El tema que abordaremos es de vital importancia así que iré directamente al punto. Intentaré ser lo más breve y claro que me sea posible. La claridad no es la cortesía del filósofo, como creía Ortega, sino su mandato fundacional más importante. Es necesario ser claros para que tú, mi estimado lector, puedas concordar conmigo o puedas refutarme: en cualquier caso avanzamos - ya sea porque, gracias a ese acuerdo, hemos podido hacer pie y despejar el camino o ya sea porque, gracias a esa refutación, hemos entendido que por ahí no era. La filosofía no se esconde detrás de palabras bonitas u oscuras. La filosofía no es cómplice, ni cobarde, sino que está dispuesta a darlo todo por amor a la verdad.
El tema que nos ocupa consiste en desentrañar la naturaleza del populismo. Determinar esa naturaleza nos permitirá entender sus causas, extremo por demás importante, si pretendemos actuar, eficazmente y a tiempo, contra este flagelo.
Ahora bien, afirmar que el populismo tiene una naturaleza es ya asumir una posición respecto a la cuestión. Es tomar partido contra la tesis que afirma el carácter adjetivo del populismo. Precisamente por eso, determinar la naturaleza, sustantiva o adjetiva del populismo, es el punto más importante y el primero que debemos establecer.
Afirmar que el populismo tiene una naturaleza implica borrar o minimizar la distinción entre viejo y nuevo populismo. Ahora bien, si sigues esta columna, mi estimado lector, podrías reprocharme, desde ya, que yo mismo he distinguido (e incluso aceptado la distinción) entre populismo de la era industrial y populismo de la era digital. Distinción fincada en la evidencia de que ambos ya no operan ni se articulan del mismo modo. En efecto, mientras el populismo de la era industrial es trascendente, maniqueo, positivo, épico, universalista y teórico; el populismo de la era digital es inmanente, proteico, negativo, estético, particularista y práctico. Esto, que es absolutamente cierto, no contradice, sin embargo, la tesis de que el populismo tiene una naturaleza. Es esta naturaleza – como demostraré - la que determina que el populismo – a pesar de los cambios en las condiciones materiales – siga vigente y se mantenga esencialmente intacto. La distinción entre viejo y nuevo populismo, por lo tanto, es válida, pero es adjetiva, no sustancial.
Utilicemos el ejemplo de Mires que afirma que ya no estamos frente al mismo “bicho”. A mi juicio, si bien es cierto que no estamos frente al mismo bicho, no es menos cierto que en ambos casos se trata de un virus. El populismo contemporáneo y el viejo populismo son virus diferentes. Ambos tienen características y modulaciones distintas que se han alterado precisamente – siguiendo a Marx por supuesto – en función del cambio de las condiciones materiales. Estos cambios innegables no pueden ignorarse y repercuten en el populismo – en especial en su modo de articularse, en su discurso, en los medios que utiliza– pero no consiguen afectar su esencia.
Por supuesto que debemos distinguir entre viejo y nuevo populismo, sobre todo para diseñar instrumentos y cursos de acción eficaces para detener su avance. Estos cursos de acción e instrumentos no pueden prescindir de las nuevas características que adopta el populismo contemporáneo – características y modulaciones que van de la mano del cambio en las condiciones materiales, que ha supuesto el pasaje del modo de producción industrial al modo de producción digital -.
Sin embargo, insisto, (y lo hago porque es importante) en ambos casos se trata de un virus. Y si en ambos casos se trata de un virus, entonces hay una esencia, que necesitamos desentrañar.
Afirmar contra Marx que el populismo mantiene una esencia, a pesar del cambio de era, que innegablemente estamos viviendo, es una afirmación que necesita fundamentarse de inmediato so pena de convertirse en una afirmación vacía de contenido que contraviene una tesis – bastante demostrada, por cierto – de que un cambio profundo en las condiciones materiales altera decididamente el modo en que se articula el pensamiento, la ética y la política en una sociedad.
¿Cómo puedo entonces no aceptar con Mires que el populismo contemporáneo es una especie diferente que debemos examinar a la luz de la era digital, desembarazándonos de las características que pudo haber tenido en la era industrial, que al final no hacen más que confundirnos? Mi respuesta es ésta: porque el populismo – tanto el viejo como el nuevo - es un fenómeno exclusivamente político vinculado esencialmente a la Democracia. Esta es la tesis que quiero someter, desde ya, a tu consideración, mi estimado lector.
