El impacto que generó la disolución de la Unión Soviética en 1991 se hizo sentir de manera notable e inmediata en todas las esferas del sistema mundial. Entre otras cuestiones, no solo confirmó el fin de la Guerra Fría, sino que además reconfiguró el mapa de los movimientos sociales. El campo de las ciencias sociales y las humanidades también absorbió ese impacto y lo tradujo de manera veloz. Para un historiador de la talla de Eric Hobsbawm, por ejemplo, la caída de la urss supuso el fin del siglo xx1. Para otros autores, más arriesgados, directamente significó el fin de la Historia2. Más allá de los efectos que generó en la reconfiguración del mundo actual o en el ámbito de la reflexión historiográfica y filosófica, el final del país de los soviets tuvo consecuencias mucho más concretas y significativas para la propia sociedad rusa. Si para los pocos miembros de la vieja dirigencia comunista que decidieron el destino fatal del país modelado por la Revolución de 1917 significó un reposicionamiento como nueva elite capitalista, para muchos de los ciudadanos de a pie trajo la pérdida de una relativa estabilidad y la caída en la pobreza. En términos más generales, la disolución de la urss marcó para todos ellos el fin de un proyecto común compartido; de un mundo que –a pesar de sus múltiples falencias– era conocido y familiar para todos los que lo habían habitado. Una suerte de catástrofe apocalíptica, de «fin del mundo», cuyo efecto más notorio habría sido la incapacidad de imaginar el futuro. Pero, como apunta Alejandro Galliano, ese futuro llegó inexorablemente y, «después del fin del mundo, el mundo siguió existiendo»3. Por lo tanto, quienes comenzaron a vivir en la Rusia postsoviética tuvieron que pensar un futuro para el después de ese fin del mundo, especialmente para dos cuestiones tan sensibles como fundamentales: la reconstrucción de una identidad nacional dañada y la reconfiguración de las fuerzas de una izquierda desprestigiada. Si, como sostiene Bruno Groppo, la desaparición de la urss provocó «una gran crisis identitaria que, desde los años 90, la sociedad rusa se ha esforzado en superar con el objeto de reconstruir una identidad aceptable»4, la desacreditación del proyecto comunista que también produjo el colapso generó una crisis y una desorientación política de ese espacio que las fuerzas anticapitalistas de Rusia todavía están tratando de vencer, en el marco de un fuerte control del Estado nacional y de un recrudecimiento del neoconservadurismo global.
El impacto que generó la disolución de la Unión Soviética en 1991 se hizo sentir de manera notable e inmediata en todas las esferas del sistema mundial. Entre otras cuestiones, no solo confirmó el fin de la Guerra Fría, sino que además reconfiguró el mapa de los movimientos sociales. El campo de las ciencias sociales y las humanidades también absorbió ese impacto y lo tradujo de manera veloz. Para un historiador de la talla de Eric Hobsbawm, por ejemplo, la caída de la urss supuso el fin del siglo xx1. Para otros autores, más arriesgados, directamente significó el fin de la Historia2. Más allá de los efectos que generó en la reconfiguración del mundo actual o en el ámbito de la reflexión historiográfica y filosófica, el final del país de los soviets tuvo consecuencias mucho más concretas y significativas para la propia sociedad rusa. Si para los pocos miembros de la vieja dirigencia comunista que decidieron el destino fatal del país modelado por la Revolución de 1917 significó un reposicionamiento como nueva elite capitalista, para muchos de los ciudadanos de a pie trajo la pérdida de una relativa estabilidad y la caída en la pobreza. En términos más generales, la disolución de la urss marcó para todos ellos el fin de un proyecto común compartido; de un mundo que –a pesar de sus múltiples falencias– era conocido y familiar para todos los que lo habían habitado. Una suerte de catástrofe apocalíptica, de «fin del mundo», cuyo efecto más notorio habría sido la incapacidad de imaginar el futuro. Pero, como apunta Alejandro Galliano, ese futuro llegó inexorablemente y, «después del fin del mundo, el mundo siguió existiendo»3. Por lo tanto, quienes comenzaron a vivir en la Rusia postsoviética tuvieron que pensar un futuro para el después de ese fin del mundo, especialmente para dos cuestiones tan sensibles como fundamentales: la reconstrucción de una identidad nacional dañada y la reconfiguración de las fuerzas de una izquierda desprestigiada. Si, como sostiene Bruno Groppo, la desaparición de la urss provocó «una gran crisis identitaria que, desde los años 90, la sociedad rusa se ha esforzado en superar con el objeto de reconstruir una identidad aceptable»4, la desacreditación del proyecto comunista que también produjo el colapso generó una crisis y una desorientación política de ese espacio que las fuerzas anticapitalistas de Rusia todavía están tratando de vencer, en el marco de un fuerte control del Estado nacional y de un recrudecimiento del neoconservadurismo global.