Cuando leí sobre el ermitaño serbio Panta Petrovic este verano, me simpatizó de inmediato aunque comprendí que, como es un ermitaño misántropo, yo a él no le caería bien. Para empezar, el hombre tenía todo el perfil: 70 años, varonil, con mejillas sucias y una barba que se mecía como la cabeza de una escoba vieja, un cinturón hecho de cuerda y una camisa de mangas blancas debajo de un chaleco marrón andrajoso. En el plano estético, parecía el violinista en el tejado pero sin el violín. Ni el tejado.
Petrovic vive en una cueva. Hace casi 20 años, se sintió tan apesadumbrado por la sociedad, tan irritado por la existencia de otras personas e indignado por la abyección del capitalismo —“El dinero es una maldición”, dijo— que renunció a su trabajo como ingeniero mecánico, donó sus ingresos y se mudó a un agujero en el costado de una montaña. Y ahí es donde lo encontró en agosto un periodista de Agence France-Presse: subsistiendo principalmente a base de hongos y pescado, durmiendo sobre heno, orinando y defecando en una bañera oxidada que había llevado al interior de la cueva (quién sabe por qué si hay bastante terreno disponible fuera de la cueva). Su única compañía eran animales y el más allegado a él era una cerda: un detalle que evocaba con increíble precisión a uno de los personajes ficticios más memorables de este año, un ermitaño tan hosco como él interpretado por Nicolas Cage en la película Pig.
“Ella lo es todo para mí”, dijo Petrovic en referencia a su cerda de casi 200 kilogramos. “La amo y ella me escucha”.
Lo que me sorprendió fue cuán feliz se veía el ermitaño. Más que feliz, parecía plenamente satisfecho. “Aquí hay libertad”, le explicó al reportero. “No era libre en la ciudad. Siempre hay alguien que se interpone en tu camino”.
Hace un año, al igual que muchas personas, yo llevaba una vida bastante ermitaña en estas fechas. Sin embargo, sabía que era posible que todo cambiara cuando 2020 se convirtiera en 2021. La sociedad estadounidense saldría del extraño y desalentador aislamiento de la pandemia de COVID-19 con nuevas vacunas milagrosas fluyendo en su torrente sanguíneo en lugar de la adrenalina revoltosa y el rencor habituales y, a medida que la gente regresara al trabajo, a la escuela, a un gobierno más sensato con un nuevo y aburrido presidente, hasta tendríamos la oportunidad de hacer todo un poco mejor que antes —de manera más equitativa, más decente y más alegre— y con un aprecio intensificado a compartir la vida con los demás.
No fue así. En cambio, este año, incluso cuando hacíamos el recuento del sufrimiento causado y exacerbado por la falta de conexión, desde un máximo histórico de muertes por sobredosis de fármacos hasta los déficits académicos y socioemocionales en los niños que no pudieron compartir un espacio físico en la escuela, fue imposible no enfocarse también en lo exasperante y terrible que puede ser la conexión con otros seres humanos. A veces era difícil solo dejar de pensar en la simple realidad de que otros seres humanos pueden matarte y que, a menudo, pueden hacerlo sin mayor reparo ni consecuencia alguna. Pueden acabar con tu vida al rehusarse a ponerse el cubrebocas sobre la nariz, al negarte atención médica adecuada por burocracia, al permitir que vivas en la calle, al obligarte a seguir trabajando mientras un tornado se aproxima, al dispararte con sus armas de fuego solo porque tuvieron miedo.
¿La vida es mejor cuando estamos juntos? Esta solía ser una pregunta que solo los ermitaños se planteaban. Ahora es una ....... SEGUIR LEYENDO