Autoritarismo populista y Populismo autoritario.
Antes de adentrarnos en ella, debemos despejar una cuestión preliminar que entiendo fundamental. Me refiero a la distinción entre autoritarismo populista y populismo autoritario. El autoritarismo excede al populismo. El autoritarismo puede ser populista, por supuesto, pero puede perfectamente no serlo – razón por la cual el populismo está lejos de constituir la esencia del fenómeno autoritario -. El autoritarismo populista es aquel que utiliza el discurso populista como forma de legitimarse, pero a diferencia del populismo autoritario, está dispuesto a cargarse a la democracia. Hay una diferencia abismal entre el ataque a las instituciones en Venezuela y el ataque al Parlamento de los trumpistas. Ambos ataques son graves y en ambos hay populismo en la base. Pero a diferencia del populismo autoritario (y también del no-autoritario o cínico como veremos), el autoritarismo populista, sabe que para que el ataque a la democracia tenga éxito, no basta con discursos o simulacros inconducentes. El autoritarismo populista está dispuesto a llegar hasta el final y por lo tanto sabe que tiene que blindarse realmente. Ese blindaje, cuando la pretensión es cargarse de verdad a la democracia, no es discursivo – por más persuasivo o eficaz que pueda ser ese discurso – sino militar y policial. No hay autoritarismo o totalitarismo sin estado policíaco y no hay estado policíaco sin control de los resortes que aseguran el monopolio de la fuerza. El autoritarismo populista asegura muy bien los resortes del poder antes de atacar a la democracia – básicamente porque no está jugando -. El ataque a las instituciones en Venezuela, comparado con el ataque de los trumpistas, no hace sino recordar las palabras de Marx en el 18 Brumario de Bonaparte cuando decía: la historia ocurre primero como tragedia y luego se repite como farsa. El ataque en Venezuela fue una tragedia exitosa, comparado con la farsa desastrosa de los trumpistas. Lo de farsa no es porque dé risa – se trató de algo grave que no tiene nada de gracioso – sino porque resulta evidente que el ataque al Capitolio no tenía la menor chance de tener éxito.
Entonces, si bien es cierto que el populismo autoritario pone en riesgo a la democracia y viabiliza discursivamente el avance hacia el autoritarismo no es menos cierto que los ataques institucionales a la democracia – cuando son exitosos – no se dejan explicar por el populismo sino por cuestiones que nada tienen que ver con él – vinculadas directamente con el aseguramiento previo y sistemático de los resortes del poder estatal -. El autoritarismo, que atenta de verdad contra la democracia, puede echar mano del populismo para legitimarse, pero sabe que éste no le garantizará nada. Sabe perfectamente que el éxito del ataque contra una democracia no se asegura con discursos grandilocuentes sino mediante la fuerza. El autoritarismo populista es populista, es cierto, pero no tiene nada de ingenuo, y sabe que para desbancar una democracia se necesita mucho más que eso.
Conforme a lo expresado, el populismo puede ser un poderoso aliado del autoritarismo y éste constituir uno de sus principales efectos, pero exactamente por eso, el autoritarismo está lejos de constituir la esencia o causa del populismo. Está lejos de constituir su esencia porque el autoritarismo no agota el fenómeno populista y está lejos de constituir su causa porque no explica su éxito en democracia.
Populismo autoritario y no – autoritario (o cínico).
Como ha señalado Mires las dos principales características del populismo son: por un lado, el peligro institucional que representa para la democracia, por otro, el nombrar problemas reales y ofrecer soluciones falsas. Estas dos características son fundamentales porque agotan el fenómeno populista, al punto de que pueden distinguirse, a partir de ellas, las dos formas que asume todo populismo en democracia. La primera (el peligro institucional) califica el populismo autoritario, la segunda (nombrar problemas reales y ofrecer soluciones falsas) califica el populismo no-autoritario o cínico (como prefiero llamarlo).
