Nelly Arenas - NACIONALISMO Y POPULISMO

 

La política moderna se monta sobre dos entidades edificadas ideológicamente: la del pueblo y la de la nación. La primera es una construcción política que sugiere unicidad frente a su contrario: un enemigo  exterior a él, llámese oligarquía, apátridas, ricos, corruptos; la apelación al pueblo es lo que, en primer lugar, otorga  sentido al populismo. Por su parte, la nación, en su acepción contemporánea, es decir como cuerpo político soberano, presupone al  nacionalismo lo cual significa que éste precede a la nación y no al revés. El nacionalismo promueve la idea de la nación como totalidad orgánica en el marco de un orden político que le es consustancial. Populismo y nacionalismo son dos formas afines de encarar la política. Ambos  se encontrarán retroalimentándose mutuamente en el discurso del poder a menudo desplegado por un tipo de liderazgo mesiánico y personalista. El líder populista, quien se asume como la encarnación del pueblo, también se asumirá como la personalización de la nación. De allí que el nacional populismo sea una categoría en la que ambos fenómenos se solapan. Como nos lo recuerda Fernando Mires conceptos tales como socialismo, fascismo, nacionalismo, no son cosas en sí y mucho menos separadas entre sí. Son cosas que pueden implicarse, añadimos. Vale esta observación también para las asociaciones que puedan hacerse entre nacionalismo y populismo.

Ayer y hoy: el nacionalismo en dos tiempos

En uno de los textos clásicos más reconocidos sobre el nacionalismo, Naciones y nacionalismo (1988) Ernest Gellner, su autor, examina este fenómeno en el contexto de las circunstancias sociales que lo propiciaron.  Según Gellner,  en el nacionalismo subyace  el principio político según el cual debe haber congruencia entre la unidad nacional (la nación) y la política (el Estado). Es decir, a una nación debidamente homogénea e integrada, deberá corresponder coherentemente un orden político o Estado. 

El origen del nacionalismo está vinculado a la emergencia de la industrialización. El nacionalismo, sostiene, está hondamente arraigado en los requisitos estructurales distintivos del  orden social industrial. Este proceso, como se sabe, requirió para su curso de unidades políticas centralizadas. De igual forma, exigió una educación alfabetizada generalizada con carácter obligatorio, disociada de los estrechos límites de las culturas locales; “exosocialización” es el nombre que  el autor da a este hecho. Tales elementos fueron indispensables en la fragua de la nación como “comunidad imaginada”, para utilizar el familiar concepto de Benedict Anderson (1997). En este desarrollo, el Estado aparece como el responsable de resguardar una cultura que debe ser orientada por la homogeneidad, así como de mantener un sistema educativo ineludiblemente estandarizante. Es el Estado la única corporación  competente para generar un modelo de personal capaz de permitir el cambio de  individuos   de un trabajo a otro en el seno de una economía en crecimiento. Esto, en razón de que todos los posibles empleados comparten similares pautas culturales y educativas. Movilidad y sustituibilidad son el quid de este asunto.  Para la mayoría, los límites de su cultura resultan en este marco  los de su propia posibilidad de emplearse y, en consecuencia, los de su dignidad. La inversión más preciada para los individuos, la esencia de su identidad, es la cultura alfabetizada en la cual se han educado. De tal modo que con ello germinó un mundo que satisfizo el imperativo nacionalista, argumenta Gellner. 

 Cuando las variadas desigualdades políticas, económicas y educativas que trajo consigo la industrialización modernizadora coincidieron con las étnicas y culturales, manifiestas y fácilmente identificables, las nuevas unidades nacionales que fueron emergiendo se cobijaron en las banderas étnicas. La mezcla explosiva en los inicios de la industrialización de elementos tales como: dislocación, movilidad, desigualdad aguda, buscará, señala, “todas las grietas y rendijas que pueda ofrecer la diferenciación cultural allí donde estén”. Completa la idea apuntando que el “maremoto de la modernización barre el planeta, y esto hace que casi todo el mundo, en un momento dado tenga motivos para sentirse injustamente tratado y pueda identificar a los culpables como seres de otra nación.  Si, además de esto, puede identificar a un número suficiente de víctimas como seres de su misma nación, nace un nacionalismo” (Ibidem: 145).  

