Para Chile, 2021 fue el segundo año de la pandemia; fue el año del arranque, tironeado y complejo, de un proceso constituyente democrático y paritario único en nuestra historia; de la demagogia y el desgobierno de poderes públicos desbordados por su pérdida de legitimidad; del gasto público desenfrenado, los retiros y la inflación; de un maratón electoral en que elegimos convencionales, alcaldes, concejales, gobernadores, consejeros regionales, diputados y senadores; y finalmente, de una elección presidencial que barrió a las coaliciones tradicionales para entregar La Moneda a una nueva alianza política, encabezada por el presidente de la República más joven de nuestra historia. Pero si hubiera que rescatar un solo hecho de este año de constante montaña rusa, creo que este sería la campaña de vacunación.
La épica lenta de millones de chilenos yendo a consultorios, estadios o sedes comunitarias, una, dos y tres veces, para poner el hombro (y el brazo) en la lucha contra la pandemia. Ahí se condensan las razones de por qué, pese al fatalismo de algunos, podemos tener esperanza en Chile. Y también ahí asoman los caminos para convertir esa esperanza en realidad. Partamos por los resultados, que son notables. El plan de vacunación comenzó como un regalo de Nochebuena, el 24 de diciembre de 2020, y desde entonces acumula más de 43 millones de dosis, con una cobertura del 87% de la población, incluyendo el 92% de los mayores de 18 años. Dos de cada tres chilenos ya tienen incluso su dosis de refuerzo. Cualquier comparación internacional revela lo extraordinario de este esfuerzo. Chile está en el top ten mundial del porcentaje de ciudadanos inmunizados, compartiendo los primeros lugares con países más ricos, como Emiratos Árabes Unidos, Singapur, Portugal o Brunei. Mientras la estupidez antivacunas y las burradas conspiranoides campean por el mundo, más de 16 millones de chilenos han confiado en la ciencia y han decidido vacunarse. Su confianza ha permitido reabrir colegios, retomar vidas cotidianas y recuperar empleos. Además, han salvado su salud y, en miles de casos, sus vidas. De 100 mil personas que tienen su esquema de vacunación completo, incluida la dosis de refuerzo, apenas 0,34 están en la UCI por coronavirus. Entre quienes no tienen el refuerzo, son 0,95. Y para los no vacunados, la cifra sube a 3,46.
En palabras simples, vacunarse baja en diez veces la probabilidad de terminar batallando contra la muerte en una unidad de cuidados intensivos. Así pasamos de un otoño horrendo, con 316 muertos en un solo día de marzo, a un esperanzador inicio de 2022. Bloomberg eligió a Chile como el mejor lugar del mundo para estar en este fin de año, en su ranking mundial de resiliencia al Covid. Al menos en un aspecto, somos un ejemplo internacional, envidiado por países con más recursos. ¿Es posible extrapolar este éxito a otros desafíos que enfrentamos en un momento tan crucial de nuestra historia? Creo que sí.
La primera lección es que los méritos son compartidos. La Universidad Católica fue la primera que se la jugó por la vacuna de Sinovac. La Universidad de Chile condujo experimentos clínicos que ampliaron nuestro acceso a los laboratorios internacionales. El gobierno apostó decididamente por las vacunas, cerrando acuerdos tempranos con distintos proveedores. El sistema público de salud aportó su musculatura para llegar con la logística requerida a todos los rincones de Chile. Nuestra cultura de vacunación, creada a lo largo del siglo 20, nos permitió avanzar sobre un camino ya conocido. Científicos, gremios y medios de comunicación ayudaron a crear conciencia pública.
No fue ni un gobierno, ni un partido político, ni una empresa, ni un segmento de ciudadanos los que lograron el éxito. Fue una tarea compartida entre todos, entre el Estado y la sociedad civil. En un país donde las alternativas de más Estado o más mercado parecen siempre excluyentes, la vacunación nos muestra que el camino está en la colaboración, con un Estado ágil y musculoso que sea facilitador y organizador, rompiendo las inercias para poner a los mejores talentos de la academia, la ciencia, la empresa privada y el mundo del emprendimiento a trabajar juntos.
Esa es la colaboración que necesitamos en desafíos como diversificar nuestra matriz productiva, crecer en investigación y desarrollo, aprovechar la oportunidad del hidrógeno verde, del litio y de la explotación sustentable de recursos naturales.
Y es el tipo de acuerdos que requerimos para concordar una Constitución legítima este 2022, y desde esa base avanzar hacia pactos sociales duraderos en temas como previsión, impuestos o solidaridad.
