Andrés Izarra - LA REGULACIÓN DEL DISCURSO, NECESIDAD DE LA DEMOCRACIA





Hace no mucho tiempo, cuando la información pública fluía principalmente a través de medios de comunicación analógicos, tuve que resolver disyuntivas anegadas en las aguas ético-políticas de la responsabilidad social del periodismo y la moderación del discurso en cuanto a la libertad de expresión. Primero, como periodista, enfrenté decisiones editoriales que suponían estas consideraciones. Luego, como político, participé del debate público y legislativo en torno a leyes que garantizaran estas libertades y protegieran de abusos a la ciudadanía.

El asunto, que ya entonces era espinoso, ahora, con la llegada de la revolución digital, internet y las redes sociales, se ha vuelto un Leviatán. La expulsión de Donald Trump de las plataformas de redes sociales en enero pasado ha levantado una ola más de atención sobre la complejidad de un problema que merece atención y contraste con los métodos usados en el pasado reciente para reglamentar el discurso.

Caso Richard Jewell

La primera vez que topé con este debate fue durante la cobertura de los Juegos Olímpicos de Atlanta, en 1996. Formé parte del equipo que cubría los juegos, en calidad de editor de Asignaciones del Canal de Noticias NBC. Una semana después de inaugurado el evento, estalló una bomba en el Parque Olímpico del Centenario: plaza pública construida en el centro de la ciudad con motivo de las olimpíadas.

Un guardia de seguridad, Richard Jewell, halló la bolsa que contenía tres artefactos explosivos y procedió a evacuar el área. Esta acción evitó que el número de víctimas fuese mayor.

Eran tiempos previos a los atentados del 11 de septiembre de 2001. La paranoia colectiva ante el terrorismo aún no invadía a la ciudadanía; sin embargo estaba fresco el recuerdo de la voladura del edificio federal Alfred P. Murrah, en Oklahoma, el año anterior.

Esa noche, a medida que llegaba información a nuestra redacción, emergía el héroe de la jornada, el salvador del día, el guardia de seguridad, Richard Jewell. Fue un retrato efímero: un par de días más tarde, el Atlanta Journal Constitution (AJC), diario decano de la ciudad, comenzó a publicar información que disputaba este relato. Fuentes policiales del diario sugerían que la actuación de Jewell había sido un esfuerzo del guardia por lograr fama y notoriedad. Para el AJC, Jewell era en realidad un narcissist terrorist (terrorista narcisista).

CNN, también con base en Atlanta, se unió inmediatamente a esta línea de cobertura: varios camiones satelitales se apostaron frente a la casa de Jewell para transmitir en vivo lo que en efecto se desarrolló como un juicio mediático, exponiendo a la opinión mundial detalles de su vida privada. El monstruo del espectáculo, siempre hambriento, engullía una nueva víctima para conquistar la atención de la audiencia (y embolsillarse ganancias). El acoso duró 88 días, hasta que el FBI, que originalmente había filtrado la información, declaró a Jewell libre de toda sospecha.

El espectáculo, erigido sobre la libertad de expresión, había destruido la vida de un hombre inocente que, a pesar de demandar a los medios y recibir importantes compensaciones económicas impuestas por las cortes, quedó marcado para siempre por la traumática experiencia.

Un año después de aquello, empecé a trabajar para CNN. En la sala de noticias de Headline News, lo ocurrido era aún tema de conversación entre los periodistas de la cadena. Los jefes acusaban el golpe financiero de la demanda y aludían frecuentemente al “cabezazo” periodístico que significó esa cobertura para la cadena. Puesto que el alerta siempre venía acompañado de un énfasis en los costos asociados a la “pifia”, lo interpreté como un llamado de atención sobre las decisiones editoriales que pudieran traducirse en pérdidas para la compañía en aras del espectáculo.

