la llamada «cultura latinoamericana» como una variante de la cultura occidental, pero que
no es plenamente occidental. Esa extraña caracterización tiene que ver con la deficitaria
noción de cultura que utiliza Huntington, quien, en efecto, no hace ninguna diferencia entre los términos cultura y civilización. Pero el error más grave de Huntington fue entender
a Occidente como una cultura, haciendo caso omiso de que una de sus características
principales –aparte de aquella esencial que es la separación entre religión y Estado– es la
coexistencia de diversas culturas y, por lo mismo, que al ser Occidente una unidad
multicultural, no puede ser definido culturalmente.
Lo que seguramente intentó decir Huntington al declarar a América Latina como un
continente «no totalmente occidental» fue que en los países latinoamericanos no se han
interiorizado usos y valores democráticos que hacen que las naciones occidentales sean
compatibles entre sí. Pero si Huntington hubiera admitido esa posibilidad, habría tenido
que aceptar que Occidente se define por medio de un orden político y no por una cultura
específica. Eso, a su vez, habría echado por tierra su tesis central: la de la guerra entre
culturas y civilizaciones. Tal es la razón que explica su radical incapacidad para entender
culturalmente no sólo a América Latina, sino a todo Occidente.
Ahora bien, esta breve crítica a quienes sustentan, como Huntington, la tesis de la no
occidentalidad latinoamericana se deduce de la siguiente afirmación: el moderno Occidente
no es ni una unidad geográfica, ni religiosa ni cultural. Es en primer lugar una unidad
política que tuvo que ser política dada su imposibilidad de ser religiosa o cultural. En
segundo lugar, ha llegado a ser una unidad democrática cuyo espacio no geográfico incluye
a todas aquellas naciones que aceptan la separación entre religión y Estado, en donde
se garantizan la libertad de creencia y las pertenencias culturales conforme a un orden que
contempla entre sus características esenciales la separación de los tres poderes básicos, la
celebración de elecciones periódicas libres y secretas, y la existencia de diversos partidos,
organizaciones y corrientes de opinión. A ese espacio pertenece América Latina, y ya no
puede pertenecer a ningún otro. ¿Lleva ello a aunar la idea de Occidente con la idea de la
democracia política? Sí, efectivamente: el moderno Occidente, que ya no es geográfico
sino político, se caracteriza esencialmente por su adhesión a la democracia política, como
forma de gobierno y como medio de convivencia ciudadana.
Desde luego que hay muchos intentos de definir a América Latina desde una perspectiva
no política. Ya desde comienzos del siglo XX, partiendo de los legendarios Rodó,
Vasconcelos y Valcarcel, pasando por Mariátegui, hasta llegar a Octavio Paz, hay cientos
de libros y miles de artículos cuyo objetivo es descubrir la esencia de una supuesta «identidad
latinoamericana». Pero aparte de algunos elementos comunes a todas sus naciones,
como el idioma, algunos usos y costumbres y ciertos aspectos históricos similares, esa
identidad latinoamericana no ha podido ser encontrada. La mayoría de los autores ha
concluido que está todavía por hacerse, y con ello reconocen objetivamente que no se
encuentra en la existencia subterránea de alguna cultura milenaria, como es el caso de las
culturas asiáticas e islámicas, sino que deberá ser el producto siempre inconcluso de múltiples
experiencias históricas. Y el espacio en donde tienen lugar esas experiencias históricas
es –y no puede ser otro– un espacio político. En breve: la política, sobre todo la política
democrática, es y será en América Latina una fuente de identidad. Quizás Latinoamérica se
constituya, para decirlo en los términos de Alain Rouquié (1987), en una suerte de «extremo
Occidente»; o como también se dice, en «otro Occidente» o incluso en «el tercer
Occidente». Como sea, a lo único que las naciones latinoamericanas no pueden renunciar
es a su occidentalidad; ahora bien, esa occidentalidad está asegurada hoy en día por su
conformación política y democrática.
Las naciones de América Latina, a diferencia de aquellas que se encuentran organizadas
de un modo religioso y/o cultural (como por ejemplo las del mundo islámico), no
tienen detrás de sí ninguna cultura milenaria a la que regresar (Ortiz, 2000:166) –excepto
que se sustente tesis etnicistas que hablan de un regreso al pasado indígena. Pero si al
igual que Estados Unidos y la mayoría de las naciones europeas ya no tiene hacia donde
regresar, sí tiene, en cambio, hacia donde avanzar. ¿Hacia dónde? La respuesta es simple:
hacia su plena occidentalidad, la que sólo puede ser realizada por medio de la acción
política.
No obstante, carecer de un pasado al que pudiera regresar si el proyecto occidentalizador
fracasara, no significa que el tránsito hacia la democracia no esté plagado de
peligros, que si bien no son prepolíticos, son radicalmente antipolíticos. Y si tenemos en
cuenta que una democracia sólo puede constituirse de modo político, todo proyecto destinado
a suprimir o a suspender los usos políticos es definitivamente antidemocrático.
Para que quede más claro: cuando hablo de usos políticos me estoy refiriendo no
sólo a las instituciones políticas, sino fundamentalmente a dos condiciones básicas del
hacer político. La primera es la alineación de los conflictos de acuerdo con la delimitación
de intereses de actores concretos (y no supuestos), y segundo, y esto es más importante:
que el modo como esos conflictos deben ser dirimidos ha de ser esencialmente gramático,
lo que excluye definitivamente la aplicación de medios coercitivos, de violencia y de terror.
Un grupo armado, independientemente de que sus objetivos tengan una altísima justificación
moral, no puede ser jamás una organización política. Tampoco puede serlo un ejército.
De esa constatación surge la primera tesis, que al ser tan obvia es casi un axioma, a
saber: que el principal peligro para la democracia moderna en las naciones latinoamericanas
reside en el regreso a un pasado reciente, no prepolítico, pero sí antipolítico, cuya
principal característica era la presencia de los ejércitos en el poder.
El peligro de la (re)militarización del poder
Muchas naciones latinoamericanas están viviendo un proceso de democratización que
surge de la negación del reciente pasado representado por dictaduras militares. Sobre el
carácter y sentido de esas recientes dictaduras hay una enorme cantidad de aportes. Aquello
que, sin embargo .......SEGUIR LEYENDO>>