 Al momento de escribir su texto (principios de los años ochenta), Gellner se planteó si el nacionalismo sobreviviría como fuerza política fundamental en una fase de industrialismo avanzado. Una fuerza que, como se sabe, constituyó la matriz del  fascismo y del nazismo siendo percibida por Isaiah  Berlin (1992), como la más poderosa y violenta de nuestro tiempo.  La tesis de Gellner era que, en una etapa más avanzada de industrialización, la intensidad del sentimiento étnico mermaría entre poblaciones que no se diferenciaran profundamente en la medida en que accedieran a  la riqueza producida por las fábricas.  Advertía, sin embargo, que era posible que se mantuviera una “diferencia notable”  entre los trabajadores inmigrantes y las poblaciones receptoras, caso en el que no cabría esperanzarse sobre una reducción de la hostilidad por parte de estas últimas (Gellner,1997). 

 El punto es que el ardor nacionalista, nunca replegado totalmente,  ha regresado en una era en la cual ya no podemos siquiera hablar de industrialismo avanzado.  Menos virulento que en  el pasado, es cierto,  ha vuelto en una época en la cual la economía ya no es movida principalmente por la industria sino por la sociedad del conocimiento y la digitalización.    Una era en la que la esfera de las finanzas se ha desanclado totalmente del mundo productivo real en un contexto de globalización económica que anula las economías nacionales y elimina viejas formas de trabajo de manera significativa.   Sociedad post industrial la han denominado algunos estudiosos. O “post social”, como prefiere conceptualizarla Alain Touraine en su trabajo El fin de las sociedades (2016), habida cuenta de la pérdida de control sobre las fuerzas de la economía ejercido otrora por las distintas instituciones sociales que le daban cuerpo a la sociedad. La contundente frase de Touraine “fin de lo social”, intenta recoger el desvanecimiento de una sociedad que se vertebró alrededor de actores bien definidos con competencias bastante delimitadas como las de la familia, la clase obrera, el empresariado, los partidos políticos. Todo ello en un marco de bienestar colectivo proporcionado por los estados de inspiración socialdemócrata de la posguerra. Desaparecidas estas condiciones; derrumbada la sociedad de clases y agotada la fuerza de las organizaciones partidarias, la gente se ve huérfana de representación evaporándose las lealtades políticas. Incluso la díada izquierda-derecha, que tanta solidez tuvo en el pasado, se desdibuja como referente de identificación política aunque todavía conserve innegable vigencia.  En un vacío como este, en el que la crisis de lo social arrastra a la política, emergen los nacionalismos populistas de última generación, glorificando a la nación como el summum de la vida en un ánimo que casi roza lo religioso.  La nación reaparece ahora como un dios  dispuesto a resarcir las privaciones de estos tiempos.  

 Pero las naciones, tal como las concebimos actualmente, no siempre existieron; no son producto de la universalidad sino de la contingencia histórica. Como indica Miller (1997), aunque las ideas relativas al carácter nacional son de antigua data, lo que resulta enteramente nuevo es la percepción de la nación y la nacionalidad como un cuerpo político capaz de actuar colectivamente y conceder autoridad a las instituciones políticas como portadoras del poder último de la soberanía.  La nación como un órgano natural, otorgado por Dios, no es sino un mito, sostiene Gellner.  En las sociedades preindustriales resultaba imposible su existencia. De modo que la nación y el sentimiento nacionalista no son inherentes a la humanidad sino una novedad en la historia reciente. El sentido moderno de la palabra nación no se remonta más atrás del siglo XVIII, como nos muestra Eric Hobsbawm (1995:27) recordándonos que, en 1908, el New English Dictionary señaló que el antiguo significado de la palabra nación representaba fundamentalmente la unidad étnica y que era su empleo más reciente el que denotaba “el concepto de unidad e independencia políticas”. Pese a esto, tanto la nación (como entidad única y soberana) como el nacionalismo, son concebidos y promovidos por los nacionalistas como consustancial al ser humano desde que el mundo es mundo. 

