Para nadie es un misterio que Rusia, gracias al comando de Putin, se encuentra en intenso proceso de expansión territorial. No está claro si el objetivo será la reconstrucción de un imperio euroasiático como pronosticó en 1997 Zbigniew Brzeziński, o si ese imperio trascenderá la forma euroasiática para convertirse en una réplica territorializada de lo que fue la URSS, posibilidad considerada por el mismo autor.
Revisando los tres últimos libros que escribiera Brzeziński, El poder mundial único (1997) La segunda Chance (2007) y Visión estratégica (2012), se observa en quien fuera consejero de Lyndon Johnson, Jimmy Carter y Bill Clinton, la configuración de fases estrechamente ligadas a los tres periodos en que escribió esos libros.
El primer de los citados, es un libro muy optimista. Cuando fue escrito, después de la caída del comunismo, EE UU parecía no encontrar rivales opuestos a su hegemonía mundial. No obstante, Brzeziński ya alertaba sobre un peligro en potencia: la disgregación del espacio euroasiático o, justamente lo contrario, su proyección como fuerza geopolítica mundial bajo la batuta imperial rusa.
Para que la segunda opción fuera real, era necesario –según Brzeziński- que EE UU trabajara en estrecha colaboración con la Rusia poscomunista, lo que a su vez suponía que Rusia continuaría el proceso de democratización y occidentalización impulsado por Gorbachov y Yelsin. De más está decir, el proyecto de Brzeziński no ha sido realizado. Por lo menos, no en en su totalidad.
Estamos efectivamente presenciando la reconstrucción de una potencia euroasiática dirigida por Rusia, pero no en cooperación sino en contraposición a los intereses de los EE UU y sus aliados europeos. Para que esa visión hubiera sido realidad eran necesarias algunas condiciones a tener lugar en Europa. La primera, un bloque sólido europeo dirigido por Francia y Alemania (de modo premonitorio Brzeziński dejó afuera a Inglaterra). Esa condición se ha dado solo en parte.
La conducción franco-germana en la UE es inobjetable, pero el bloque que ambos conducen está lejos de ser sólido. La creación de un frente político-militar entre una Europa unida y los EE UU fue, como es sabido, interrumpida brutalmente por Trump quien enfiló directamente en contra del que había sido el pilar más robusto de la Guerra Fría: la Alianza Atlántica y su expresión orgánica, la NATO. Ambas se encuentran en estado de precaria reconstitución durante Biden, lo que no ha pasado por alto a esos ojos de lince que tiene Putin.
Una segunda condición, quizás la determinante, era la disposición occidentalista de Rusia de la que Brzeziński comienza a despedirse en su libro Segunda Chance. Allí acusa directamente a la administración Bush Jr. haber dilapidado en guerras absurdas, sobre todo con la destrucción de Irak, las pretensiones hegemónicas de los EE UU.
Mirando los acontecimientos en retrospectiva, Brzeziński tenía razón. La guerra contra Irak no solo destruyó a uno de los países más modernos del Oriente Medio, además construyó el camino para que a Rusia le fuera abierta una zona geopolítica que hasta entonces había estado cerrada en la región.
El apoyo irresoluto de los EE UU a los movimientos que dieron origen a la Primavera Árabe (2011) creó las posibilidades para que la Rusia de Putin, en nombre de la lucha en contra del terrorismo que emergía desde las ruinas de Irak, convirtiera a Siria en un protectorado militar al servicio de la política de Rusia, no sin antes aplastar a sangre y fuego a la rebelión democrática de ese país, levantada en contra del dictador Bashar al-Asád. Con la anexión militar de Siria, los apetitos de Putin dejaron de ser solo regionales y pasaron a ser globales.
En su último libro Visión estratégica: América y la Crisis del poder global, Brzeziński, a diferencia de sus anteriores libros, escribe en un tono defensivo. Evidentemente, ha comenzado a pensar en el descenso global de los EE UU, descenso que arrastra consigo a todo el Occidente político. La diferencia es que esta vez introduce, como factor dominante, la presencia de China. Las tareas para evitar el descenso completo de los EE UU frente a la emergencia de China, la ve Brzeziński nuevamente en una suerte de triple alianza entre EE UU, Europa, y Rusia (y Turquía) coordinando el espacio euroasiático. Como es sabido, las últimas recomendaciones de Brzeziński serían tomadas muy en serio por Donald Trump. El gobierno de Joe Biden, por el contrario, intenta volver la página hacia la era pre-Trump. Su discurso puede resumirse así: China es un competidor económico. Rusia, en cambio, ha sido reconstituida como una potencia militar cuyas ambiciones territoriales parecen ser insaciables.
Las condiciones para los EE UU, si pensáramos desde la perspectiva de un cuarto libro que nunca Brzeziński escribió, no pueden ser peores. EE UU no está en condiciones de continuar su juego aliancista con Rusia, el espacio euroasiático ha sido vaciado de todo control norteamericano, y Putin avanza a paso de vencedor hacia los límites que separan a Rusia con Ucrania, la guinda de la torta euroasiática. Como dijera el mismo Brzeziński en una entrevista concedida en 2015 a la publicación alemana Tagespiegel, “sin Ucrania, Rusia no puede ser un imperio”.Y aquí agregamos: y sin imperio, Putin no puede ser Putin.
