Fernando Mires - JAVIER MARÍAS, O ESE SER QUE YA NO SOMOS

 



Debo confesar, no había querido leer Berta Isla, la penúltima de Javier Marías. Ganas no me faltaban. Pero había sabido de modo informal que era la primera parte de una segunda recientemente publicada con el nombre del personaje clave en la novela sobre Berta, Tomás Nevinson.

Si la hubiera leído antes, cuando llegara a mis manos Tomás Nevinson habría tenido que leer de nuevo a Berta Isla. Pero ahora que estoy comenzando el libro sobre Tomás Nevinson me doy cuenta de que es cierto lo que dijo Javier Marías, a saber que, para entender la trama de Tomás Nevinson no se requiere haber leído a Berta Isla. La trama, nótese. Pues una cosa es la trama y otra la narración. Porque ahora estoy a punto de conocer la historia de alguien que me es conocido. O mejor dicho: la de un conocido desconocido. Nevinson es las dos cosas a la vez.

Tomás Nevinson es un agente secreto, y como es secreto, su profesión consiste en no darse a conocer. Quien es verdaderamente Nevinson solo lo saben Javier Marías y sus lectores. Pero ni siquiera eso lo sabemos bien, entre otras cosas porque Nevinson es tan, pero tan secreto que, en ocasiones, el mismo no sabe quien es o llegado a ser. En los episodios de su vida es siempre alguien distinto a lo que antes fue. Esa es su tragedia. Esa es su vida.

Tomás Nevinson, el agente, es la representación de un alguien que ya no es ni será, alguien que murió en vida sin haber dejado de existir, un recuerdo de sí mismo, alguien que muere y renace entre los vivos y los muertos, o como dice Marías citando a T. S.Elliot: “Morimos en los que mueren, nos vamos con ellos. Nacemos con los muertos: ved, ellos regresan y nos traen consigo” Y al leer esas palabras, no pude sino preguntarme. ¿Es Tomás una excepción o una regla?

¿No somos casi todos una representación de nuestro ser deambulando por la vida en múltiples circunstancias, ejerciendo diversos roles, simulando distintos modos, adecuando nuestra personalidad a los oficios que ejercemos? El cargo hace al hombre, creo que fue Cromwell quien por primera vez lo dijo. Y el cargo –el oficio- impregna la personalidad de cada uno. Somos el resultado de diversos cargos u oficios. De alguna manera u otra, somos nuestros propios agentes secretos.

Berta en cambio sabe quien es ella. Es una mujer, es madre, y solo en tercer lugar es otras cosas. Quizás Berta –yo la vi así- representa el principio de la inmanencia. En cambio Tomás el de la trascendencia. En formato posmoderno ambos personajes reactualizan el mito originario de la hembra procreadora y del macho cazador. Mito que ni siquiera la liberación de la mujer de sus lazos patriarcales ha logrado desdibujar del todo.

Tiene mucha razón Marías cuando escribe: “Hay una fundada y extraña mística del matrimonio a la que nadie permanece inmune ni se sustrae eternamente, lo mismo que hay una mística de la maternidad. Sentimientos atávicos, seguramente”. No adquiridos socialmente, agrego yo; aunque sí impregnados en el cuerpo del ser histórico que somos. Como la mujer esperando al hombre que una vez desapareció detrás de la línea del horizonte, perdido en lugares que ella solo imagina. Pero, tarde o temprano, su hombre regresará. Y todo vuelve a ser igual que al comienzo, aunque ambos saben que después de cada regreso, nada será como antes. Así era la historia de Berta y Tomás.

No sé en verdad si eso fue lo que se propuso Javier Marías, pero yo leí a Berta Isla como una historia de amor. De amor, entiéndase, no romántica. De amor porque horada dos maderas del amor: la ausencia y la presencia, o si usted prefiere: el encuentro y el desencuentro. ¿Habría amado Berta a Tomás si este no se hubiera ido y por lo mismo nunca regresado? ¿No era la ausencia de Tomás la condición de un amor que existe gracias al peligro de su desaparición? ¿No es la historia que nos narra Marías la misma de Ulises u Odiseo? (Me refiero al de Homero, no al de James Joyce) actualizada en la era de la posmodernidad? ¿No es Berta, Penélope revivida?

Cierto es -seamos fiel a la narración– que ni Berta ni Tomás hablan del amor. Ni siquiera de fidelidad. Aunque, cada uno a su manera, fueron fieles. No me refiero a la trivial fidelidad de los cuerpos, a la de la promesa de castidad o a cosas parecidas. Los dos cogieron como dios manda en la larga ausencia a la que se vieron sometidos. Me refiero a otra fidelidad, a la fidelidad del no-olvido. A esa que llevó a Berta a no casarse de nuevo pese a que todo el mundo se encargaba de decirle que su marido estaba muerto. Pero faltaba la comprobación decisiva, la del cadáver. Sin cadáver no hay muerte.

Una fidelidad que acepta incluso compartir la ausencia y la presencia sabiendo que dentro del ser amado no hay un solo ser sino varios. Que en cada uno de nosotros hay mundos ocultos e inconfesos. Que no somos los buenos que aparentamos ser. Que hay monstruos escondidos en el alma. Que nunca somos ni seremos los mismos de ayer. Que no solo vivimos entre los vivos sino también entre los muertos.