Nacionalismo y populismo: dos discursos que se complementan 

Todo nacionalismo se socorre de un discurso populista y, a la inversa, no existe discurso populista que no invoque el sentimiento nacionalista. La retórica populista ha movido fibras como la nacionalista, siendo capaz de extender su alcance más allá de los sectores interpelados por el populismo propiamente señala Rosanvallon (2020), refiriéndose a líderes actuales como Donald Trump o Erdogan.  

El nacionalismo, según Berlin (1992: 316), está muy relacionado con el espíritu que distinguió a los populismos del siglo XIX los cuales ensalzaron a los campesinos, a los pobres, a la “verdadera nación”. Aunque, a decir verdad, ni el populismo ruso, ni el americano fueron   nacionalistas como sí lo fueron los latinoamericanos.  En América Latina los populismos de mediados del siglo XX, con el peronismo a la cabeza, estuvieron fuertemente distinguidos por su impronta nacionalista. Sin duda, el nacional populismo hizo una época en América Latina. Debilitadas las oligarquías liberales a causa de la caída en las exportaciones de bienes  primarios  generada por la depresión de 1929, las masas hacen su entrada a la política guiadas por la palabra de líderes fulgurantemente carismáticos.   Fue este el caso del coronel Juan Domingo Perón, quien  hostigará sin pausa a la clase oligárquica y construirá discursivamente al pueblo en la forma de un ente único e indivisible.  El “pueblo entero” aparecerá como una de las transfiguraciones de las pasiones nacionalistas que estallaron luego de la primera Guerra Mundial. Muchas de ellas derivaron en populismos iliberales como el peronista, insiste Carlos Floria en su texto Pasiones nacionalistas (1998: 96). 

El peronismo fue levantado sobre la base de ideologías nacionalistas que amalgamaron al anticomunismo, al catolicismo y al antiliberalismo.  En un cuadro como ese, el ejército argentino aparecía como el portador de los verdaderos intereses nacionales. Cinco décadas más tarde, iniciándose el siglo XXI, otro militar, Hugo Chávez, replicaba en Venezuela la poderosa aura populista y nacionalista de Perón.

El populismo está en todas partes, pero América Latina es su paraíso” ha escrito Loris Zanatta (2021). Pero, a pesar de su enorme relevancia, el laboratorio populista y nacionalista no sólo se ha circunscrito a nuestra región. En las últimas dos décadas, experiencias de este tipo se han manifestado en Europa, Estados Unidos y otras zonas del planeta como Asia.  

Hoy los nacionalismos se reactivan de la mano de líderes populistas como Vladimir Putin, quien se hizo del mando con la oferta de reproducir el portentoso poder de los zares y conducir a Rusia de nuevo a la gloria y a la grandeza imperial. En la figura de un líder como Victor Orbán, primer ministro de Hungría quien, en una demostración de agresivo nacionalismo, anunció en 2015 la construcción de una barrera de 175 kilómetros a lo largo de la frontera sur con Serbia. La valla fue fabricada añadiéndosele 40 kilómetros a lo largo de los linderos con Croacia; se la cubrió con alambre de púas y una corriente eléctrica de 900 voltios.  “Nunca permitiremos que Hungría se convierta en un país objetivo de inmigrantes. No queremos minorías con culturas y antecedentes diferentes entre nosotros. Queremos mantener a Hungría como Hungría”, ha sentenciado Orbán. En Polonia, con el partido gobernante desde 2015 Ley y Justicia, cuyo jefe máximo   Jaroslaw Kaczynsky, ha desplegado una acendrada política de defensa de la identidad cultural y religiosa.  En un delirio de patriotismo económico el régimen polaco se   ha planteado prescindir de las inversiones extranjeras y “repolonizar” la economía del país. Retornar  a la autarquía en una palabra como si tal cosa fuese posible. 

