El pensamiento posmoderno ha vertido sobre el movimiento feminista una serie de obsesiones que se manifiestan frecuentemente a caballo entre la angustia existencial y la neurosis sexual. Si bien nada de esto quiere decir que la lucha contra el sexismo no tenga cabida en nuestra sociedad actual, es realmente ingenuo creer que la desigualdad entre mujeres y hombres se mantiene de la misma forma a lo largo de la historia, así como propiciar un marco analítico donde la diferenciación sexual y la subyugación de un sexo a otro constituya hoy la categoría central de las relaciones sociales.
En ese ejercicio de abstracción quedan ocultas otras relaciones de interacción e interdependencia que afectan a la situación de desigualdad que viven muchas mujeres. Tomemos como ejemplo la crisis económica, la monogamia y la falta de sistemas de apoyo para las familias. Planteo, pues, que el sexismo es un elemento que forma parte de esa situación de desigualdad, pero que no puede ser utilizado como el único elemento que explique la opresión, la marginalización y la violencia a la que estas son sometidas. Se requiere prestar atención a otros aspectos instrumentales (quizá menos obvios que la ideología patriarcal persistente) pero que pueden ser absolutamente legítimos para analizar las vivencias de discriminación.
Al fin y al cabo, una teoría social que pretenda explicar la situación de desigualdad de las mujeres no puede estar exenta de coherencia, consistencia, poder explicativo, simplicidad y, por supuesto, implicaciones prácticas. Difícilmente se puede explorar un proyecto liberador cuando se ignoran las transformaciones profundas de nuestra sociedad y se privilegia una interpretación de la misma en términos casi medievales.
«Si los derechos humanos que reclama el feminismo son universales, ¿qué cambia el hecho de ser lesbiana, trans, negra o indígena para reclamarlos?»
Esta ceguera epistemológica evidencia varios aspectos problemáticos. A nivel histórico y discursivo, palidece por su simplificación de las relaciones entre mujeres y hombres, puesto que se asume la existencia ahistórica y universal de un patriarcado. No obstante, esa caracterización del patriarcado ya fue discutida por autoras como Gerda Lerner (La creación del patriarcado, 1990) y problematizada asimismo en los debates feministas de la tercera ola. En esta última cuestión, el feminismo hegemónico había equiparado mujer blanca con mujer, ignorando la situación y vivencias de las mujeres trabajadoras y/o racializadas. Para salir de este atolladero y no renunciar a la explicación de un patriarcado ahistórico y universal, muchas autoras se decantaron por especificar y propusieron la expresión ‘patriarcado blanco’. De esta forma, el feminismo se abría a nuevas sensibilidades y a una perspectiva interseccional manteniendo la apuesta por la hermandad: blancas o negras, todas estaban sujetas a una opresión de género.
De ello se sigue una tendencia a lo identitario en detrimento de la curiosidad intelectual y los valores humanistas. Confundidas por la popularidad y el alcance de sus planteamientos, las profetas feministas se recrean de forma periódica en la pureza ideológica y la fragmentación interna. Si los derechos humanos que reclama el feminismo para las mujeres son universales, ¿qué cambia el hecho de ser lesbiana, trans, negra o indígena para reclamar y luchar por esos derechos?
Creo que la sexualidad, la clase o la raza son categorías significativas cuando se discute la desigualdad. Es algo que quiero subrayar contundentemente para evitar cualquier tipo de malentendido. La diferencia es una oportunidad para la solidaridad y no para la división. Pero, ciertamente, es discutible la idea de que la lucha política del feminismo deba prestar un tratamiento preferencial a cualquier individuo o grupo en razón de su sexualidad, clase o raza cuando lo que se debería promover es la no discriminación a cualquier individuo o grupo en razón de su sexualidad, clase o raza.
Por otro lado, no deja de ser reaccionaria esa pretensión por asociar el feminismo a una cuestión de mujeres, como si éste fuera una especie de club privado y elitista. Si deseamos que el principio de la igualdad entre los sexos tenga un potente calado social, ¿qué sentido tiene insistir en que el sujeto del feminismo son las mujeres? Y digo más, ¿qué mujeres?
No hay que olvidar que muchas autoras feministas han mostrado su absoluto rechazo a aquellas que desafían la normatividad sexual y reproductiva. Este es el caso de las trabajadoras sexuales, acusadas de favorecer los valores patriarcales y excluidas de los espacios de toma de decisiones; o de las mujeres heterosexuales, que han sido calificadas por cierto sector del feminismo radical como ‘herejes’ por ‘acostarse con el enemigo’. Es preciso enfatizar estas presiones dentro del movimiento feminista y plantear si ese sujeto mujeres alberga solamente a aquellas que asumen un sentido restringido y esencialista de la sexualidad.
