No sé si la sentís, no sé si tenéis esa sensación nublada de falta de sentido. No sé si tenéis miedo, no sé si tratáis de entender la ómicron, no sé si alguien más siente extrañeza ante la idea de que la muerte viaje cosida al corazón de cada vida. No sé si alguien puede convivir tranquilamente con su arbitrariedad. Pero tampoco entiendo por qué nos empeñamos en vivir de espaldas a la muerte (y a la vida), tan a ciegas. Porque, en realidad, quien no convive con la muerte no está viviendo la vida. Nuestra sociedad ha convertido la muerte en un tabú y nos ha vuelto a todos fantasmas, zombis en vida. Sin embargo, me pregunto si no tendríamos todos menos miedo si dejáramos caer las máscaras.
Que estar aquí es espléndido lo escribió Rainer Maria Rilke en uno de sus versos de las Elegías del Duino y precisamente ese verso titula hoy el libro sobre Paula M. Becker que ha escrito Marie Darrieussecq y acaba de publicar Errata Naturae. “El horror convive con el esplendor, no eludamos el horror de esta historia si es que esta vida es una historia: morir a los 31 años con una obra por delante y un bebé de 18 días”. Darrieussecq nos acerca la vida de la pintora Paula Becker, amiga íntima de Rilke y artista olvidada en el tiempo, igual que Clara Westhoff, la escultora que fuera esposa del propio Rilke. “Paula es una pompa de jabón entre dos siglos. Pinta rauda, como una centella”, escribe Darrieussecq sobre la brillante pintora. Lo maravilloso del relato y de la propia vida de Paula Becker es que resulta pletórica mientras convive con la idea de muerte —a los 26 años describe alegre en su diario cómo le gustaría que fuera su tumba— y con una vida plena que terminará temprano. Y en el olvido.
Al poco de conocerse, Rilke vio una tarde bailar a Paula y escribió algunos versos sobre aquel instante. “Nunca fueron tan rojas las rosas rojas/ como la tarde cercada de lluvia/ Largo tiempo pensé en tu pelo suave… / Nunca fueron tan rojas las rosas rojas”. Unos versos de juventud donde el esplendor y la pérdida coexisten en el pétalo de cada flor, como en cada vida. Lo que me resulta estremecedor al asistir al relato de su historia más de un siglo después de su muerte es que nos hayamos olvidado de mirar así. Ahora vivimos como si la muerte no pudiera jamás formar parte de la vida. O como si solo pudiera hacerlo con algunas condiciones que nosotros pudiéramos prefijar en un contrato. Vale, de acuerdo. Nos morimos, pero a condición de que no me ponga enfermo demasiado pronto, a condición de que sea a su debido tiempo, a condición de que me dé tiempo a tener éxito, a condición de que me reconozcan, a condición de que no envejezca por el camino, a condición de que estén a salvo los que amo… Evidentemente, ninguna de estas condiciones se puede cumplir para ninguna vida humana, de modo que la muerte es un fracaso absoluto en todos los casos. El reverso tenebroso es que la vida así imaginada se convierte también en una constante frustración, pues cada vez nos cuesta más vivir (y amar) sin condiciones. Lo que intento decir es que cada vez resulta más difícil asistir a un baile, una tarde cualquiera y tener la certeza de que Nunca fueron tan rojas las rosas rojas.
Una de mis experiencias de muerte más transcendentes sucedió en el pueblo de El Espinar, muy cerca de Madrid, hace ya muchos años. Había nieve en las copas de los árboles y en los arcenes y mi pareja, un hombre dos décadas mayor que yo al que por aquel entonces acababa de conocer, conducía el coche. No sé dónde íbamos, solo recuerdo que de pronto paró junto a un parque y se puso a caminar en medio del frío. Luego se agachó para tocar la nieve y empezó a llorar. “Aquí mi hijo conoció la nieve cuando apenas se sostenía sobre las piernas, acababa de cumplir dos años”, dijo. “Dio uno o dos pasos con miedo. Luego, se quedó quieto. Lo estoy viendo ahora mismo. Cuánto le echo de menos”. “¿Qué le pasó?” pregunté entonces pensando que había perdido al niño. “Simplemente, creció”, fue su respuesta. Aquella tarde yo era tan joven que aún no había sido testigo de todas las muertes que caben en un cuerpo, de todas las que cabrían en el mío incluso, pero intuí las que llevaba aquel hombre dentro.
Nos transformamos constantemente y morimos todos los días. Podría parecer que no hay consuelo para una vida así, pero lo cierto es que no hay consuelo cuando no podemos aceptar la vida en todo su esplendor y toda su muerte. A veces, cuando tengo miedo, me consuelo pensando que quizás, si consigo aceptar la muerte sin condiciones seré capaz de vivir también sin ellas. Creo, además, que en una sociedad como la nuestra, donde la muerte se ha convertido en tabú, los pensamientos sobre la muerte son en realidad pensamientos sobre las condiciones que ponemos a la vida. Pensar sobre la muerte es pensar sobre el fracaso, sobre la derrota, sobre el éxito, la trascendencia, el reconocimiento, el sentido… Casi nunca significa pensar sobre lo bello y lo terrible, sobre las rosas rojas, sobre las pisadas del niño que fuimos en el silencio de la nieve.
Leer la vida de Paula Becker es en este sentido un bálsamo para aprensivos. “Ya no soy Modersohn y tampoco soy ya Paula Becker. Soy Yo, y espero ser cada vez más Yo”, escribió la pintora a su amigo Rilke. Después desafió siglos de representación del cuerpo femenino, fue la primera en retratarse desnuda y embarazada y dibujó a madres desnudas con sus bebés, dando el pecho. Hizo lo que nadie había hecho jamás y murió joven. Luego, nadie la recordó. Fue una pompa de jabón y, al mismo tiempo, fue capaz de vivir la vida con todo lo que la vida tiene. Quizás ella sea un buen comienzo para ayudarnos a entender que no hay consuelo ni sentido que buscar y que quizás eso sea lo más consolador de todo.
El País
Nuria Labari, periodista y escritora.