La campaña electoral de Trump en 2016 con su “Make  America great again”, replicando el estilo de Putin, nos informó de un fenómeno político, el nacionalismo populista, que se extendía como una mancha de aceite sobre el planeta.  

En 2018  Trump se reconoció, pública y orgullosamente, como nacionalista pidiendo a la gente usar esa palabra: nacionalista. La filosofía de Trump es el nacionalismo, ha indicado Avik Roy (2016).  Esta filosofía involucra una percepción de la política que sitúa a la solidaridad nativista  por encima de todas las demás prioridades; una economía nativista enfrentada al comercio exterior; una cultura nativista que rechaza la inmigración así como una política exterior nativista que apostó por el aislacionismo de los Estados Unidos, subraya Roy. 

Trump perdió la batalla electoral en noviembre de 2020 y son escasas sus posibilidades de regresar a la Casa Blanca pero como movimiento, el trumpismo no se diluirá tan fácilmente dada las dinámicas estructurales referenciadas que gobiernan la vida de nuestros días. 

Vladimir Putin en Rusia, Victor Orbán en Hungría, Jaroslaw Kaczynsky en Polonia o Donald Trump en Estados Unidos, así como otros líderes de este género, han podido apelar a distintas modalidades del relato populista, pero todos ellos aparecen enlazados por un elemento que se repite invariablemente: un nacionalismo excluyente. Un nacionalismo que va más allá de los conocidos por las  últimas generaciones al fabricar un discurso en el cual los inmigrantes, la comunidad feminista o la LGBTI, aparecen poniendo en riesgo la homogeneidad cultural de la nación. Ya no es solo la  raza distinta a la propia, sino las preferencias sexuales de algunas minorías o el movimiento femenino batallando por los derechos de las mujeres, los que aparecen como enemigos a combatir en nombre de la pulcritud nacional.  Con ello se reproduce el mito de la construcción de la identidad nacional en una sola dirección, sin variaciones ni matices, como ha sostenido Clara Roig (2018).  Así, por ejemplo, la cámara municipal del católico pueblo de Krasnik en Polonia, prohibió en 2019 la estadía de personas homosexuales declarándose como el “primer territorio libre de LGBTI”. Otras ciudades polacas ya habían tomado previamente similares medidas gozando del respaldo tanto del partido de gobierno como de la iglesia católica. 

Nacionalismo populista iliberal 

Las anteriores son muestras de un nacionalismo iliberal y anti cosmopolita que se esfuerza por tomar distancia de una sociedad liberal, democrática y abierta como la occidental. A pesar de todas sus falencias, es en ésta donde han germinado y prosperado lo que Ronald Inglehart y Christian Welzel han llamado “valores de la autoexpresión”.  Entendidos los mismos como aquellos que reclaman plena autonomía de la persona en su elección con respecto a  su conducta social, sexual, religiosa o política. 

La democracia liberal ha llegado a su fin, ha declarado Victor Orbán.  Y es que en Europa central los nuevos gobiernos nacionalistas ven al liberalismo como el enemigo de la autodeterminación nacional. El motivo de este rechazo debe buscarse en el hecho de que el internacionalismo liberal ha intentado integrar algunas de sus ideas fundamentales en la legislación internacional, como por ejemplo los derechos de los refugiados, la independencia de los tribunales o la libertad de comerciar o invertir. Para Orbán, por ejemplo, esta institucionalización es inadmisible pues limita la capacidad de los gobiernos nacionales para introducir cambios radicales como ha señalado el periodista británico Gideon Rachman (2019). 