El Caracazo

En febrero de 1989, a semanas de instaurado su segundo Gobierno, Carlos Andrés Pérez implementó un paquete de medidas de “ajuste” económico. En respuesta al aumento repentino de los precios de la gasolina, una reducida protesta en la ciudad dormitorio de Guarenas pronto se extendió como ola de saqueos en toda Caracas.

Los primeros avances informativos de la jornada ofrecieron imágenes de un jolgorio popular: personas cargando televisores y neveras huían de locales vandalizados; un hombre sonriente se alzaba con un costillar de res; una mujer arrastraba con dificultad un gran saco de harina. El pueblo de Caracas aprovechaba la oportunidad para hacerse libre e impunemente de cualquier mercancía, ante la mirada impotente de un cuerpo policial desbordado.

La cobertura televisiva de los saqueos azuzó una peligrosa llama. Parecía la invitación a una fiesta que nadie quería perderse. Involuntariamente, buscando informar, la televisión se convirtió en uno de los promotores de la jornada de violencia que se extendería por más de una semana.

La masacre que siguió a la rebelión popular no es asunto de este apunte, ni sus consecuencias políticas; pero entre los periodistas quedó clara la lección respecto a los límites en el manejo de la imagen en situaciones de orden público, al menos por varios años.

La cobertura televisiva del Caracazo es motivo de estudio cuando se consideran las barreras al discurso comunicacional, bien sean autoimpuestas o taxativas.

El golpe mediático

También viví en carne propia la conjura de los canales privados de radio y televisión en Venezuela. Gracias a su dominio sobre la atención de las audiencias, fomentaron y participaron en un brutal, aunque efímero, golpe de Estado contra el presidente Chávez y la democracia venezolana en abril de 2002.

Este es sin duda un caso extremo de abuso por parte de concesionarios del espacio radioeléctrico, inédito hasta entonces en la historia. Aunque el golpe militar-mediático fue derrotado, las instituciones del Estado fallaron en sancionar este atentado contra la democracia. Por una parte, el presidente Chávez, en “aras de la paz nacional”, decidió no proceder por vía administrativa a sancionar a los medios de comunicación. Por la otra, meses después, una sentencia infame del Tribunal Supremo de Justicia, compuesto mayoritariamente por opositores al Gobierno, eximió de responsabilidad a los militares golpistas.

“A cada conspiración sigue un perdón y a cada perdón sigue una conspiración”, alertó Bolívar en el Manifiesto de Cartagena. Casi dos siglos más tarde seguíamos en lo mismo: en diciembre de ese año 2002, la mediática privada venezolana acompañó nuevamente otro intento de golpe, esta vez protagonizado por la patronal FEDECAMARAS y la “meritocracia” de PDVSA.

Los principales medios radioeléctricos venezolanos secundaron el sabotaje de nuestra industria petrolera y el paro patronal. Durante sesenta y cuatro días dedicaron sus espacios publicitarios a transmitir exclusivamente propaganda para inocular zozobra e incertidumbre en la ciudadanía y con miras a derrocar el Gobierno democráticamente electo. Se trató de una gigantesca operación psicológica en contra de la población que, demostrando su alto nivel de conciencia, soportó estoicamente el embate.

Intolerancia con la intolerancia

La paradoja de la tolerancia de Popper refiere a la necesidad que tienen las democracias de defenderse contra la intolerancia. Las democracias no pueden ser tolerantes con los intolerantes.

La experiencia golpista de los medios privados en Venezuela en 2002 llevó al órgano regulador del espacio radioeléctrico venezolano, la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL), a introducir una legislación que cubriera el vacío legal que existía en torno al uso de este espacio público, para adaptarlo a la nueva constitución que los venezolanos se habían dado en referéndum.

El 4 de diciembre de 2004, la Asamblea Nacional aprueba la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión. Era un esfuerzo por democratizar el espacio radioeléctrico, por garantizar los derechos democráticos a la expresión de los venezolanos y la libre circulación de ideas. El Estado, a través de sus instituciones, ejerció su función reguladora y dotó a la sociedad de herramientas legales que permitieran garantizar el continuo ejercicio de esas libertades.

