El asalto al Capitolio del 6 de enero, perpetrado por una turba inspirada por el expresidente Donald Trump, estableció un siniestro precedente para la política estadounidense. Nunca, desde la Guerra de Secesión, Estados Unidos había dejado de efectuar un traspaso pacífico del poder, y ningún candidato anterior se empeñó en impugnar los resultados de unas elecciones frente a las amplias pruebas de que han sido libres y transparentes.
El suceso aún reverbera en la política estadounidense, pero su impacto no ha sido solo interno. También ha tenido un gran impacto a nivel internacional, y es señal de una considerable disminución del poder y la influencia mundial de Estados Unidos.
El 6 de enero ha de ser considerado en el contexto más general de la crisis mundial de la democracia liberal. Según el informe “Freedom in the World 2021”, de Freedom House, la democracia ha ido en descenso durante 15 años seguidos, y algunos de los mayores retrocesos corresponden a dos de las democracias más grandes del mundo, Estados Unidos y la India. Desde que se publicó ese informe, se han producido golpes de Estado en Birmania, Túnez y Sudán, países que antes habían dado pasos prometedores hacia la democracia.
El mundo había experimentado un enorme aumento en el número de democracias, de alrededor de 35 a principios de la década de 1970 a más de 110 en el momento de la crisis financiera de 2008. Estados Unidos fue fundamental para lo que se denominó la “tercera ola” de la democratización. Estados Unidos brindó seguridad a los aliados democráticos de Europa y Asia Oriental, y presidió una economía mundial cada vez más integrada que cuadriplicó su producción en ese mismo periodo.
Sin embargo, lo que apuntalaba la democracia global era el éxito y la durabilidad de la democracia en el propio Estados Unidos, lo que el politólogo Joseph Nye llama su “poder blando”. La gente de todo el mundo tomaba a Estados Unidos como el ejemplo que querían emular, desde los estudiantes de la Plaza de Tiananmén en 1989 hasta los manifestantes que lideraron las “revoluciones de colores” en Europa y Medio Oriente en las décadas posteriores.
El declive de la democracia en todo el mundo obedece a fuerzas complejas. La globalización y el cambio económico han dejado a muchos atrás, y ha surgido una enorme división cultural entre los profesionales con estudios superiores que viven en las ciudades y los habitantes de pueblos más pequeños con valores más tradicionales. El auge de internet ha debilitado el control de la élite sobre la información; siempre hemos discrepado respecto a nuestros valores, pero ahora vivimos en universos fácticos separados. Y el deseo de pertenencia y de ver afirmada la dignidad propia son a menudo fuerzas más potentes que el interés económico.
Por tanto, el mundo presenta un aspecto muy distinto al que tenía hace aproximadamente 30 años, cuando colapsó la antigua Unión Soviética. Había dos factores clave que subestimé en aquel entonces: el primero, la dificultad de construir no solo la democracia, sino también un Estado moderno, imparcial y no corrupto; el segundo, la posibilidad de un deterioro político en las democracias avanzadas.
El modelo estadounidense lleva tiempo en decadencia. Desde mediados de la década de 1990, la política del país se ha polarizado cada vez más y sigue sujeta a un estancamiento, lo cual le ha impedido llevar a cabo funciones básicas de gobierno, como aprobar presupuestos. Las instituciones estadounidenses tenían problemas obvios —la influencia del dinero en la política, los efectos de un sistema de votación en creciente desarmonía con la opción democrática—, pero el país parecía incapaz de reformarse por sí mismo. Otros periodos de crisis anteriores, como la Guerra de Secesión y la Gran Depresión, produjeron líderes con visión de futuro y capacidad de desarrollar instituciones; no fue así en las primeras décadas del siglo XXI, cuando los responsables políticos estadounidenses tuvieron que gestionar dos catástrofes durante su mandato —la guerra de Irak y la crisis financiera de las subprime— y surgió, más tarde, un demagogo miope que incitó a un movimiento populista enfurecido.