Puede entenderse que el feminismo constituya una forma de organización en la que las mujeres reconocen sus necesidades y aprenden a formular sus deseos al margen de la autoridad masculina, pero ¿es esta su única tarea y pretensión en la sociedad del siglo XXI? Para responder dando otra vuelta: ¿no podría decirse que el sujeto del feminismo es la ciudadanía?
En un movimiento social donde se subrayan cada vez más las diferencias, se corre el riesgo de que la identidad se convierta en la única fuente que otorgue significado al feminismo. De ahí se deducen otras debilidades, por ejemplo, que las instituciones que trabajan a favor de la igualdad, acorraladas por las narrativas identitarias, pierdan su legitimidad y, consecuentemente, organicen sus acciones en función de intereses corporativos y expresiones culturales efímeras. En otras palabras, que prioricen recetas a la carta en lugar de un proyecto común emancipador para toda la ciudadanía.
Otro aspecto que resulta problemático es la negación de la capacidad de agencia en los discursos feministas. En una sociedad que reconoce la condición de sujeto de las mujeres, resulta francamente preocupante que muchas autoras feministas impongan una victimización cognitiva y política, especialmente a aquellas mujeres que se mueven en ámbitos que resultan moralmente problemáticos como la industria de la moda, la pornografía y la prostitución. Favorecer la cultura del victimismo se ha convertido en la nueva obsesión dfel feminismo moderno. Esto no significa que las víctimas reales de discriminaciones, injusticias y delitos no merezcan todo nuestro apoyo y empatía.
La indudable necesidad práctica y estratégica del feminismo no puede desmerecer la importancia de una teoría competente capaz de justificar sus acciones políticas y reivindicaciones. En mi opinión, solo una teoría que desafíe hoy la tradicional dicotomía ‘varones-opresores y mujeres-víctimas’ puede brindar una lógica coherente para abordar los temas referentes a la igualdad entre los sexos. ¿De verdad hay que conformarse con la retórica de que todo hombre es un agresor o un potencial agresor y que toda mujer es una víctima? Como sistema de pensamiento, ¿esto es todo lo que el feminismo puede ofrecerle al mundo? Los eslóganes pegadizos son fáciles de pronunciar, pero no necesariamente albergan un progreso ni una madurez intelectual. Quizá estas apreciaciones perfilen la muerte del feminismo, al menos tal y como lo conocemos en la actualidad. (Ethic)
En ese ejercicio de abstracción quedan ocultas otras relaciones de interacción e interdependencia que afectan a la situación de desigualdad que viven muchas mujeres. Tomemos como ejemplo la crisis económica, la monogamia y la falta de sistemas de apoyo para las familias. Planteo, pues, que el sexismo es un elemento que forma parte de esa situación de desigualdad, pero que no puede ser utilizado como el único elemento que explique la opresión, la marginalización y la violencia a la que estas son sometidas. Se requiere prestar atención a otros aspectos instrumentales (quizá menos obvios que la ideología patriarcal persistente) pero que pueden ser absolutamente legítimos para analizar las vivencias de discriminación.
Al fin y al cabo, una teoría social que pretenda explicar la situación de desigualdad de las mujeres no puede estar exenta de coherencia, consistencia, poder explicativo, simplicidad y, por supuesto, implicaciones prácticas. Difícilmente se puede explorar un proyecto liberador cuando se ignoran las transformaciones profundas de nuestra sociedad y se privilegia una interpretación de la misma en términos casi medievales.
«Si los derechos humanos que reclama el feminismo son universales, ¿qué cambia el hecho de ser lesbiana, trans, negra o indígena para reclamarlos?»
Esta ceguera epistemológica evidencia varios aspectos problemáticos. A nivel histórico y discursivo, palidece por su simplificación de las relaciones entre mujeres y hombres, puesto que se asume la existencia ahistórica y universal de un patriarcado. No obstante, esa caracterización del patriarcado ya fue discutida por autoras como Gerda Lerner (La creación del patriarcado, 1990) y problematizada asimismo en los debates feministas de la tercera ola. En esta última cuestión, el feminismo hegemónico había equiparado mujer blanca con mujer, ignorando la situación y vivencias de las mujeres trabajadoras y/o racializadas. Para salir de este atolladero y no renunciar a la explicación de un patriarcado ahistórico y universal, muchas autoras se decantaron por especificar y propusieron la expresión ‘patriarcado blanco’. De esta forma, el feminismo se abría a nuevas sensibilidades y a una perspectiva interseccional manteniendo la apuesta por la hermandad: blancas o negras, todas estaban sujetas a una opresión de género.