Nunca sabremos muy bien quienes exactamente somos. En cada uno, mucho más en Tomás que en Berta, hay identidades perdidas o relegadas al olvido, modos de ser que a veces asoman en toda su intensidad en esos momentos en los que el ayer irrumpe. Como en el caso del agente secreto Nevinson, no todo lo que somos es real. La mayor parte del tiempo somos seres construidos, adaptados, ficticios, entidades montadas sobre una persona originaria de la que nadie, menos nosotros, sabe quien es.

De la vida que tenemos es muy poco lo elegido.

“Hacemos pero no hacemos Nevinson, o no hacemos lo que hacemos, o lo que hacemos nadie lo hace. Sucedemos simplemente”, reflexionaba Tupra, el enigmático y cínico superior de Nevinson. ¿Seguimos un destino pre-configurado entonces? No, de ninguna manera, nosotros configuramos un destino, pero a partir de circunstancias que surgen de la contingencia pura. Como en el caso de Nevinson quien para liberarse de un crimen nunca cometido y a él adjudicado, aceptó enrolarse en los Servicios Secretos del Reino de Su Majestad. En el ejercicio de esa profesión deberá asumir distintas identidades en diversos espacios y tiempos, llevar una vida radicalmente discontinua, y convertirse en actor de episodios donde él siempre será alguien diferente a lo que anteriormente había sido. Condenado a no ser nunca el mismo. Pero a la vez, a ser diferentes “mismos”.

“La historia es un tejido de momentos sin tiempo”, filosofa de pronto Marías. Creo que tiene razón. También cuando agrega: “Porque sé que el tiempo es siempre tiempo y el lugar siempre lugar, y lo que es real es real para su tiempo y para un lugar solamente”. Efectivamente: hacerse pasar por quien no era, era el oficio de Tomás. Pero al fin, ¿quién era Tomás? Creo que tengo una definición que a más de alguien puede desconcertar: Tomás Nevinson era un hombre que sin dejar de ser lo que era, no sabía quien era. Y en ese punto él era un exponente perfecto de la condición humana.

Somos al fin lo que creemos ser, un invento hecho por nosotros y otros. Pero para ser lo que vamos siendo, necesitamos no solo pasaportes sino también una auto-justificación. En otras palabras, una ideología.

“Somos los guardianes del Reino” – cuenta ensalzándose Tomás, a Berta. “Hay una defensa permanente y silenciosa del Reino de la que casi nadie se entera ni debe enterarse. Somos los atalayas, los fosos y los contrafuegos. Somos los catalejos, los vigías, los centinelas que siempre estamos de guardia, nos toque esta noche o no”. Panegírico escalofriante, si pensamos que no solo en Inglaterra rige una protección sobre-constitucional, sobre-real, sobre-natural, que vigila al Estado en contra del asedio de sus enemigos supuestos o reales, vigilancia en nombre de la cual está permitido asesinar, delatar, torturar y otras canalladas patrióticas que a un tipo común pueden costar una prisión perpetua. Esa es la ideología que protege a Tomás, como miembro de un super-Estado. Un Estado que nos hace recordar el Castillo al que desde lejos miraba el agrimensor K en la gran novela de Kafka. Un poder sobre el poder. La representación terrenal de un poder que se explica por sí solo y que no depende de nada ni de nadie. Todo perfecto, hasta que llega el momento en que Tomás comienza a intuir que ese poder al que con vocación y devoción había servido durante largos años, no pasaba de ser otra invención configurada, un invento, una no-realidad.

Desalojado de su cargo, ya no tan apto para cumplir las tareas que había realizado, la cúspide del poder decide prescindir de sus servicios. Entonces un desilusionado Nevinson enrostra a sus superiores lo que hicieron de él: Un ser sin identidad, sin pasado ni futuro. En vano, su destino ya no era cambiable. Y así, vaciado de vida y portando secretos innombrables, regresará hacia Berta quien al comienzo no lo reconoce. Tomás era otro pero a la vez era el mismo de antes.

El proceso de transformación de Tomás –similar al que experimentamos todos sin necesidad de convertirnos en agentes secretos– no lo había conocido Berta. Tomás regresaba a su Itaca madrileña desde otras vidas, desde otros cantos de sirena, desde otros mundos que no eran los de ella. Ya no podía amar al hombre que estaba frente a su puerta. Pero -lo que Berta no llegó a decirse, aunque evidentemente lo intuyó– fue que ese Nevinson que tenía por delante con un sombrero de marinero holandés, no era ni volvería a ser más el hombre que ella había imaginado que era.

Según Homero, Penélope tampoco reconoció a Ulises cuando regresó de su odisea. Solo lo reconocieron su nodriza Euriclea por una cicatriz, y su viejo perro.

¿De veras? ¿Fue así? De pronto me han entrado dudas. Puede ser también que Penélope, rodeada de pretendientes, lo hubiera reconocido pero al igual que Berta, entendido que el hombre que regresaba con indumentaria de mendigo ya no era el Ulises que había partido a Troya lleno de patriótico optimismo. Puede que el gran Homero haya guardado secretos que, como Ulises, no podía, ni debía, ni quería contar a sus semejantes. Sin embargo, a diferencias de la narración de Homero, nosotros, al leer a Berta Isla, no sabemos lo que vivió Tomás. Iré entonces a leer la segunda parte de esta apasionante historia: Tomás Nevinson.

Por ahora, dejando el tema de Tomás-Ulises a un lado, solo me resta afirmar: Berta Isla es una novela magistral. Y eso es poco decir.