¿Qué hacer? Hay dos posibilidades. ¿Dar libertad a Putin para que continúe su camino de anexión y luego, concluida su obra, vuelva a ser otra vez un aliado de occidente (como soñó Brzeziński y como se disponía a creerlo Trump) en contra de China? ¿U oponerse con todos los medios posibles a que el jerarca ruso culmine su obra geopolítica en Eurasia? Son, como se ve, dos caminos contrarios. Entre esos dos caminos, no hay ninguna vía intermedia. Y, lo que hace más difícil una decisión, para ambos caminos hay argumentos atendibles.
Miremos el primer camino: los argumentos que hablan a favor de dejar el campo libre a Rusia para que se apodere de Ucrania son diversos pero conectables. Ucrania ha pertenecido durante siglos al “espacio vital” de Rusia es un argumento de Putin que goza de cierta aceptación en los medios de opinión neo-nacionalistas occidentales. Para otros observadores, la reanexión de Ucrania no aumentaría el poder geopolítico sino, más bien, contribuiría a un debilitamiento económico de Rusia. Por de pronto, Rusia tendría que vivir permanentemente acosada por movimientos de liberación nacional en su periferia, sobre todo en las grandes ciudades de los países anexionados, donde la impronta anti rusa y pro occidentalista es más marcada que en las zonas agrarias. Si a ello sumamos el hecho de que Rusia está condenada a enviar todas las semanas tropas a Bielorrusia, a Georgia, a Chechenia, a Azerbaiyán, a Taykistian, y como hemos visto recientemente, a Kazajistán, Putin se metería en su “propio invierno ruso”. Ningún imperio, es la razonable opinión que cursa en Europa, menos uno con crecientes problemas económicos como Rusia, se encontraría en condiciones de resistir de modo permanente el acoso de tantas naciones rebeldes, aún al precio de convertir a todo el espacio euroasiático en una carnicería internacional (No negamos que Putin pueda hacerlo). En breve: para quienes defienden el camino de la no intervención, Putin es un gigante, pero con pies de barro.
La posición contraria tampoco carece de argumentos. Si Rusia es convertida en la cabeza de una Eurasia militarizada, pronto intentará alargar sus tentáculos hacia Europa del Este y hacia los países bálticos, si no para apoderarse de ellos, para mantenerlos por lo menos dentro de una sub zona de influencia (Sobre esa segunda posibilidad escribiremos pronto una nueva nota).
Hay que cerrar el paso a Rusia y eso pasa por impedir que Ucrania caiga en los brazos de Putin, parece ser por ahora la divisa de Biden. Pero para que ello sea posible, Biden requiere del concurso de Europa Occidental y así dejar claro a Putin que la comunidad de naciones democráticas está decidida a bloquear su avance imperial, cueste lo que cueste. Pero de esa decisión –hay que decirlo- la mayoría de los gobiernos europeos están muy lejos. Siguiendo el estribillo del gobierno alemán, corean que el “problema” solo se puede solucionar de modo diplomático. Putin debe reír cuando los escucha. Y Zelenski debe llorar. El presidente ucraniano, casi al borde de la desesperación, pide armas para detener la invasión en cierne. Alemania niega ese camino. Francia duda.
Como es posible deducir, las dos alternativas, entregar Ucrania a Rusia o defenderla con decisión, son posibles. Lo que no es posible es no tomar ninguna alternativa. Tampoco es posible intentar tomar las dos al mismo tiempo y mucho menos intentar un camino intermedio (algo así como un poco de paz y un poco de guerra)
Hay que destacar por último que ambas alternativas tienen que ver con China. En caso de aceptar EE UU el avance de Rusia, Occidente se vería obligado a recabar la ayuda de China o, por lo menos, garantizar su neutralidad, a fin de impedir una segunda era de expansión global del imperio Putin. La segunda, la vía militar, también requiere de la neutralidad de China y por cierto de fuertes concesiones a su hegemonía económica (en el fondo, la única que a China interesa) Desde esa perspectiva, el futuro geopolítico de los EE UU estaría en manos de China. A menos, y esta sería una tercera variante, que las próximas elecciones norteamericanas sean ganadas por el nacional-populismo de Trump. En ese caso Rusia tendría todos los caminos libres para continuar alegremente su expansión territorial bajo la condición de que se convirtiera en aliado disuasivo de los EEUU frente a China. El problema es que esa solo es una posibilidad. Y Putin, ya lo sabemos, no apuesta a posibilidades. Más todavía si ha observado que, aún sin tener un aliado como Trump, está mejor posicionado que los EE UU frente al tema Ucrania.
Borrascosas se ven las nubes que avanzan hacia Occidente. No sacamos nada con mirar hacia el lado.