No obstante, los fuertes reproches de la Unión Europea (UE) a Orbán a propósito de las leyes homofóbicas que su partido hizo aprobar recientemente en el Parlamento de Budapest, revelan la determinación de este organismo de impedir que prosperen comportamientos que contraríen el espíritu respetuoso de los derechos humanos y el Estado de derecho que lo distingue. De “vergonzosas” ha calificado estas leyes  Ursula von der Leyen,  presidenta de la Comisión Europea.  La amenaza de impedir al gobierno húngaro el disfrute de los fondos financieros provenientes de la UE,  promete ser  un disuasivo de conductas aberradas como la del régimen de Orbán. Entre tanto, una decena de partidos de la derecha populista europea se han coaligado para reivindicar las “inviolables competencias” de los estados miembros y enfrentar a la “oligarquía” que comanda a la Unión Europea la cual, según esas organizaciones, aspira a crear un “superestado” en el que no tienen cabida ni las “tradiciones” ni los “principios morales”.     

En Europa, las diferentes expresiones de populismo, sean de izquierda o de derecha, se emparentan en cuanto a sus críticas a la política y a la execración de las instituciones de Bruselas. La exaltación del sentimiento soberanista y la convocatoria a formar “una simple Europa de naciones”, se comportan como un denominador común entre ellos, observa Pierre Rosanvallon (2020: 91). A ambos tipos de populismo los identifica también   la proximidad al régimen autoritario de Putin. 

 Obviamente el registro de nacionalistas populistas no se agota ni mucho menos en los nombres señalados. Marine Le Pen en Francia, Jair Bolsonaro en Brasil, Rodrigo Duterte en Filipinas o Narendra Modi en la India, son algunos de los populistas que integran el elenco de líderes en el mundo, cuyos gobiernos se  orientan por un nacionalismo repulsivo.

Los nuevos nacionalistas califican a sus enemigos como “globalistas” tal y como sí una conspiración universal, alevosa y premeditada, se urdiera en contra de sus naciones amenazando su pureza y poniendo en cuestión su aspiración de grandiosidad. Pero, sobre todo, confiscando su orgullo moral y su sagrada soberanía.   

Estos nuevos liderazgos han sido etiquetados como de “derecha radical populista”.  Sin embargo, para el caso de Europa, Takys Pappas, un experto en populismo de la Universidad de Helsinki, señala que este funciona como  un concepto “ómnibus”. Un concepto que encubre diferencias sustanciales entre distintos frentes políticos que amenazan la democracia europea y retan los principios sobre los cuales se cimentó la UE. El autor distingue entre antidemócratas, nativistas y populistas, expresiones políticas diferenciadas que ameritan estudios empíricos específicos. Los antidemócratas hacen presencia tanto en la derecha como en la izquierda extremas. El primer grupo propugna ideologías ultranacionalistas y, por supuesto, asume contundentes posiciones en contra de los flujos migratorios. Independientemente si son de izquierda o de derecha, todas las organizaciones de este grupo se oponen al capitalismo y al mercado abierto. Hacen una llamada, en el caso de la derecha, para que el Estado alcance autosuficiencia económica nacional y, en el caso de la izquierda, para que se conforme una economía colectivizada de naturaleza estatal.  Por su parte, el nativismo europeo, en franco ascenso gracias a las recientes y masivas olas migratorias, tiende a confundirse con el populismo  pero, a diferencia de éste, el nativismo no actúa contra el liberalismo político. Su leit motiv es la oposición a la inmigración y al multiculturalismo; este último, principio fundacional de la institución europea. El populismo apunta directamente a su polo negativo, el liberalismo político; de allí que sea siempre democrático pero no liberal.  El populismo constituye el desafío más amenazante a la Unión Europea, concluye Pappas.

Aprovechando  el razonamiento de Takys Pappas, conviene recordar aquí que los populismos desdeñan las mediaciones institucionales, la división e independencia de los poderes, dándole preferencia a los mecanismos de democracia inmediata, como los plebiscitos y referéndums. Las instituciones y procedimientos de la democracia liberal representativa son concebidos como impedimentos para que se manifieste la voluntad popular resumida en el líder.   

