el sistema o disminuir su autoridad dictatorial. Solo le queda un camino abierto: aferrarse al poder hasta el amargo final. Putin está en la misma posición en la que se encontraba Stalin a principios de la década de 1950. Fue en esos últimos años cuando el dictador soviético tuvo que recurrir a medidas absurdas e irracionales para apuntalar su poder, desde amenazas paranoicas a sus propios compañeros más cercanos, hasta combatir a los “cosmopolitas desarraigados”  e imcluso a apoyarse em teorías oscurantistas en la ciencia. Por esta razón Putin necesita de una guerra permanente contra los que considera “agentes extranjeros” y enemigos nacionales. Es una guerra que hay que hacer dentro y fuera del país, ya sea caliente o fría, directa o híbrida. Y Putin tiene que seguir moviéndose todo el tiempo: detenerse es un lujo que no se puede permitir.

Reconocer este hecho ofrece poco consuelo a aquellos que esperan una solución a la guerra. Pero cuando un tren no tiene frenos, puede chocar contra una pared. También podría simplemente quedarse sin combustible y detenerse. Por ahora, avanza a todo vapor, hacia ninguna parte, porque nadie sabe a dónde va. Eso incluye al conductor (Foreign Affairs).

Andrei Kolesnikov es miembro principal del Carnegie Endowment for International Peace.