La Ley RESORTE fue entonces referencia continental, por la defensa de la democracia ante abusos de los concesionarios del espacio radioeléctrico. La misma sirvió de base para posteriores legislaciones aprobadas en otros países de América Latina que enfrentaban el uso cartelizado del espacio radioeléctrico y la unilateralidad en el discurso público.

A partir de las políticas de democratización del espacio radioeléctrico y del fortalecimiento de la estructura legal-institucional, se logró un marco de responsabilidad que obligaba la moderación del discurso público, sin menoscabo de la libertad de expresión ni de la paz social.

Esto fue así mientras el mundo se mantuvo analógico. La revolución digital cambió radicalmente el juego.

La nueva era

El metabolismo acelerado de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) significó accesos al espacio mediático exponencialmente más descentralizados y desconcentrados. Cada usuario adquiere el poder de ser en sí mismo un medio. El modelo fundamentado en la empresa periodística como intermediadora de la información y la discusión pública, se tambalea. El ciclo informativo pasa de un rango de 24 horas a un ritmo constante, continuo, inmediato. Los impresos sufren una reducción drástica de sus tirajes y muchos de ellos desaparecen.

En gran parte del orbe, el discurso público migra de las infraestructuras de telecomunicaciones a las redes sociales, donde los actores tradicionales de la política se encuentran con nuevos protagonistas.

La prensa, denominada cuarto poder de la era industrial, luce mínima frente al emergente quinto poder, esa potencia que da la tecnología digital a la gente para amplificar su voz a escalas inimaginables hasta el momento.

La conexión virtual permite que miles de millones transmitan simultáneamente sus voces en una dimensión global. Sin embargo, eso no significa necesariamente progreso para la comunicación humana. La capacidad computacional ayuda a la humanidad a hacer muchas cosas mejor, pero no la comunicación.

Centralización y ancho de banda

Dos diferencias fundamentales distinguen los medios tradicionales de las redes sociales.

La prensa produce sus contenidos de forma centralizada, con supervisión editorial. Los más respetados de sus miembros ejercen un periodismo sujeto a lineamientos editoriales y éticos públicos, y muchos cuentan con figuras contraloras internas que garantizan su cumplimiento. Estas organizaciones siguen métodos periodísticos que procuran aproximarse a una visión contrastada de los acontecimientos, de acuerdo a sus orientaciones editoriales: verifican fuentes, confirman y contrastan la información, sustenta sus observaciones sobre evidencia comprobable, refieren diversas perspectivas sobre el tema, por nombrar algunas de sus mejores prácticas en favor de la verdad. Esto faculta a las empresas mediáticas para calificar el contenido que comparten en sus plataformas, y hace posible que el público exija responsabilidad por los mismos.

Las redes sociales, por el contrario, bullen de contenidos generados por usuarios, puestos a circular de acuerdo a programación de algoritmos que evalúan las preferencias de los consumidores, con el fin de mantenerlos inmersos en la plataforma el mayor tiempo posible. Como consecuencia, las personas que navegan en redes sociales se ven privadas de casi todo control sobre los contenidos, y con frecuencia son expuestas a “noticias”, “información” y datos que tal vez nunca habrían buscado por sí mismas y cuya única intención es anclarlas al consumo en la plataforma.

Este contenido hiperindividualizado que las plataformas de redes sociales ofrecen a sus usuarios, al carecer de puntos de vista contrastados, puede llevar a una peligrosa unilateralidad en la percepción de la realidad. La alienación del pensamiento puede expresarse en conductas asociales y violentas por parte de individuos o multitudes. Muchos ejemplos dispone la historia, el más reciente y emblemático podría ser el asalto al Congreso de Estados Unidos.

La experiencia del usuario de los medios tradicionales, en cambio, requiere que la audiencia elija activamente el contenido que consume, en especial cuando los concesionarios del espacio radioeléctrico tienen como principio reflejar diversidad de visiones y opiniones, o cuando los Estados cuentan con leyes y regulaciones que fomentan esta diversidad.

