Fernando Mires – ENTRE EL PODER Y EL SABER (a propósito de "El silencio de los abedules" de Carmen García Guadilla)
(Alrededor de los libros)
Quiso la casualidad – o la no casualidad – que la novela llegara a mis manos en un momento oportuno. Estaba precisamente por terminar de leer la magnífica novela Aquitania de Eva García Sáenz, a la que los críticos califican de narración histórica y con buen criterio agregan el estereotipo de trhiller medieval. Una novela que no solo relata un periodo de la vida de “el vientre de Europa” como se nombrara sarcásticamente a sí misma quien fuera reina de Francia y de Inglaterra, la bella, culta e inteligente Leonor de Aquitania. Y tenía razón: durante los días de Leonor, los dormitorios monárquicos de las recién formadas naciones de Europa procreaban descendencias que terminarían ramificándose a lo largo y a lo ancho de los reinados que darían forma y destino a la Europa de hoy. El poder monárquico, como todo poder originario, fue esencialmente fálico (creo que Lacan estaría de acuerdo con esa frase)
Como sucede con las buenas novelas, Aquitania deja consigo el deseo de saber más allá del siglo Xll que nos describe García Sáenz, deseo que en mí fue colmado por la aparición de otra novela. Me refiero a la escrita por Carmen García Guadilla bajo el poético título: El silencio de los abedules. En efecto, García Guadilla retomó el hilo justo donde lo había dejado García Sáenz: a fines del siglo Xll, arrastrándolo a lo largo del siglo Xlll.
Por un momento pensé que estaba frente a una suerte de continuación de Aquitania. Nada más errado. Al leer las primeras páginas de El silencio de los abedules pude constatar de que se trataba de una novela muy distinta. Entre ambas había un siglo de diferencia Y el tiempo, al fin, no pasa en vano.
Entre el siglo Xll y el Xlll mucho cambió en Europa. Los reinos ya no constituían territorios con tronos sino también con “cortes”. Los litigios inter-monárquicos ya no eran librados a punta de lanza y espada, sino también a través del debate y de la argumentación bien sostenida. De modo larvario estaban apareciendo los signos de esa práctica (o ciencia, o arte, o técnica) que hoy llamamos política.
Y así fue: la política, la de nuestro tiempo, no es una simple repetición de la de los antiguos griegos. Ella comenzó a incubarse ahí donde aparecieron diferencias las que en primera instancia eran culturales en un tiempo donde recién estaba teniendo lugar la separación entre el concepto de cultura con el de religión.
El paralelismo de las tres culturas en España -la judía, la cristiana y la musulmana-que según algunos autores coexistían amistosamente y según otros solo se toleraban con hostilidad, hizo que cada una aportara lo suyo a la formación reciente de un saber destinado a convertirse en universal, no solo por su multiculturalidad sino porque fue tomando forma en esos recintos del saber colegiado llamados después universidades.
Ese es precisamente el tema central de El silencio de los abedules: el nacimiento de la universidad hispana y europea, estudiada por García Guadilla con inteligencia e imaginación historiográfica y llevada al papel con fina prosa a través de los conflictos que tenían lugar en Castilla, relatados por el “héroe” del libro: no un rey, no un cruzado, no un guerrero, no un monje, sino un estudiante universitario: Jürgen- Rilke Sloterdijk, venido a Castilla desde la fría y alemana Würzbug.
Confirmamos entonces que los hechos históricos son el resultado de larguísimos e intrincados procesos formativos y por eso toda data fija será siempre arbitraria. Ni el renacimiento cultural ni la secularización política nacieron en un día determinado. Quizás ni nacieron. Quizás solo se mantenían subsumidos –y protegidos- al interior de las instituciones que sucedieron a la lentísima y nunca finalizada caída del imperio romano, sobre todo en los más oscuros conventos y monasterios. No es necesario volver a leer En Nombre de la Rosa de Umberto Eco, para saberlo.
Ese James Bond del siglo XlV, el monje Guillermo de Baskerville (alias Sean Connery) ya era a su modo un renacentista redomado, pero dos siglos antes de que apareciera ese periodo que los historiadores bautizaron con el mal nombre de “renacimiento”: a esa ruptura que quizás nunca existió entre el mundo medieval y el moderno. Lo mismo ocurrió con la secularización o separación entre la religión y el Estado. Muchísimo tiempo atrás esa separación ya existía, aunque de modo latente. Y antes de que se hiciera presente en los exteriores públicos de las cortes, luchaban en los interiores de las almas nobles, donde eran debatidos los deseos del cuerpo con los del deber-ser espiritual.