El populismo autoritario degrada la democracia desde el punto de vista formal. Sin embargo (y esto es clave) se cuida de no convertirla en Dictadura. El populismo autoritario buscará modificar en su favor las reglas del sistema electoral. Buscará subordinar el parlamento, o vaciarlo de poder, gobernando por decreto. Buscará controlar el poder judicial aumentando el número de jueces de la Suprema Corte. Buscará manipular la opinión pública intentando controlar los medios de comunicación etc, etc. Sin embargo, el populismo autoritario se cuidará de no violar la Constitución y de no cometer fraude electoral, irrespetando o amañando elecciones. El populismo autoritario constituye un peligro institucional – qué duda cabe - pero intenta por todos los medios disimular o justificar esa amenaza, de tal modo que no se vea ese afán autoritario. Y ello por una simple razón: si el autoritarismo queda expuesto el populismo autoritario no tiene chances de crecer políticamente en democracia. El autoritarismo del populismo (autoritario) es siempre solapado porque le importa (y mucho) no ser calificado como dictadura.
El populismo no-autoritario, por su parte, es aquel que degrada materialmente la democracia al asumir una actitud cínica respecto a los problemas. Este cinismo es populista pero no autoritario. El populismo cínico confirma la tesis de que el autoritarismo está lejos de constituir la esencia del populismo. Ahora bien, este cinismo, que caracteriza al populismo no - autoritario, y que Mires resume magistralmente como “nombrar problemas reales ofreciendo soluciones falsas” se expresa fundamentalmente de dos formas: la voluntarista y la estética. En efecto, hay tanto populismo en el moralismo de izquierda – capaz de caer en una suerte de socialismo espiritual - como en el marketing de la derecha- capaz de convertir a un gobierno en una agencia de publicidad -. En ambos casos (y esto es lo que importa) se anuncia mucho y se hace poco.
A modo de conclusión (preliminar) podríamos afirmar lo siguiente: el autoritarismo populista tiene cuerpo y alma autoritaria; el populismo autoritario tiene cuerpo democrático, pero alma autoritaria y el populismo cínico tiene cuerpo democrático, pero alma populista. En otras palabras: el autoritarismo populista no respeta ni la letra ni el espíritu de la Constitución, el populismo autoritario respeta su letra, pero no su espíritu, y el populismo no-autoritario o cínico, simula que se interesa por ambos. Sigamos
La verdad de la democracia y la esencia del populismo.
¿Por qué si el populismo cínico no resuelve los problemas, miente, amplifica, falsea, anuncia mucho y hace poco, es voluntarista, etc etc y por qué si el populismo autoritario es violento, degrada el discurso político, genera polarización, es alienante, etc, etc consiguen, ambos, influir la praxis política democrática al punto de determinarla? Dicho de otro modo ¿por qué el populismo tiene éxito en democracia, por qué crece de ese modo, sin importar el signo ideológico y a pesar de su cinismo evidente o de su autoritarismo manifiesto?
La respuesta es la que sigue y demostrará, a un mismo tiempo, que el populismo es una cuestión sustancial – no adjetiva –, que su esencia es política – no económica –, y que su causa es la democracia – no el autoritarismo -.
El populismo responde a la esencia de la Democracia. No importa, por tanto, si la democracia es antigua o moderna, si es plena o censitaria, si es directa o representativa. El populismo responde a la verdad esencial de la Democracia.
Para entender en qué consiste esa verdad tenemos que remontarnos 2500 años y volver a Platón. Concretamente a uno de sus Diálogos de vejez más importantes – escrito luego de sus experiencias en Siracusa donde pudo ver en primera persona el verdadero rostro del autoritarismo – denominado “El Político”.
En este diálogo Platón se aparta de su tesis del Rey-Filósofo expresada en La República. La figura del Rey-Filósofo no tiene nada de caprichosa, sino que revela exactamente el pensamiento de Platón: el “Rey” equivale al Poder Absoluto y el “Filósofo” equivale al Bien absoluto. Un Rey-Filósofo entonces es la mejor opción, pues cuenta con el Poder absoluto para alcanzar el Bien absoluto.
Ahora bien, luego de sus experiencias personales con el autoritarismo – Dionisio llegó a expulsarlo y a venderlo como esclavo – Platón, revisará sus tesis de La República y aceptará en “El Político” distintas formas “imperfectas” de Gobierno distinguiendo básicamente a la Monarquía, la Aristocracia y la Democracia – sistemas regidos por la Ley – de la Tiranía, la Oligarquía y la Democracia sin Ley.