En Estados Unidos rigió por muchos años la Fairness Doctrine o Doctrina de la Equidad, una norma de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (FCC, regulador del espacio radioeléctrico estadounidense), que buscaba que los concesionarios del espacio radioeléctrico incluyeran visiones contrastadas sobre temas álgidos o controversiales de interés público. Esta norma sustituyó otra, de 1941, llamada “Doctrina Mayflower”, que exigía a las emisoras “ofrecer al público oportunidades plenas y equitativas para la presentación de todas las partes de los asuntos públicos”.

La Doctrina Mayflower y la Doctrina de la Equidad, impidieron el auge de las “radios ideológicas” (Ideological Talk Radio) al impedir contenidos que emitieran medias verdades y “hechos alternativos” (Alternative Facts), so pena de ser multados por la FCC o ver sus licencias revocadas.

Luego de los más diversos ataques, cuestionamientos legales y políticos en todas las instancias posibles, adelantados a lo largo de cincuenta años contra la Doctrina de la Equidad, la derecha estadounidense finalmente logró eliminarla.

Recientemente el politólogo estadounidense Stephen Van Evera, atribuía a este hecho y el consecuente florecimiento de la radio ideológica de derechas y de Fox News, el posicionamiento político de Donald Trump.

Van Evera bautizó este modelo de negocios, basado en la diseminación de mentiras, fomento del odio y la división, como Affinity Business Model o “Modelo de Fraude por Afinidad”, e identifica su origen en la prensa amarillista del siglo XIX, aquella liderada por William Randolph Hearst (ver el clásico del cine Ciudadano Kane, de Orson Welles, basada en su biografía) que llevó a Estados Unidos a la guerra hispano-estadounidense de 1898.

Los contenidos que produce este tipo de medio, de amarillismo sofisticado, especialmente Fox News, buscan convenir ideas tribales a su audiencia: convencerlos de que comparten su visión de mundo, amenazas y enemigos. La empatía que alcanzan estas operaciones mediáticas endurecen las convicciones de su audiencia frente a cualquier información contrastada que provenga desde afuera de su comunidad y lo “impermeabilizan” de otras convicciones. La consecuencia en la escena política suele ser la cristalización de una congregación tipo culto.

Este modelo de negocios de “Fraude por Afinidad” ha trascendido y se ha amplificado en las redes sociales. El “efecto de culto” se da gracias al modelo de distribución hiperindividualizado de contenidos a través de algoritmos. Las redes sociales, en lugar de unirnos, como prometieron en un principio, parecen atomizarnos aún más.

La otra diferencia fundamental entre los medios tradicionales y las redes sociales la constituye su ancho de banda. Los medios tradicionales cuentan con un ancho de banda limitado; es decir, tienen un espacio comunicacional disponible acotado, que restringe el número de actores y su oportunidad para maximizar la influencia sobre los receptores. Pensemos, por ejemplo, en el horario de máxima audiencia (estelar) de los medios radioeléctricos o en las limitaciones de espacio de la primera plana de un tabloide.

Las plataformas de redes sociales, en contraste, cuentan con ancho de banda esencialmente ilimitado, continuamente segmentado para audiencias cada vez más específicas.

En busca de una regulación

El debate sobre la moderación del discurso en las redes sociales ha ido escalando en el último año, especialmente a raíz del uso que hiciera Trump de Twitter desde la presidencia de su país.

La discusión exige profundo conocimiento técnico, puede llegar a complicarse y las soluciones tornarse muy sofisticadas. No hay una solución fácil. Casi todas las grandes universidades del mundo tienen equipos, liderados por reconocidos académicos, elaborando propuestas sobre el tema.

Fuera de China, que ha erigido una muralla electrónica para controlar internet en favor de sus propios contenidos y plataformas aprobadas por el Partido Comunista Chino (PCC), las redes sociales dominantes en el mundo son estadounidenses. Por eso lo que ocurra en este país en materia de regulación de la web es de interés planetario.