La segunda lección es que hay bienes públicos a los que debemos acceder en igualdad de condiciones, de acuerdo a nuestras necesidades y no a nuestro bolsillo. El calendario de vacunación priorizó a la población más vulnerable y de mayor edad, no a los vecinos de ciertas comunas, ni a los afiliados a isapres. Tampoco se pusieron las vacunas en el mercado para que los más ricos pudieran comprar antes su inmunidad. Y, salvo a contados sujetos como el señor Gil de la Clínica Las Condes, a todos nos parece que eso es lo justo y lo lógico.
Sin embargo, ese sentido común escasea cada día en Chile. Es el dinero, y no los criterios de justicia, el que decide quiénes están adelante y quiénes muy atrás en la fila para acceder a tratamientos de salud, consultas de especialistas, cirugías, educación de calidad, áreas verdes, seguridad para sus barrios o la jubilación para tener una vejez digna.
¿Por qué lo que es justo, evidente e indiscutible en una pandemia, resulta en cambio tan difícil de aplicar en tantos otros aspectos que definen la vida y la muerte en nuestra sociedad?
Cuando trabajamos juntos, y cuando nos miramos los unos a los otros como semejantes, depositarios de los mismos derechos y deberes, construimos una sociedad mejor.
Tal vez sea esa la gran lección que nos deja el 2021. Una que permite entrar al 2022 con esperanza.
(La Tercera)
La primera lección es que los méritos son compartidos. La Universidad Católica fue la primera que se la jugó por la vacuna de Sinovac. La Universidad de Chile condujo experimentos clínicos que ampliaron nuestro acceso a los laboratorios internacionales. El gobierno apostó decididamente por las vacunas, cerrando acuerdos tempranos con distintos proveedores. El sistema público de salud aportó su musculatura para llegar con la logística requerida a todos los rincones de Chile. Nuestra cultura de vacunación, creada a lo largo del siglo 20, nos permitió avanzar sobre un camino ya conocido. Científicos, gremios y medios de comunicación ayudaron a crear conciencia pública.
No fue ni un gobierno, ni un partido político, ni una empresa, ni un segmento de ciudadanos los que lograron el éxito. Fue una tarea compartida entre todos, entre el Estado y la sociedad civil. En un país donde las alternativas de más Estado o más mercado parecen siempre excluyentes, la vacunación nos muestra que el camino está en la colaboración, con un Estado ágil y musculoso que sea facilitador y organizador, rompiendo las inercias para poner a los mejores talentos de la academia, la ciencia, la empresa privada y el mundo del emprendimiento a trabajar juntos.
Esa es la colaboración que necesitamos en desafíos como diversificar nuestra matriz productiva, crecer en investigación y desarrollo, aprovechar la oportunidad del hidrógeno verde, del litio y de la explotación sustentable de recursos naturales.
Y es el tipo de acuerdos que requerimos para concordar una Constitución legítima este 2022, y desde esa base avanzar hacia pactos sociales duraderos en temas como previsión, impuestos o solidaridad.
La segunda lección es que hay bienes públicos a los que debemos acceder en igualdad de condiciones, de acuerdo a nuestras necesidades y no a nuestro bolsillo. El calendario de vacunación priorizó a la población más vulnerable y de mayor edad, no a los vecinos de ciertas comunas, ni a los afiliados a isapres. Tampoco se pusieron las vacunas en el mercado para que los más ricos pudieran comprar antes su inmunidad. Y, salvo a contados sujetos como el señor Gil de la Clínica Las Condes, a todos nos parece que eso es lo justo y lo lógico.
Sin embargo, ese sentido común escasea cada día en Chile. Es el dinero, y no los criterios de justicia, el que decide quiénes están adelante y quiénes muy atrás en la fila para acceder a tratamientos de salud, consultas de especialistas, cirugías, educación de calidad, áreas verdes, seguridad para sus barrios o la jubilación para tener una vejez digna.
¿Por qué lo que es justo, evidente e indiscutible en una pandemia, resulta en cambio tan difícil de aplicar en tantos otros aspectos que definen la vida y la muerte en nuestra sociedad?
Cuando trabajamos juntos, y cuando nos miramos los unos a los otros como semejantes, depositarios de los mismos derechos y deberes, construimos una sociedad mejor.
Tal vez sea esa la gran lección que nos deja el 2021. Una que permite entrar al 2022 con esperanza.
(La Tercera)