Si se toman los extremos de esta clasificación se puede ver claramente en qué consiste la verdad esencial de la Democracia para Platón. La monarquía - para el filósofo griego –, es decir, el Gobierno de uno bajo ley, es el mejor sistema de gobierno, mientras que la tiranía, el gobierno de uno al margen de la ley, es el peor de todos. La democracia, por su parte, cuando se desarrolla bajo ley, es el peor de todos los regímenes legales, y cuando se desarrolla al margen de la ley, es el mejor de todos los regímenes ilegales.
Y aquí llegamos al corazón de la cuestión. ¿Por qué la democracia ilegal es el mejor sistema de gobierno – comparada con el resto de los sistemas ilegales- y por qué cuando la democracia es legal, es el peor sistema de gobierno – comparada con el resto de los sistemas legales? La respuesta en ambos casos es la misma: porque la democracia es el sistema de gobierno que menos puede hacer (!). Entonces cuando es ilegal, será el sistema que menos nos dañe y cuando es legal, será el sistema que menos chances tenga de lograr resultados. Por el contrario, la monarquía (el gobierno de uno) es el mejor sistema cuando se desarrolla bajo ley y el peor cuando se desarrolla al margen de ella (tiranía). ¿Por qué? Por la razón inversa: porque es el sistema de gobierno que más puede hacer.
Platón lo expresa del siguiente modo: el gobierno de muchos (la democracia) no es “ni bueno ni malo, en comparación con los demás, porque en él la autoridad está distribuida en pequeñas parcelas entre numerosos individuos. Por lo tanto, de todos los regímenes políticos que son legales, éste es el peor, pero de todos los que no observan las leyes, es el mejor”.
La esencia de la Democracia entonces radica en su impotencia. La Democracia puede poco, para bien o para mal. Esta verdad es obviamente insoportable y es la razón por la que emerge el populismo.
Por supuesto no intento hacer un alegato en favor de la monarquía legal. Está clarísimo que las bondades de la monarquía legal son un resabio de la figura del rey- filósofo – en la que Platón siguió creyendo hasta el final de sus días -. Es evidente que la monarquía legal - en la que está pensando el filósofo griego - termina en desastre - como lo ha demostrado la historia tantas veces - y no solo porque “el poder absoluto corrompe absolutamente” sino porque además la monarquía no consigue dar cuenta de la diversidad en una sociedad civil. Era evidente, entonces, que luego de siglos de poder absoluto, avanzáramos hacia la democracia como el único sistema de gobierno capaz de controlar el poder y poder dar cuenta de la representación en una sociedad diversa y plural. Sin embargo, la reflexión de Platón, en torno a la esencia de la Democracia, sigue siendo cierta – sobre todo en la actualidad -.
Ahora, como bien dice Nietzsche, no se trata de la verdad, sino de cuánta verdad somos capaces de soportar. Y la impotencia democrática es una verdad insoportable. Tan insoportable es que da origen al populismo – tanto autoritario como no-autoritario - que empezará por degradarla y terminará acabando con ella. El populismo en sus diferentes versiones o momentos niega en su base esta verdad y por eso entusiasma tanto. El populismo levanta la bandera de la democracia poderosa. Sin embargo, como no puede tapar el sol con el dedo, tiene que recurrir a distintas estrategias para sostener semejante ilusión, que van desde el voluntarismo - del sí se puede – pasando por la hermenéutica – que juega con las palabras y los nombres de las cosas – la estética – que amplifica lo poco que hace – hasta llegar a las versiones más autoritarias que terminan pidiéndole a la democracia lo que solo una tiranía puede darles.
Me explico: la democracia puede poco y puede lento. Puede lento porque su camino es siempre institucional. Y puede poco porque sus soluciones deben ser negociadas con los demás sectores - lo que implica necesariamente concesiones recíprocas -.
Esta verdad, reitero, es insoportable. Tan insoportable que el populismo acusará de miserables o ingenuos a los que digan que no se puede, y si efectivamente no pueden, los acusará de ineptos o hasta de corruptos, pero eso sí, jamás los acusará de impotentes, porque no puede admitir bajo ningún concepto (so pena de derrumbarse) que en democracia no se puede o que se puede poco.
