26.11.2022
No deja de llamar la atención el hecho de que la mayoría de los gobiernos latinoamericanos no incorporen el tema de la guerra en Ucrania en sus discursos políticos. Surge la impresión de que la mayoría de ellos considera a sus países como integrantes de otro planeta y no como partes de un mundo globalizado donde todo lo que sucede en un punto irradia en otros. Solamente las autocracias y los partidos pro-autocráticos de izquierda y derecha han optado por identificarse con el agresor, en este caso, con la Rusia de Putin. Los gobiernos dictatoriales, autocráticos o simplemente autoritarios, parecen mantener una solidaridad de grupo superior a las que articulan los gobiernos democráticos entre sí. “La internacional de los autócratas”, la he llamado en otro texto.
Gobiernos como los de Maduro, Ortega, Díaz Canel (hay que agregar lamentablemente al de López Obrador) se han abanderizado sin reservas con la causa imperial de Putin. Los de la izquierda centrista, Fernández, Lula, Petro, declaran con orgullo que no enviarán armas a Ucrania (como si alguien se las hubiera pedido) No obstante, en diversos sectores de las derechas, sobre todo entre sus nuevas versiones populistas, Putin tampoco es visto como un agresor y mucho menos como un enemigo. Los líderes de la nueva derecha populista -me refiero a esa especie de trumpismo de segunda mano representado en figuras como Bolsonaro o Buckele- mantienen un discurso economicista y empresarial según el cual Rusia es vista, aunque en un nivel inferior a China, como un socio comercial interesante. Es evidente que, a nivel internacional, el régimen de Putin maneja bien sus hilos.
Para entender el sistema de alianzas internacionales que promueve la autocracia rusa podríamos utilizar una imagen: la de un monstruo con dos bocas. Cada boca habla a un interlocutor distinto, no importando si lo que dice una boca contradice a la otra. La primera boca emite un discurso agradable para la izquierda. La segunda, otro no menos agradable para la derecha, sobre todo para la extrema.
De acuerdo a la boca de izquierda, Putin, después de haber comenzado la invasión a Ucrania, ha decidido restaurar el lenguaje de la antigua URSS, propagando como objetivo histórico la formación de un nuevo orden mundial destinado a crear un bloque anti-occidental en contra de los Estados Unidos y sus aliados. Conocedor de los reflejos pavlovianos propios a las izquierdas occidentales, entre ellas las latinoamericanas, Putin ha hecho renacer la tesis del “enemigo principal”, en este caso los EE UU y su brazo armado la OTAN, ambos considerados como “los enemigos principales de la humanidad” (Stalin).
De más está decir que en la mayoría de los países latinoamericanos el llamado del tirano ruso ha reactivado ideologías hechas suyas por los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela, pero a la vez, por grupos y partidos de izquierda todavía nutridos con la ideología de la guerra fría en donde fueron incubados. Putin sabe, efectivamente, como entusiasmar a esa izquierda. De acuerdo a la letra del monótono libreto que los izquierdistas recitan como papagayos, la guerra a Ucrania sería una guerra en contra de la OTAN y por lo mismo en contra del capitalismo internacional dirigido por los EE UU. De este modo, Putin, el último imperialista de la tierra, ha llegado a ser visto por la óptica de algunas izquierdas, como el nuevo mesías del antimperialismo mundial. Claro ejemplo del sometimiento de las dictaduras latinoamericanas al megadictador fueron las palabras pronunciadas en su visita a Rusia por el presidente no electo de Cuba, Díaz Canel. Reviviendo el lenguaje servil de los Castro frente a la URSS dijo en Moscú como si de nuevo estuviéramos en los años sesenta: “Tanto Rusia como Cuba están sometidas a sanciones (…) que proceden y tienen su origen en el mismo enemigo, el imperio yanqui, que ha manipulado también a una parte importante del mundo"
Putin y sus equipos han mostrado ser conocedores del enorme atraso político y cultural de las llamadas izquierdas latinoamericanas. Han advertido, por ejemplo, que hay dos izquierdas y de ambas es posible obtener réditos. Por un lado, las que sustentan a anti-democracias como las de Nicaragua, Cuba, Venezuela y en parte Bolivia. Por otro, las de gobiernos de izquierda-centro como son los de Boric en Chile, Fernández en Argentina, Lula en Brasil, Petro en Colombia.
Ninguno de los mencionados gobernantes podría ser calificado, en sentido estricto, como putinista. Pero tampoco es un secreto que, unos más, otros menos, mantienen dentro de su clientela a sectores de la izquierda anti-democrática. Entre las huestes de Boric figura el llamado “octubrismo”, entre las de Fernández el “cristinismo”, entre los de Lula diversos grupos ultras, y entre los de Petro sectores que aún cultivan la violencia como medio de lucha. Habida cuenta de esa realidad objetiva, los gobernantes nombrados deben hacer actos de equilibrio para mantener cierta apariencia de unidad entre extremistas y centristas. De ahí que frente a temas que pudieran dividir a sus contingentes, entre ellos el de la guerra de Rusia a Ucrania, optan por un silencio, si no acomodaticio, cómplice. Solo el presidente Boric, hay que resaltarlo, ha tenido la decencia de desmarcarse de la política rusa hacia América Latina, llegando a comunicarse directamente con Zelenski, actitud que le ha costado feroces ataques verbales de Maduro y de las turbas chilenas que apoyan a las anti-democracias de tipo putinista.
