Hay un círculo que se cierra en esta claustrofobia sin paredes. Se nota el acoso que habían padecido antes las ballenas, los elefantes, los osos y los tigres. Pasmosamente, en la ignota tierra de Kipling o en el infinito mar de Melville, no hay lugar para la vida. De esa geografía se despereza un destino maligno. Los primeros miedos de la humanidad, según nos enseñan los entendidos, derivaron de los novatos sobresaltos de la naturaleza. Los dioses iniciales siempre alertaban, eran parientes del viento, el sol, la luna, la tierra y una vasta cohorte de mitos agrícolas siempre atentos. Las religiones que administraron luego los enigmas y las fuerzas desconocidas, facilitaron un dialogo estable con ese pavor. El cielo fue entonces la mayor sede imaginaria y la astrología (tan madre de la astronomía como la alquimia de la química) su oficioso interlocutor. Según cada orbe fantástico, la relación entre realidad y fantasía se negociaba, desde el politeísmo que reproducía las controversiales autoridades de las ciudades griegas hasta los monoteísmos que heredaban el poder omnímodo de los caudillos nómadas. Cuidadosos de las causas, los griegos precisaban un dios que sople en la flota para castigarla después de Troya, fieles a la autocracia divina, los judíos precisaban que fuera justo el embarazo de una mujer de 90 años o que se perdiese una batalla por un pecado cometido mil años antes. Cada imaginación tenía su propia lógica, con diferente interés en la naturaleza técnica del milagro. Algunos precisaban un gestor físico o explicativo, otros tenían línea directa. Curiosamente, cuando la literatura fantástica heredó parte de los caudalosos misterios que monopolizaba la religión, la antigua fisura volvió a marcarse. Los desaforados terrores de Edgard Allan Poe no privaron al autor de su interés por los globos aerostáticos o los acertijos, el Fausto no desalentó a Goethe de su estudio científico sobre colores, el Frankenstein, criatura heredera del Golem, fue fundado por la moderna Mary Shelley en el incipiente electromagnetismo, no en la Cábala. El iluminismo y la oscuridad no desconocían sus límites, ni el miedo original de ambos. Probablemente, la ciencia ficción fue más eficaz en fusionar el atávico misterio con la revolución industrial. Así lo indica la optimista fantasía de Julio Verne o la más reflexiva de H.G. Wells. El cine solamente multiplicó esos encuentros, hizo claroscuros con el borde ignorado de la ciencia. Actualmente, acompañado por los arcaicos temores, retorna la naturaleza como el escenario del monstruo y el monstruo mismo. El cielo litúrgico vuelve a su salvajismo inicial. Los ecos y reverberos de erupciones, truenos y relámpagos, reviven el miedo ancestral. Un desconcierto cerval rige las inundaciones de Europa, las sequias de Argentina, los incendios de California o los ciclones del Asia. No obstante, esa sensación no encuentra símbolos, no desemboca en la religión o el arte como en aquel entonces, o lo hace apenas en fanatismos gastados, en imposturas menores, como el populismo o las teorías conspiratorias. |