De ello se sigue una tendencia a lo identitario en detrimento de la curiosidad intelectual y los valores humanistas. Confundidas por la popularidad y el alcance de sus planteamientos, las profetas feministas se recrean de forma periódica en la pureza ideológica y la fragmentación interna. Si los derechos humanos que reclama el feminismo para las mujeres son universales, ¿qué cambia el hecho de ser lesbiana, trans, negra o indígena para reclamar y luchar por esos derechos?
Creo que la sexualidad, la clase o la raza son categorías significativas cuando se discute la desigualdad. Es algo que quiero subrayar contundentemente para evitar cualquier tipo de malentendido. La diferencia es una oportunidad para la solidaridad y no para la división. Pero, ciertamente, es discutible la idea de que la lucha política del feminismo deba prestar un tratamiento preferencial a cualquier individuo o grupo en razón de su sexualidad, clase o raza cuando lo que se debería promover es la no discriminación a cualquier individuo o grupo en razón de su sexualidad, clase o raza.
Por otro lado, no deja de ser reaccionaria esa pretensión por asociar el feminismo a una cuestión de mujeres, como si éste fuera una especie de club privado y elitista. Si deseamos que el principio de la igualdad entre los sexos tenga un potente calado social, ¿qué sentido tiene insistir en que el sujeto del feminismo son las mujeres? Y digo más, ¿qué mujeres?
No hay que olvidar que muchas autoras feministas han mostrado su absoluto rechazo a aquellas que desafían la normatividad sexual y reproductiva. Este es el caso de las trabajadoras sexuales, acusadas de favorecer los valores patriarcales y excluidas de los espacios de toma de decisiones; o de las mujeres heterosexuales, que han sido calificadas por cierto sector del feminismo radical como ‘herejes’ por ‘acostarse con el enemigo’. Es preciso enfatizar estas presiones dentro del movimiento feminista y plantear si ese sujeto mujeres alberga solamente a aquellas que asumen un sentido restringido y esencialista de la sexualidad.
Puede entenderse que el feminismo constituya una forma de organización en la que las mujeres reconocen sus necesidades y aprenden a formular sus deseos al margen de la autoridad masculina, pero ¿es esta su única tarea y pretensión en la sociedad del siglo XXI? Para responder dando otra vuelta: ¿no podría decirse que el sujeto del feminismo es la ciudadanía?
En un movimiento social donde se subrayan cada vez más las diferencias, se corre el riesgo de que la identidad se convierta en la única fuente que otorgue significado al feminismo. De ahí se deducen otras debilidades, por ejemplo, que las instituciones que trabajan a favor de la igualdad, acorraladas por las narrativas identitarias, pierdan su legitimidad y, consecuentemente, organicen sus acciones en función de intereses corporativos y expresiones culturales efímeras. En otras palabras, que prioricen recetas a la carta en lugar de un proyecto común emancipador para toda la ciudadanía.
Otro aspecto que resulta problemático es la negación de la capacidad de agencia en los discursos feministas. En una sociedad que reconoce la condición de sujeto de las mujeres, resulta francamente preocupante que muchas autoras feministas impongan una victimización cognitiva y política, especialmente a aquellas mujeres que se mueven en ámbitos que resultan moralmente problemáticos como la industria de la moda, la pornografía y la prostitución. Favorecer la cultura del victimismo se ha convertido en la nueva obsesión dfel feminismo moderno. Esto no significa que las víctimas reales de discriminaciones, injusticias y delitos no merezcan todo nuestro apoyo y empatía.
La indudable necesidad práctica y estratégica del feminismo no puede desmerecer la importancia de una teoría competente capaz de justificar sus acciones políticas y reivindicaciones. En mi opinión, solo una teoría que desafíe hoy la tradicional dicotomía ‘varones-opresores y mujeres-víctimas’ puede brindar una lógica coherente para abordar los temas referentes a la igualdad entre los sexos. ¿De verdad hay que conformarse con la retórica de que todo hombre es un agresor o un potencial agresor y que toda mujer es una víctima? Como sistema de pensamiento, ¿esto es todo lo que el feminismo puede ofrecerle al mundo? Los eslóganes pegadizos son fáciles de pronunciar, pero no necesariamente albergan un progreso ni una madurez intelectual. Quizá estas apreciaciones perfilen la muerte del feminismo, al menos tal y como lo conocemos en la actualidad. (Ethic)