Pudiera esperarse, frente a esa situación, que sectores políticos de las derechas latinoamericanas iban a hacer valer sus críticas a la agresión rusa como lo han hecho algunos líderes derechistas europeos, entre ellos, Abascal, Meloni, Kazinszki. Sin embargo, las derechas latinoamericanas han mantenido, al igual que las izquierdas, un más que sospechoso silencio. ¿Cuál es la razón? La razón está en la otra boca de Putin: una boca de derecha, muy de derecha.
Putin es un nacionalista extremo, un defensor de la familia tradicional (aunque su vida personal sea un quilombo), un enemigo declarado del aborto y del matrimonio igualitario, un homofóbico radical, un hombre asociado a la iglesia ortodoxa rusa, un cultivador de la musculatura de los machos, un patriarca redomado, en fin, un contradictor de todos los valores por los que luchan las izquierdas identitarias occidentales, aunque muchas de ellas, en su anti-norteamericanismo obtruso, prefieran apoyar a Putin, como ha destacado con decepción uno de los ídolos ideológicos de la llamada izquierda Woke: Slavoj Žižek.
Precisamente por haber revitalizado los valores e ideologías de las más antiguas derechas occidentales, cuenta Putin con el apoyo del integrismo de tipo franquista del húngaro Orban, con el apoyo incondicional de los ayatolas persas y otras dictaduras del Medio Oriente, y por cierto, con el del solapado autócrata Erdogan de Turquía, verdadera quinta columna islamo-putinista enquistada en la OTAN. Y por cierto, también cuenta, aunque sea de modo tácito, con el de las derechas conservadoras y proto-fascistas latinoamericanas. Aparte de la honrosa excepción de Uruguay, en ningún país latinoamericano ha surgido una protesta de derecha en contra de Putin.
En cierto modo Putin ha sabido utilizar a su favor el déficit de democracia que predomina en vastas regiones del planeta y por cierto, en América Latina, un subcontinente que, siendo geográficamente occidental, no lo es todavía en términos políticos. O para decirlo de otro modo: en su trayecto hacia la occidentalidad política, la mayoría de los países latinoamericanos han quedado varados a medio camino. La guerra en contra de Ucrania ha sido un test sobre las expansión del virus antidemocático en el mundo. En Latinoamérica ese test ha dado positivo.
Es imposible en un artículo de opinión dar cuenta de las razones que explican la precaria democratización de América Latina. Baste por el momento comprobar que tanto izquierdas como derechas comparten un similar repertorio político-cultural. El culto fetichista a mitos nacionalistas, el militarismo, el uso de la violencia, el autocratismo interpartidario, el caudillismo, son patrimonio tanto de izquierdas como de derechas en una región donde ha habido muchas revoluciones salvajes, pero nunca una revolución democrática. Un terreno fértil para que las dos bocas de Putin pueda transmitir su dos discursos: uno para la izquierda, otro para la derecha.
¿Cuál de ambos discursos es el del verdadero Putin? No lo sabemos. Hitler también era nacionalista para la derecha y socialista para algunos grupos de izquierda. O sea: nacional- socialista. Con relación al putinismo podemos decir entonces, parodiando al poeta Nicanor Parra, que para Putin reza el lema “izquierda y derechas unidas, jamás serán vencidas”.
Cuando llegue el momento de escribir la historia de la guerra de invasión de Rusia a Ucrania, no va a ser una simple anécdota destacar la vergonzosa neutralidad de los gobiernos latinoamericanos. Ante la ausencia de discursos, las imágenes hablan por sí solas. En vísperas de la invasión, recordemos, Putin, en el lapso de una semana, recibió y abrazó con efusión a un mandatario de izquierda y a otro de derecha: Enrique Fernández de Argentina y Jair Bolsonaro de Brasil. Bajo el pretexto de intensificar relaciones comerciales, Putin usó a ambos como medio de propaganda internacional. Y, lo que es peor: los dos pobres hombres se dejaron usar.
Más que las relaciones comerciales, lo que interesaba al dictador era fotografiarse con dos representantes latinoamericanos para demostrar que él, Putin, presto a invadir Ucrania, era el líder de los pueblos pobres de la tierra. Los gobernantes europeos fueron en cambio recibidos en una mesa larga. Putin marcaba así, simbólicamente, el campo entre sus amigos y sus enemigos. Ha pasado el tiempo, y pese a que en la ONU algunos gobiernos latinoamericanos han votado en contra de la invasión, una firme protesta en contra de los crímenes de Putin en Ucrania no se ha hecho sentir desde casi ningún país de la región.
América Latina existe solo económicamente, como socio comercial para el mejor postor. A eso se reduce su occidentalidad. Políticamente, esa occidentalidad todavía no existe. Es duro, pero hay que decirlo.