Desde instituciones como el Open Markets Institute, el Berkman Klein Center at Harvard, el Shorenstein Center at the Harvard Kennedy School, así como los trabajos de legislativos de la Comisión para la Competitividad de Alemania y del Comité para Asuntos Judiciales del Congreso de Estados Unidos se han dado importantes aportes para el diseño de una institucionalidad que regule el nuevo universo que se despliega en internet y que coloniza nuestro acontecer.

Podríamos ubicar el debate actual en tres niveles. Por una parte el debate político-legal que ocurre en Washington DC. En este nivel, la discusión gira en torno a la llamada sección 230 de la Ley de la Decencia en las Comunicaciones (Communications Decency Act), la cual establece que un “servicio informático interactivo” (redes sociales, blogs, etc.) no puede ser tratado como editor o emisor de contenidos de terceros. Esto protege legalmente a los sitios web de publicaciones que realicen sus usuarios.

Para organizaciones como la Electronic Frontier Foundation, la más importante del mundo que aboga por los derechos digitales, esta legislación es fundamental en la protección de la libertad de expresión en internet. Recientemente publicaron un memo para la administración Biden con diversas recomendaciones sobre cómo proteger los derechos digitales de las personas, en donde reiteran su posición en defensa de la sección 230, a pesar de que Biden (y su partido), se ha manifestado explícitamente contra ella al considerarla el principal obstáculo legal en predios de regulación del discurso en internet.

En Washington, sin embargo, el debate parece “empatado"”: el año pasado hubo más de 20 propuestas legislativas sobre la sección 230, algunas de ellas bipartidistas, sin que ninguna consiguiera tracción suficiente para avanzar en los terrenos legislativos estadounidenses. Esta no se presenta, por los momentos, como la vía por donde pudieran lograrse avances en cuanto a la regulación del discurso en internet.

En contraste, y aquí otro nivel de la discusión, la Comisión Europea publicó en diciembre de 2020 la “Propuesta para Regulación de los Servicios Digitales” (Digital Service Act), o Ley de Servicios Digitales, una legislación muy ambiciosa que abarca los distintos niveles técnicos y de servicios que hacen posible internet y redes sociales. La infraestructura de telecomunicaciones, los servicios de alojamiento, las plataformas on-line y las muy grandes plataformas on-line (very big online platforms), serían objeto de regulación en esta herramienta jurídica.

En trabajo aparte analizaremos los alcances de esta propuesta. Para efectos de este artículo, basta señalar que la Ley de Servicios Digitales europea, próxima a ser presentada para su discusión ante el Parlamento Europeo, hace especial hincapié en los métodos para moderar o castigar abusos del discurso on-line. Incluye propuestas que involucraría a las cortes en el proceso de decisión sobre la ponderación del discurso, en vez de dejar exclusivamente en manos de las plataformas este tipo de decisiones, como sucedió en el caso de Trump.

La propuesta en cuestión entiende que el tema de la continencia del discurso va sujeta a asuntos como la competencia y la diversificación de la oferta en el mercado de las plataformas digitales de comunicación, hoy día un oligopolio global de facto. La legislación busca, entre otros objetivos, garantizar que los usuarios insatisfechos con las reglas de una determinada plataforma, tengan opciones a la hora de migrar hacia otras, es decir, garantizar un mercado competitivo. Este nexo entre competencia y moderación del discurso es clave, aunque pareciera tema espinoso para ciertos círculos del debate en Estados Unidos que se muestran reacios a actuar contra el oligopolio. Retomaremos este punto líneas adelante.

Polonia, sin embargo, no ha esperado a la Ley de Servicios Digitales europea. El viceministro de Justicia, Sebastián Kaleta, publicó recientemente un editorial en la revista Newsweek; en él detalla los alcances de una nueva ley para controlar las grandes corporaciones tecnológicas. De acuerdo a lo señalado en el documento informativo, Polonia estaría introduciendo la figura de un “Consejo para la Libertad de Expresión” que regularía desde el Estado los contenidos circulantes por las plataformas. La Ley para la Libertad (Freedom Act) expuesta por el viceministro, busca “enfrentar desde el Estado, no desde sus Gobiernos, sino desde la comunidad en su conjunto, la necesidad de proteger a los ciudadanos de la censura de los barones de Silicon Valley”.