Hasta el 6 de enero, se podría haber observado este devenir de los acontecimientos desde el punto de vista de la política estadounidense común, con sus desacuerdos en temas como el comercio, la inmigración y el aborto. Sin embargo, el levantamiento marcó el momento en que una importante minoría de estadounidenses se mostró dispuesta a volverse contra la democracia de Estados Unidos y a emplear la violencia para alcanzar sus fines. Si el 6 de enero ha mancillado (y tensionado) de forma especialmente alarmante la democracia estadounidense es porque el Partido Republicano, lejos de repudiar a quienes iniciaron el levantamiento y participaron en él, ha tratado de normalizarlo y purgar de sus filas a quienes estuviesen dispuestos a decir la verdad sobre las elecciones de 2020 de cara a 2024, cuando Trump podría aspirar a su regreso político.
El impacto de este suceso aún se manifiesta en la escena mundial. Durante años, dirigentes autoritarios como Vladimir Putin, en Rusia, y Aleksandr Lukashenko, en Bielorrusia, han tratado de manipular los resultados de las elecciones y negar la voluntad popular. Por el contrario, candidatos que perdieron elecciones en las nuevas democracias a menudo han denunciado un fraude electoral ante unas elecciones en gran parte libres e imparciales. Esto ocurrió el año pasado en Perú, cuando Keiko Fujimori impugnó su derrota ante Pedro Castillo en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del país. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ha sentado las bases para impugnar las elecciones presidenciales de este año al atacar el funcionamiento del sistema electoral brasileño, como hizo Trump durante el periodo previo a las elecciones de 2020 al socavar la confianza en el voto por correo.
Antes del 6 de enero, este tipo de payasadas se habría considerado una conducta propia de democracias jóvenes y no plenamente consolidadas, y Estados Unidos habría movido el dedo en señal de condena. Pero ahora ha ocurrido precisamente en Estados Unidos. La credibilidad de Estados Unidos como defensor de un modelo de buenas prácticas democráticas ha quedado hecho trizas.
Este precedente ya es lo bastante malo, pero el 6 de enero tiene otras consecuencias potencialmente más peligrosas. El retroceso mundial de la democracia lo han encabezado dos países autoritarios en ascenso, Rusia y China. Ambas potencias han reclamado de forma irredentista el territorio de otra gente. El presidente Putin ha declarado sin tapujos que no cree que Ucrania sea un país legítimamente independiente, sino una parte de una Rusia mucho mayor. Ha concentrado tropas en las fronteras de Ucrania y ha puesto a prueba las reacciones de Occidente a una posible agresión. El presidente Xi ha afirmado que Taiwán debería acabar volviendo a China, y los dirigentes chinos no han excluido el uso de la fuerza militar, si es necesario.
Un factor clave en cualquier agresión militar futura de cualquiera de los dos países será el papel potencial de Estados Unidos, que no ha proporcionado unas claras garantías de seguridad ni a Ucrania ni a Taiwán, pero sí ha brindado apoyo militar e ideológico en consonancia con las iniciativas de esos países para convertirse en verdaderas democracias.
Si se hubiera generado un impulso en el Partido Republicano para repudiar los sucesos del 6 de enero del mismo modo que dejó abandonado a Richard Nixon en 1974, podríamos haber esperado que el país pasara página tras la era Trump. Pero no ha sido así, y algunos adversarios extranjeros, como Rusia y China, están observando esta situación con incontenida alegría. Si se han politizado temas como las vacunas y el uso de mascarillas, pensemos en cómo se recibiría una futura decisión de extender el apoyo militar —o de negarlo— a Ucrania o Taiwán. Trump erosionó el consenso entre los dos partidos que existía desde finales de la década de 1940 en torno a la firme defensa de un papel internacional liberal para Estados Unidos, y el actual presidente estadounidense, Joe Biden, aún no ha podido restablecerlo.
La mayor debilidad de Estados Unidos hoy radica en sus divisiones internas. Los analistas conservadores han viajado a la iliberal Hungría en busca de un modelo alternativo, y un alarmante número de republicanos consideran a los demócratas una amenaza mayor que Rusia.
Estados Unidos conserva una enorme cantidad de poder económico y militar, pero ese poder no se puede utilizar sin un consenso político interno sobre el papel internacional del país. Si los estadounidenses dejan de creer en una sociedad abierta, tolerante y liberal, nuestra capacidad para innovar y liderar como principal potencia económica del mundo también disminuirá. El 6 de enero selló e hizo más profundas las divisiones de Estados Unidos, y por esa razón tendrá consecuencias en todo el mundo en los próximos años.
Francis Fukuyama es profesor del Freeman Spogli Institute for International Studies de Stanford y autor de Liberalism and Its Discontents, de próxima publicación.