Jürgen, el estudiante alemán -lo dibuja con mano precisa García Guadilla- era un héroe de su tiempo. Por ejemplo, amaba a dos mujeres: una de belleza espiritual, otra de belleza muy corporal. Como suele suceder, aún en nuestros días, al final no se quedó con ninguna de las dos. No obstante, el brote secular ya asomaba desde las profundidades más ocultas de su alma mística. Su fascinación obsesiva por la trayectoria intelectual del herético teólogo francés Pedro Aberlardo (1079-1142), correspondía con su pensamiento culturalmente dualizado. Como miembro del naciente cuerpo estudiantil, Jürgen era un personaje en vías de secularización. Por su amor a los libros clásicos, era también un renacentista. La pasión de Jesús y la sabiduría de Aristóteles no eran para Jürgen, como tampoco para muchos teólogos de su tiempo, una contradicción insuperable.
Monumentales obras teológicas como las de Santo Tomás de Aquino, digámoslo de modo claro, no salieron de la nada. El cristianismo aristotélico del gran teólogo fue el recaudo de un tesoro guardado y protegido por la cristiandad más medieval. Cierto es que dos siglos después de Tomás, Maquiavelo opondría abiertamente el poder del Príncipe al del Papa. Pero los sabios teólogos de la escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria y Francisco Suárez a la cabeza, habían también establecido, en términos más filosóficos que teológicos, una separación entre ambos poderes: el religioso y el secular. Una separación que nunca había sido total. Todavía no lo es.
Caminando imaginariamente por las calles de la Palencia de Carmen García, pude divisar allí, pero en miniatura, la misma estructura propia a la mayoría de las ciudades medievales. Al centro o en lo alto, el palacio real. Muy cerca, los cuarteles militares. Luego, los conventos, monasterios y numerosas iglesias, y, lo más lejos posible de los militares, los centros de estudios religiosos desde donde nacerían las primeras universidades. En las calles cercanas al centro de estudios monacales, aparecían las bulliciosas tabernas. No muy lejos, los talleres de los copistas de libros (nunca sabremos cuanto le debemos a esos generosos trabajadores).
Naturalmente el Rey –fuera quien fuera– quería tenerlos a todos alineados en su torno. Pero pronto comprendería que esa sería una tarea imposible si no eran establecidas alianzas periódicas con unos o con otros de esos poderes. Pues, a la vez, esos poderes -y aquí reside lo complejo del asunto- no solo convivían de modo conflictivo entre sí, sino también al interior de cada uno de ellos. En el mundo religioso por ejemplo, tenía lugar una disputa soterrada entre la teología y las ciencias de la materia orgánica, incluyendo las del cuerpo humano. La teología a su vez no solo era teológica sino también filosófica. Y los soldados no solo eran militares, también había monjes combatientes organizados en ordenes religiosas, al estilo de los templarios, señores de horca y cuchillo. Hubo incluso militares muy intelectuales de los cuales nuestro siempre bien amado Miguel de Cervantes no fue el último ni tampoco el primero. Gran parte de la literatura del siglo de oro español nació de los relatos de batallas libradas siglos atrás. Soldados poetas, clérigos platónicos y aristotélicos, no eran rarezas en los mundillos cortesanos del siglo Xlll pre-español. Y mucho menos, en esas nacientes universidades que nos da a conocer García Guadilla.
Carmen García Guadilla, profesora universitaria al fin, tomó partido. Su libro está centrado en los Estudios Generales de tipo conventual los que lentamente comenzaron a dar origen a las universidades. Desde esas universidades del siglo Xlll comenzó a emerger nuestra modernidad, o dicho en términos toymbianos, los pilares conceptuales de la civilización occidental. En estudiantes como Jürgen, Berceo, Josef, Philippe, quienes discutían, reían y bebían en las tabernas, estaba renaciendo la amistad griega basada en la sabiduría y en los conocimientos: un pensamiento libre pero también asociado. No por casualidad, los primeros gremios, antecesores de las futuras clases sociales, surgieron de los estudiantes y de los profesores laicos contratados y, no por último, de esos copistas abnegados que reproducían letra a letra los libros de los grandes pensadores griegos y romanos.
“La universidad” –escribe Carmen García Guadilla– “representa la apertura al mundo, la discusión argumentada, la crítica a los falsos poderes. Ser miembro de la universidad, sea como maestro o como estudiante, otorgaba grandeza al espíritu, una libertad que capacita para ejercitar no solo el autoconocimiento, sino, a su vez, el reconocimiento del universo en que se vive”
Yo no sé si eso fue lo que intentó Carmen. Pero yo leí su libro como si hubiera sido un canto de amor a la universidad. A la de ayer y a la de hoy. De ahí que El silencio de los abedules, en mi opinión, más que novela histórica, es historia novelada. No es lo mismo. Que el lector busque la diferencia.
A través de libros como El silencio de los abedules será posible pensar que esa lucha que tuvo lugar entre el poder y el saber -o si se prefiere: entre el poder del tener y el poder del saber- sigue dándose en nuestro tiempo, aunque bajo diversas formas. Fue así como logré reconocer en el estudiante Jürgen y en sus amigos, no solo a mis antepasados de profesión, sino también a algunos de mis contemporáneos. Tengo la sospecha de que otorgar esa visión fue un propósito de Carmen García Guadilla.