Esta visión meramente legalista sobre la moderación del discurso, no obstante, pudiera ser insuficiente. Bien lo señala la EFF: la realidad es que miles de millones de personas en todo el mundo viven bajo regímenes donde se aplica ampliamente la censura. Más del 80% de los usuarios de Twitter y Facebook están fuera de Estados Unidos. Es precisamente gracias a las plataformas de Silicon Valley que en gran medida pueden vencerla. Esta característica constituye justamente uno de sus grandes atractivos. Además, “aunque el camino de la regulación pareciera a primera vista tentador, la verdad es que no creo que los Gobiernos sean mucho más confiables para tomar este tipo de decisiones que Zuckerberg y compañía”, señala en un artículo reciente Jillian C. York, de la EFF.

Contra la infodemia

Una aproximación más completa se presenta desde el Working Group on Infodemics; grupo de trabajo que forma parte del Foro Internacional para la Información y la Democracia. Este es un foro multilateral derivado de Naciones Unidas y la UNESCO, “comprometido con definir los principios del espacio global de la información y la comunicación como bien común de la humanidad para imponer garantías democráticas”.

El prestigio de las personas involucradas en el desarrollo de este informe, así como el respaldo político internacional con el que cuenta, le otorgan a sus recomendaciones un peso particular. Su base argumental es que los algoritmos que motorizan las redes sociales, por su capacidad de promover y resaltar cierta información, deben ser regulados, lo cual es muy distinto a regular el derecho a la libertad de expresión. Considerando que el modelo de negocio de las diversas plataformas web se fundamenta en la monetización por participación de usuarios, estas tienen el deber de prevenir los daños claramente identificados que devengan de los abusos del discurso.

Entre sus medidas propuestas destacan:

Creación de un “código de estatutos legal” de aplicación universal que describa los requisitos obligatorios de seguridad y calidad para las plataformas digitales.

Presentar la corrección de los hechos a las personas expuestas a desinformación, una vez que los verificadores independientes identifiquen las falsedades.

Implementación de “disyuntores de circuito” (circuit breakers) para que los contenidos virales dejen de difundirse temporalmente mientras se comprueban los hechos.

Transparentar el algoritmo obligando a las redes sociales a revelar en el feed de noticias por qué se ha recomendado un contenido a un usuario.

Hacer ilegal la exclusión de contenidos por motivos de raza o religión, como ocultar avisos con ofertas de habitación a personas de fenotipos específicos.

Prohibir el uso de los llamados “patrones oscuros”: interfaces de usuario diseñadas para confundir o frustrar al usuario, como dificultar la eliminación de su cuenta.

También incluye algunas propuestas que Facebook, Twitter y YouTube ya aplican voluntariamente: etiquetar las cuentas de las organizaciones de noticias controladas por el Estado, limitar el número de veces que se pueden reenviar mensajes a grupos, etiquetar los contenidos falsos o engañosos.

Tecnología para la moderación

El tercer nivel de la discusión se aborda desde las propias soluciones que puede ofrecer la tecnología. El Programa para la Democracia de la Universidad de Stanford juntó a un grupo de reconocidos académicos de diversas disciplinas, liderados por el profesor Francis Fukuyama, con el fin estudiar “los potenciales daños que pudiera causar el enorme poder económico y político que han logrado amasar estas plataformas y hacer recomendaciones que pudieran conducir a solucionarlos”.

