Gabriel Tortella - UCRANIA: CULPAR A LA VÍCTIMA

 

La brutal e injustificable agresión de Rusia a Ucrania y la gallarda y heroica respuesta de la agredida han despertado una oleada de simpatía hacia esta última en todo el mundo, similar a la que evoca universalmente el triunfo de David ante Goliat. España es uno de los países donde, al parecer, más sentimiento de fraternidad ha despertado el drama ucraniano. Pese a ello, en los extremos minoritarios del espectro político español se advierte una mal reprimida impaciencia con la negativa ucraniana a someterse a la voluntad del más fuerte: de un lado, hay un temor innegable a que el conflicto se prolongue, se extienda, y pueda dar lugar a una guerra mundial. Es el pavor que buscan suscitar en Occidente los jerifaltes rusos, en especial el ministro de Exteriores, el torvo Serguei Lavrov, en la esperanza de que flaquee el ánimo de los aliados del agredido y pueda finalmente el gigante merendarse a la víctima desasistida. Por otro lado, hay en la extrema izquierda española una simpatía atávica hacia Rusia como reencarnación de la añorada Unión Soviética. Los nietos de quienes ponderaban a Stalin hoy elogian a Putin. Y, por su parte, la extrema derecha admira la brutalidad y el autoritarismo nacionalista del dictador ruso. Ambos extremos de la franja lunática reverencian íntimamente la dictadura, sea esta del proletariado o del crimen organizado. Y odian la democracia y la libertad, que consideran propias de esos regímenes burgueses, orondos, acomodados, que parecen tener la virtud y el derecho agarrados por el rabo y los exhiben satisfechos dando lecciones a los demás. Para ambos extremos, que se tocan en el simplismo y el populismo, la política internacional es un juego de poder, y el papel de la víctima es someterse a la potencia superior y no insubordinarse. No son pocos los que gustan de inclinarse y congraciarse con el prepotente, los que admiran la fuerza y desprecian la razón.

¿Por qué no se rinde Ucrania, se dice, y nos deja tranquilos y de paso se evitan más muertes y más destrucción? ¿No ha formado Ucrania siempre parte de Rusia? Todo en este tema es complejo e inextricable; como decía Churchill, «Rusia es un enigma envuelto en un misterio, dentro de un arcano». Así han sido históricamente sus relaciones con Ucrania, a la que Rusia considera como su patria originaria, pero a la vez como su vasalla y feudataria. Tampoco Ucrania es un país sencillo; su nombre significa frontera o encrucijada. Carece de límites naturales, salvo los mares Negro y de Azov al sur, y su principal seña de identidad geográfica es el gran río Dnieper, que la escinde, serpenteando, de norte a sur. El idioma ucraniano se parece al ruso y el país ha sido desmembrado muchas veces, anexionadas sus regiones por Polonia, Austria y Rusia. Ha estado sometido también a influjos mongoles, turcos, y bizantinos, e identifica su pasado con los cosacos que poblaban las estepas y valles del Dnieper, el Don, y el Volga. También ha albergado a un conjunto de otras etnias, culturas y religiones, como el catolicismo, las ortodoxias ucraniana y rusa, el judaísmo e incluso el islam. Sus fronteras actuales, las que Rusia hoy viola y pisotea a sangre y fuego, son las que estableció la Unión Soviética tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, rescatando sus territorios occidentales.

El movimiento de independencia ucraniano, incipiente en el siglo XIX, se forjó al crisol en el siglo XX. Este fue un período de tremendas conmociones en todo el mundo, pero Ucrania se lleva la palma del martirio; lo de España, con guerra civil y todo, fue poca cosa comparado con lo que sufrió Ucrania. Desde 1914 se vio envuelta en la Primera Guerra Mundial, seguida de la Revolución y la guerra civil rusa, durante la cual los ejércitos rojo y blanco devastaron su territorio. País agrícola, fue utilizado como granero por la famélica Unión Soviética, que, por obcecación ideológica de Stalin, se empeñó en colectivizar la agricultura. Los campesinos ucranianos se opusieron a semejante disparate, que fue seguido de una hambruna gigantesca, sobre todo en Ucrania, a la que Stalin saqueó como castigo por haberse resistido a la colectivización: unos cuatro millones de ucranianos (quizá muchos más) murieron de hambre en 1932-33. Es el despiadado genocidio conocido en ucraniano como Holodomor. No es de extrañar que muchos supervivientes acogieran con esperanza a los invasores alemanes en 1941, creyendo que les podían liberar del yugo ruso; pronto se desengañaron. Los nazis consideraban a los eslavos inferiores, y a los judíos, subhumanos. Las matanzas (especial, pero no exclusivamente, de judíos), saqueos y deportaciones se sucedieron en Ucrania bajo el yugo nazi, un segundo genocidio. Las milicias nacionalistas ucranianas, como la de Stepan Bandera, que inicialmente colaboraron con los nazis, pronto pasaron a combatirlos. Bandera fue detenido y deportado a Alemania y más tarde asesinado por órdenes de Stalin, técnica, la del asesinato a distancia, que Putin adoptó con fervor medio siglo más tarde.

