Fernando Mires - SOBRE UN TESTIMONIO DE ANNIE ERNAUX


En octubre de 2021 escribí un ensayo sobre la literatura testimonial. Hoy publico un fragmento dedicado a Annie Ernaux (Premio Nobel de Literatura 2022)

Denis Scheck, crítico literario alemán al que respeto, la recomendó. Ahí me di cuenta de una antigua aseveración. El tema y el argumento no cuentan en la literatura, lo que cuenta es la narración.

Por el tema en sí -un aborto de una muchacha en la Francia de los sesenta- yo no habría leído el libro de Annie Ernaux, El Acontecimiento. Pero hice caso a Scheck. En dos horas, sin levantar la vista, leí como hipnotizado las setenta páginas del testimonio. Impactante, emocionante, desgarrador, todo esto es decir poco. Un relato que duele. Incluso físicamente: duele.

Annie, como tantas adolescentes de su tiempo – en una Francia más liberal que otras naciones europeas- quedó embarazada sin haberlo deseado. En el jolgorio de su juventud no llegó nunca a imaginar que el sexo tuviera relación con nada. “En todo lo relacionado con el amor y el goce no me parecía que mi cuerpo fuera intrínsecamente diferente al de los hombres”. La diferencia empero, llegó a sentirla como una discriminación de la biología a favor de los hombres.

Ni por nada del mundo Annie habría querido interrumpir sus estudios en los que ya apuntaba la destacada intelectual que terminó siendo. Pensaba en un comienzo de que se trataba simplemente de un simple malestar gástrico y acudió a un estomatólogo. Cuando un ginecólogo detectó la presencia de un embrión, su primer impulso, en un irracional acto negacionista, fue romper el certificado de embarazo. No podía ser, pensaba. Sentía su vientre vacío, pero no lo estaba. Su embarazo lo asumía como un veredicto injusto. Un golpe artero de la mala suerte, una desgracia. “A un lado estaban las chicas con sus vientres vacíos, y al otro me encontraba yo”. El embarazo le estaba robando su alegría de ser. Su vientre la condenaba a ser distinta. Embarazo y disociación grupal caminaban juntos. “Me sentía abandonada por todo el mundo”. Al escuchar las risas de sus amigas “me parecía que ya no tenía edad”. La promesa de un hijo le extirpó de modo radical su juventud. Comienza entonces a buscar contactos solidarios entre chicas que ya habían experimentado el aborto. Fue así como tuvo acceso a un mundo ilegal del que hasta entonces no tenía la menor idea. 

Lo de las parteras clandestinas que proliferaban al amparo de la prohibición era y es un hecho conocido. Poco se ha hablado en cambio de la complicidad de los médicos, no solo de los que utilizaban la prohibición para su enriquecimiento personal, sino de los que estaban obligados a ser cobardes. Ninguno quería meterse en problemas legales. Desde uno que sin nombrar la palabra embarazo le recetó penicilina para cuando fuera a ir “donde vaya”, pasando por otro que le prescribió un “remedio” sin receta, haciéndola sentir como una delincuente en la farmacia, hasta llegar a uno que la somete a un raspaje soltando una frase terrible: “yo no soy su fontanero”.

Las escenas del intento de eliminar al feto y otras similares, no las escribiré aquí. Solo cabe destacar que, sin ese testimonio, Annie Ernaux nunca podría haberse liberado de un trauma que arrastraba como un pesado fardo. Mirando hacia atrás llegó a la conclusión de que -más allá de la crueldad de personas aisladas, entre ellas un sacerdote que la increpó brutalmente durante la confesión– ella fue víctima de un orden de cosas que recién cuando adulta pudo dilucidar. Interesante entre otros juicios es la analogía que hace entre la prohibición del aborto con otras actividades clandestinizadas de nuestra época, entre ellas las de quienes trafican con emigrantes. Hoy se persigue a esos traficantes, escribe “como hace treinta años se deploraba de las personas que practican abortos. Pero no se cuestionan las leyes ni el orden mundial que provocan este fenómeno”. Algún día conoceremos los testimonios de los emigrantes, de los que fueron estafados por traficantes, de los que padecieron hambre y frío, de los que vieron ahogarse a sus padres o a sus hijos.

Podemos estar o no de acuerdo con el libro de Ernaux. Pero quien quiera argumentar a favor o en contra de la penalización del aborto, debería leerlo. Sin conocer realidades como las que ella nos relata, toda discusión sobre ese tema resulta una entelequia. Podemos también embarcarnos en largas polémicas académicas, morales y religiosas sobre el tema. Pero lo que no podemos hacer es ignorar experiencias vividas por tantas víctimas de la indolencia institucional. Si el cuerpo pertenece solo a su dueño o es parte de un cuerpo social o de la voluntad divina, puede ser un debate interesante y atractivo. Pero si no consideramos los daños biográficos, los destinos truncados, los traumas que han marcado a fuego la vida de tantas mujeres, incluyendo la imposibilidad de llevar una vida relativamente normal, toda discusión resulta ociosa.

El relato de Annie Ernaux corresponde al género de la literatura testimonial. Tal vez uno de los más difíciles de practicar. Por un lado pertenece a la literatura propiamente tal. Por otro, está ligado a la historiogafía pues sin testimonios es difícil escribir historias. Los testimonios pueden ser piezas literarias pero antes que nada son documentos. Son literarios solo cuando la calidad de su prosa así lo permite. Y bien, el de Ernaux tiene ese doble valor: es literario y documental a la vez. En sí reúne todas las características propias al género. Es personal, pero a la vez ilustra un momento de la cultura francesa durante los años sesenta. El acontecimiento es por lo tanto doble: irrumpe en la vida íntima de Annie pero tiene lugar sobre un piso nacional. Es fidedigno y verídico, y la imaginación, propia a toda literatura, está puesta al servicio del principio de realidad. La escritora no es solo observadora: es autor y personaje, es víctima y testigo.

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En las páginas finales de El Acontecimiento escribió Ernaux unas palabras que, en mi opinión, son las que más se acercan al concepto de “testimonio”. Dice:

He acabado de poner en palabras lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo de la moral y de lo prohibido, de la ley, de una experiencia vivida desde el principio hasta el fin a través del cuerpo (…..) Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir en algo inteligible y general, y que mi existencia pone a disolverse completamente en la cabeza y vida de los demás.

Convertir al cuerpo en escritura: eso es un testimonio.