En su informe, se aboga por una solución tecnológica para la regulación de las plataformas de medios sociales a través del uso de “middleware”, software desarrollado por terceras empresas que daría al usuario el control sobre el tipo de información que quiere le sea filtrada. Con esta capa intermedia de software entre la plataforma y el usuario, se busca devolver al usuario soberanía sobre lo que ve y escucha, en lugar de dejar todo a merced de algoritmos. El grupo también recomienda la creación de una agencia para la regulación del espacio digital, similar a la función reguladora que hoy cumple la FCC con el espacio radioeléctrico.

La aplicabilidad de esta propuesta, sin embargo, luce poco factible: supondría la renuncia de las plataformas digitales a la capacidad tecnológica clave de su modelo de negocios (el algoritmo de selección), además de tener que compartir ingresos con los desarrolladores del middleware.

Los propietarios de redes sociales, por su parte, también mantienen equipos trabajando en el desarrollo de un protocolo de descentralización llamado BlueSky, patrocinado fundamentalmente por Twitter. El propósito es lograr un estándar permanente para la web que libre a las plataformas de la función fiscalizadora de los contenidos.

El sistema, abierto, independiente y descentralizado (es decir sobre blockchain), permitiría desarrollos de interfaces de programación de aplicación (API), más allá del que actualmente ofrece Twitter, para crear aplicaciones que ofrezcan diferentes interfaces o algoritmos de curación de contenidos. “Creo que la solución al problema de los algoritmos no es deshacerse de los algoritmos −porque ordenar los mensajes cronológicamente es en sí mismo un algoritmo−, sino más bien convertirlo en un sistema abierto de intercambio por el que puedas entrar a la plataforma y probar diferentes algoritmos y ver cuál te conviene o cuál prefieres, o cuál es el que usan tus amigos”, declaró, a TechCrunch, Evan Henshaw-Plath, miembro del grupo de trabajo. Aunque el desarrollo está en sus estados iniciales, el nivel de la discusión actualmente sobre la moderación del discurso en redes sociales podría estimular su avance.

¿Nacionalización?

Al extremo del espectro de soluciones propuestas, encontramos el argumento que aboga por la nacionalización de las plataformas de redes sociales. Aquí se considera que las redes sociales deben concebirse como un servicio público por sobre su condición de empresas privadas de comunicación comercial, dado que se ha vuelto el espacio en el que de facto ocurre la discusión pública. En tanto bienes públicos, el público decide sobre las reglas del discurso, lo cual solo puede hacerse a través del Gobierno. De este modo, la gente obtiene un acceso universal a la plataforma, que sería moderado por un poder público y no por el director general de una empresa privada. El problema con esta propuesta es evidente, tal y como lo discutimos arriba. Conclusión

La expulsión de Trump de las principales redes sociales logró reducir la desinformación en torno al supuesto fraude electoral en un 73%, de acuerdo con un estudio citado por el Washington Post. Mientras algunos sostienen que las empresas de tecnología deberían tomar medidas similares contra otros líderes mundiales que con su discurso arengan la violencia de las masas, la crítica se centra en señalar que las plataformas aplican estas medidas de manera inconsistente e incompletas y carga en las autoridades de la empresa un tipo de decisión que por naturaleza debería recaer en las instituciones públicas.

Estudiosos del tema coinciden en que la cuestión no pasa por regular el discurso, sino por la urgencia de hallar un modo efectivo de dominar sobre los algoritmos que contribuyen a amplificar peligrosamente cierto tipo de narrativas proclives a atentar contra el sistema democrático, dadas las dimensiones y alcance de las plataformas. Hay varios caminos para lograr esto, bien sea desarrollando nuevas capas de servicios que le den más poder al usuario sobre los algoritmos de curaduría, o por la vía de herramientas jurídicas e instituciones contraloras. En este sentido, hay gran expectativa en cuanto a la Ley de Servicios Digitales europea, que recién comienza a discutirse en el Parlamento Europeo, aunque el debate clave en torno a este tema se está dando en Estados Unidos.

En cualquier caso, queda claro que, tanto en el mundo de los medios tradicionales como en el de los nuevos medios, la regulación de los “hechos discursivos” (speech) es una demanda de la democracia.