La derrota de Alemania situó de nuevo a Ucrania en la órbita rusa. Stalin logró la reintegración del territorio y le dio una autonomía en gran parte ficticia, pero que, como a Bielorrusia, le proporcionó un escaño en la asamblea de Naciones Unidas. En realidad sufrió la tiranía paranoica de los últimos años de Stalin, sometida de nuevo a requisiciones, hambrunas y purgas. Disuelta la URSS en 1991, Ucrania se apresuró a proclamar su independencia.

La culpabilización de la víctima se completa con la exoneración del agresor. Se ha dicho y escrito que la invasión rusa viene provocada por una maniobra envolvente de la OTAN, que ha rodeado al coloso eurasiático, pese a sus protestas, de países miembros. Esto es muy discutible. Si la OTAN hubiera querido envolver a Rusia, hoy serían miembros de la Alianza Suecia y Finlandia. En realidad, la causante de la reciente proliferación de afiliados a la OTAN es la propia Rusia, de la que desconfían justificadamente las antiguas «democracias populares». Gracias a la incalificable agresión, los vecinos de Rusia hoy se dividen en dos grupos: los que pertenecen a la OTAN y los que quieren pertenecer. «Un país inescrutable y amenazador que actúa según sus propias reglas, generalmente en detrimento de los que se rigen por principios más claros», según también la definió Churchill, invita a la sumisión absoluta, como es el caso de Bielorrusia o Kazajistán, o al rearme y la alianza defensiva como es el caso de todos los demás, incluida, por supuesto, Ucrania. Lo de la «desnazificación» de esta es un infundio que se inventó Stalin para justificar su opresión en la postguerra y que hoy desempolva Putin con idéntico objetivo. Es Rusia la que debiera someterse a un programa de desestalinización, un examen de conciencia a fondo para estudiar las causas, las consecuencias y las responsabilidades del desastroso experimento bolchevique. Algo parecido a lo que hizo Alemania en su día con el nazismo, un proceso difícil, tortuoso, pero en conjunto ejemplar.

Si Rusia hubiera llevado a cabo y a fondo un examen de este tipo quizá no se hubiera metido en el callejón sin salida en que ahora se encuentra, empantanada en una guerra que creyó ganar fácilmente y a la que, sin embargo, no se le ve final y que la desgasta y desprestigia cada día que pasa. La OTAN, entretanto, se encuentra en la relativamente cómoda posición de defender la democracia y el orden internacional sin perder un solo soldado, porque el sacrificio real y humano recae sobre la tantas veces mártir Ucrania, que, defendiéndose, nos defiende a todos los europeos de la agresión rusa. Basta ya de patrañas sobre la OTAN: lo que la dictadura de Putin no tolera es un vecino tan próximo, independiente y democrático, que pueda servir de modelo y ejemplo al pueblo ruso. Las naciones europeas, y por supuesto la Unión, no pueden cerrar los ojos a esta realidad, y dar crédito las fábulas propaladas por los extremistas de toda laya. La guerra que se libra en el este de Europa es una lucha entre democracia y tiranía. Ucrania ha asumido ella sola la defensa de la democracia. El peligro de una guerra atómica puede justificar la abstención de las naciones occidentales, pero no la mezquindad ante las demandas de armamento que hace Ucrania, nuestro escudo. Incluso David necesitó una honda para abatir a Goliat. No se puede culpabilizar a la víctima, ni siquiera regatear con ella. Además de un crimen, sería un error monumental de trascendencia histórica, un nuevo Múnich 1938.

Gabriel Tortella es historiador y economista; su libro más reciente (con Gloria Quiroga) es La semilla de la discordia. El nacionalismo en el siglo XXI (Marcial Pons).