Nuestro amor a la democracia es tan grande que no podemos siquiera concebir que ella sea la causa del populismo. Sin embargo, es exactamente lo que afirmo. Hagamos el siguiente experimento mental. Imagina por un instante, mi estimado lector, que somos moralistas y que nos enteramos que la venta de revistas pornográficas ha explotado. No dudaremos en señalar que semejante hecho degrada los valores y atenta contra la moralidad. Sin embargo, en ningún momento, se nos ocurrirá pensar que nuestro moralismo ha causado la obsesión por esas revistas. La obsesión sexual por las revistas pornográficas no es más que la contracara de la represión sexual que promueve nuestro moralismo. O como dicen los místicos “Si cubriéramos todos los árboles, habría revistas de árboles”. Quizás el ejemplo no sea feliz. Entiendo perfectamente que la cuestión sexual es más profunda que eso y su relación con la moral está lejos de ser lineal. Pero confío en tu inteligencia, mi estimado lector, para que admitas el paralelismo entre este ejemplo (infeliz, reitero) y la relación que existe entre la democracia y el populismo. Pues del mismo modo que ocurre con las revistas del ejemplo nosotros también vemos que el populismo degrada a la democracia, que no le hace bien, que la violenta, que la falsea, incluso que es capaz de destruirla, y entonces no concebimos que semejante fenómeno pueda encontrar su causa en ella. Sin embargo, así es.
La democracia supone límites. Estos límites determinan que no lo pueda todo. Sin embargo, esta verdad, enfrentada con nuestras necesidades acuciantes, con nuestros intereses perentorios y con nuestros sueños impostergables, se torna insoportable. No queremos escuchar que no se puede. El populismo conoce los límites de la democracia y también conoce la naturaleza de nuestras necesidades intereses y sueños. Sabe que tarde o temprano la democracia fracasará, que esos límites complicarán la satisfacción de estas necesidades. El populismo no duda, sin embargo (de ahí su cinismo) en explotar políticamente esas necesidades valiéndose precisamente de los límites de la democracia, para decirnos exactamente lo que queremos escuchar.
El populismo no-autoritario reconoce esos límites, pero al no poder lidiar con ellos, los elude elegantemente y avanza hacia discursos y soluciones moralistas, estéticas, hermenéuticas, voluntaristas o directamente publicitarias.
El populismo autoritario reconoce también esos límites, pero no duda en traspasarlos para lanzarse en busca de la utopía de una democracia poderosa (o sin límites) que garantice soluciones absolutas a los problemas. Este populismo relajará los límites institucionales. Luego avanzará hacia la tiranía de la mayoría y empezará directamente a sacudírselos. Nada importa, pues el fin justifica los medios. El populismo autoritario alimenta así al tigre que un día nos devorará – pues al relajar esos límites el populismo autoritario prepara el camino para el autoritarismo populista que, de la mano de su líder o de sus herederos, terminará despojándose del populismo y sacándose de encima hasta sus propios seguidores – los que finalmente entienden, cuando todo arde, que nunca habrá justicia social sin democracia-.
Los caminos de solución frente al populismo – cuya esencia radica en el carácter insoportable de la verdad de la democracia – son principalmente tres: el primero es institucional. Tenemos que cuidar las instituciones democráticas. La forma de hacerlo es invocándolas todo el tiempo y exigiendo respeto a las reglas de juego que éstas imponen – no admitiendo violaciones o cambios que no provengan de procedimientos democráticos legalmente establecidos-. El segundo es la educación cívica. Tocqueville fue uno de los primeros en entender los límites de la democracia, por eso reclamaba la formación de ciudadanos. Porque sabía que una Democracia sin ciudadanos no puede prosperar. Un ciudadano educado en valores cívicos no solo entiende los límites del funcionamiento democrático, sino que los acepta. Un ciudadano consciente de esos límites no le pide a la democracia más de lo que ésta puede darle.
El tercer camino es la Justicia. No exigirle más a la democracia de lo que ésta puede darnos, está bien, pero cuidado, eso no significa dejar de pedirle soluciones. La democracia tiene el deber de responder. Es cierto, no lo hará tempestivamente, pues debe hacerlo institucionalmente, y no podrá darnos todo lo que pedimos, pues debe negociar las soluciones y acordar con los demás. Pero debe responder. Lo imperdonable del populismo es que termina ocultando los problemas reales, impidiendo su solución, la que termina perdiéndose en ese mar de promesas, delirios, imágenes, palabras, exabruptos y reproches que todo populismo – sin excepción - desata.