Michael Ignatieff - ¿PONER FIN A LA GUERRA?

 

Ahora que la guerra de Ucrania se alarga hasta un segundo año brutal, personas influyentes de Occidente creen que la pregunta que hay que hacerse en este momento es cómo ponerle fin. Henry Kissinger lleva diciéndolo desde diciembre. «Se acerca la hora –afirmaba entonces– de aprovechar los cambios estratégicos que ya se han logrado y de integrarlos [a los ucranianos] en una nueva estructura dirigida a alcanzar la paz a través de la negociación».

Cualquiera pensaría que Kissinger debería saber que eso no es posible. El campo de batalla será el que decida. Los rusos pondrán fin a la guerra cuando alcancen sus objetivos o cuando el campo de batalla les diga que no pueden alcanzarlos. Los ucranianos la finalizarán cuando rechacen al invasor o cuando el campo de batalla les diga que no pueden rechazarlo. Sea como sea, el final se decidirá en Bajmut, Zaporiyia y Jersón, no en Washington, Londres o París. Cómo acabar con la guerra no es solo la pregunta equivocada. Nos desvía de la verdadera cuestión. En vez de mantener el apoyo a los ucranianos, en vez de preguntarles qué necesitan, les preguntamos con qué se conforman.

Es verdad que, sin nuestras armas y nuestro dinero, a estas alturas ya habrían sido aplastados. Por eso tenemos derecho a preguntar cuándo y cómo acabará la guerra, y tendremos derecho a estar en la mesa cuando las negociaciones para un armisticio, un alto el fuego o un acuerdo de paz sean posibles. Pero hay un tiempo para cada cosa. Preguntar ahora cuándo finalizará el conflicto es una manera de decir a los ucranianos que estamos buscando una salida. Queremos que interpreten las señales, que entiendan que lo que podemos hacer tiene un límite. Queremos que sean razonables, y ser razonables es sinónimo de acabar aceptando un tratado de paz por el que renuncien a Crimea y el Donbás, pero que los prepare para reconstruir su devastado país.

Las guerras, les dicen los expertos a los ucranianos, suelen acabar con malos acuerdos. En el caso de Corea fue así, y ochenta años después, un bando se ha convertido en una parodia estrafalaria e insolvente de una dictadura, mientras que el otro es una sociedad rica, plural y libre. Si los ucranianos afrontan los hechos, opina Steve Kotkin, de Stanford, dentro de una generación podrían acabar en una situación similar a la de la península coreana: a un lado, un régimen ruso dictatorial, nuclear y posiblemente enloquecido, pero disuadido eficazmente por la OTAN, y al otro, una Ucrania próspera, libre y reconstruida, perteneciente a la Unión Europea y segura gracias a un Ejército propio equipado con nuestras mejores armas.

Si la guerra se encamina hacia un punto muerto, los expertos creen que habrá llegado el momento de decir a los ucranianos que sean razonables. El problema es que un pueblo que ha estado dispuesto a sacrificarlo todo no quiere ser razonable. ¿Por qué deberían escucharnos? ¿Acaso no subestimamos su voluntad de luchar? Nosotros éramos los que pensábamos que Kiev caería en una semana. Ellos creían lo contrario. Y siguen creyendo que con más sistemas de cohetes de artillería de alta movilidad [Himar por sus siglas en inglés], Leopards y F-16 pueden ganar. Pero eso es precisamente lo que Occidente no quiere.

Por mucho que se diga que Ucrania y Occidente libran la misma batalla por la democracia frente a la tiranía, por la integridad territorial de los Estados frente a la agresión manifiesta, siempre ha existido una profunda diferencia entre sus objetivos últimos. Occidente paga la guerra y los ucranianos la libran, pero ambos aliados no tienen la misma idea de lo que significaría ponerle fin. Los ucranianos no quieren volver a tener nada que ver con los rusos, mientras que los europeos saben que tendrán que convivir con Rusia para siempre, y a fin de cuentas prefieren tener como vecina a la Rusia de Putin que a una Rusia a la que la derrota haya abocado a la guerra civil, el hundimiento y la fragmentación.

Los estadounidenses quieren que los ucranianos sobrevivan y se recuperen como Estado. Todo el mundo lo quiere, pero también que la guerra acabe pronto, antes de que los chinos se sientan obligados a intervenir a favor del bando ruso con armas y espionaje, y antes de que decidan de que esta es su mejor ocasión para recuperar Taiwán.

El Gobierno de Estados Unidos se cuida de no decir a los ucranianos cuáles deben ser sus tibios objetivos, pero los especialistas ya ven que se ha abierto un abismo entre lo que interesaría a los estadounidenses y lo que interesaría a los ucranianos. Por ejemplo, el estudio de la Corporación Rand de Washington sobre los posibles desenlaces de la guerra de Ucrania concluía con estas palabras: «Evitar una guerra larga también es una prioridad más importante para Estados Unidos que facilitar un control territorial significativamente mayor a los ucranianos». En el estudio de Rand se añadía que es improbable que Ucrania consiga el control total del territorio que se le reconoce a escala internacional. Por lo tanto, el mensaje de estos expertos estadounidenses es claro: puede que Ucrania quiera luchar hasta recuperar el acceso completo a los mares Negro y de Azov, pero Estados Unidos, que es quien suministra las armas, no lo considera probable, o siquiera deseable.

A corto plazo, los estadounidenses van a seguir proporcionando armas a los ucranianos porque no quieren que se les acuse de traicionar una causa justa, pero cuanto más tiempo dure la guerra, más probabilidades hay de que les digan que su lucha ha sido magnífica, pero también que es hora de llegar a un acuerdo.

Cuando los líderes occidentales, en particular el presidente francés, Emmanuel Macron, plantean la pregunta de cómo poner fin a la guerra, en realidad están diciendo que quieren que la guerra acabe antes de que gane Ucrania. Porque si Ucrania gana, Rusia pierde, y si Rusia pierde, o teme estar a punto de perder, puede que Putin utilice sus armas nucleares. Y si lo hace, estaremos en un mundo aún más oscuro que este en el que vivimos ahora. Como no queremos entrar en eso, queremos que Ucrania sobreviva, pero no que se imponga. No es de extrañar que los ucranianos no quieran oírlo. El campo de batalla decidirá si se ven obligados a escuchar.

Michael Ignatieff es profesor de Historia en la Universidad Central Europea de Viena y presidente del consejo asesor del Instituto para la Ética en la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford.

Este artículo se publicó originalmente en ABC.