A raíz de la transformación paradigmática que comenzó a manifestarse desde finales del 2018 por la aparición de nuevos actores en la disidencia en Cuba, que revitalizaron y ampliaron el alcance del ejercicio de las oportunidades políticas de los cubanos en su interacción con el estado totalitario, se ha producido un fenómeno interesante entre ciertos sectores que tradicionalmente han apoyado al régimen o que han tenido una actitud más o menos contestataria hacia este.
Estos sectores, generalmente intelectuales, han reaccionado de una manera muy crítica hacia algunas de estas nuevas figuras disidentes, provenientes de sectores populares, y mayoritariamente negras y mestizas, que inicialmente se estructuraron alrededor de un movimiento comunitario de jóvenes artistas alejados de las élites culturales de la isla: el Movimiento San Isidro (MSI).
Para entender este rechazo habría que hacer un poco de historia.
No hay que olvidar que el MSI no surge como movimiento opositor, ni siquiera político, sino que se aglutinó sobre demandas puntuales para el ejercicio de libertades artísticas frente a la implantación del Decreto 349, que escamoteaba la libertad creativa de sus miembros y su propia supervivencia como artistas. Enfrentaron un muro de intolerancia, represión y desprecio por parte de las élites totalitarias que controlan las políticas culturales cubanas, lo que contribuyó a la radicalización de sus demandas y del accionar del movimiento.
Esta radicalización produciría un salto cuantitativo y cualitativo de sus reclamos, que pasaron entonces del plano cultural al plano político. El ejercicio de derechos inalienables para la condición humana, y no solo artística, pasó a ser el centro de sus demandas al Estado. La falta de respuestas oficiales, y el acoso creciente hacia sus miembros, derivaría en una actitud de mayor confrontación, que alcanzó un punto álgido con el acuartelamiento y posterior huelga de hambre en Damas 955, sede del movimiento y vivienda de su líder: Luis Manuel Otero Alcántara.