Coincidiendo con Pappas, Fernando Mires (2021) considera que “ultraderecha” o “derecha populista” son denominaciones insuficientes, tomando partido por la de nacional populismo.  Mires refiere un conjunto de casos en los cuales el populismo puede aparecer como adjetivo del sustantivo nacional; es decir, como subordinación de lo populista a lo nacional. En esta perspectiva, estaríamos hablando de un  nacionalismo identitario  inferido de una etnia, una raza, un color de piel, en línea similar a la de los fascismos del pasado. El trumpismo en Estados Unidos y VOX en España, partido que también replica el llamado a hacer grande otra vez a la nación que encontramos en Trump y Putin, son dos magníficos ejemplos. A la inversa, los populismos nacionales, son primero populistas y luego nacionalistas. Se expresan en el campo de la izquierda, y están representados básicamente por Chávez en América Latina y por Podemos en Europa.  En nombre de la democracia total los nacionalistas, tanto en su formato de izquierda como de derecha, procuran hacerse del poder total, remata Mires. 

Ambas aproximaciones, tanto la de Pappas como la de Mires, contribuyen al trabajo de reconocimiento y discusión del fenómeno populista y nacionalista en estos tiempos de globalización y de crisis de la representación política. 

 A pesar de que el nacionalismo no es un valor que esté inscrito en los genes de la humanidad, como se ha dicho, el vacío generalizado de referentes sociales, culturales y políticos, así como la pérdida de peso de las economías nacionales y la centralidad que ocupaba el individuo en el sistema económico industrial, parecieran explicar su vuelta. Con él, los líderes populistas intentan clausurar las puertas de sus naciones replegándolas sobre sí mismas.  Aquí reside, tal vez, la clave para entender lo  que se ha dado en llamar “perdedores de la globalización”. A estos interpeló Trump en los Estados Unidos  con su discurso nativista.

Contra la hipótesis de Gellner de que mayor desarrollo industrial junto con la riqueza que este trae aparejada, podrían hacer posible la disminución de las tensiones nacionalistas por motivaciones étnicas, llama la atención su persistencia. La causa la avizoró el mismo Gellner (1997) al prever que un flujo de trabajadores inmigrantes, justo como el que estamos presenciando en estos últimos años, desataría agresiones xenófobas como las que se han desencadenado en varios países de  Europa,  tanto occidental como central. 

Pero el discurso populista también aparece teñido de  sexismo y  homofobia y a la maniquea visión del pueblo y su enemigo permanente; los ricos, los apátridas, los corruptos,  se le suman ahora nuevos elementos que amplían y reactivan la dimensión moral  que intrínsecamente  posee el populismo. Los desafíos que tanto el nacional populismo, como el populismo nacionalista, entrañan para el pluralismo democrático y las libertades individuales en el mundo no deben  pasar desapercibidos.    

  

Bibliografía

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Berlin, Isaiah (1992) Árbol que crece torcido 

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Miller, David (1997) Sobre la nacionalidad EdicPaidós, Buenos Aires.

Mires, Fernando (2021) “Nacional populismo o el asedio a la democracia” disponible en www.polisfmires.blogspot.com 

Pappas, Takys (2018) “Tres desafíos para la democracia en Europa: antidemócratas, nativistas, populistas” Revista latinoamericana de política comparada Vol. Numero 14. 

Rachman, Gideon (2019) “Cómo se está forjando un nacionalismo liberal en tiempos del Brexit” disponible en www.cronista.com 

Rosanvallon, Pierre (2020) El siglo del populismo Edic. Galaxia Gutenberg, 

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Roig, Clara (2019) “Nacionalistas y populistas: una radiografía de la extrema derecha” disponible en www.lavanguardia.com 

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Touraine, Alain (2016) El fin de las sociedades Edic. Fondo de Cultura Económica, México.

Zanatta, Loris (2021) “Tiene remedio el populismo en América Latina?” disponible en www.nytimes.com