Fernando Mires - PURO TEATRO

 


Hay quienes han vivido la vida como en un teatro, y lo peor, aún sin saber que así la han vivido, es una hipótesis que no me atrevo a descartar del todo. Tal vez hay quienes tienen una opinión distinta. La mía la he extraído del mundo profesional dentro del cual yo he “actuado”. Debo aclarar que además de insigne bolerólogo, soy académico de profesión.

En ese mundo académico cada uno representa una o algunas teorías. Hay algunos que incluso han producido sus propias teorías. ¿Y qué es una teoría? Sin duda, es un sistema de representación del mundo. Luego basta aprender bien una teoría para entender el mundo de acuerdo a cada teoría. Nos programamos según una o dos o varias teorías y de acuerdo con esas teorías vivimos la vida “profesional” que nos correspondió vivir. Ahora -y a ese punto voy- si trasladamos la noción de teoría hacia el mundo del espectáculo, la teoría sería un libreto que bien o mal aprendido recitamos en los escenarios de la vida. Como escuché decir una vez a Humberto Maturana en una conferencia, “El fascismo es correcto, si piensas como fascista”. “Y el marxismo es correcto, si piensas como marxista”.

Como es sabido, un buen actor es aquel que no sólo recita su libreto sino, además, se identifica plenamente con su texto hasta el punto que vive intensamente, aún más que la propia, la vida del personaje que el libreto le ha asignado. Pero la identificación plena con el personaje nunca será totalmente lograda pues el actor nunca será el personaje. Con ello quiero decir que si seguimos el juego de este razonamiento nunca somos de un modo definitivo nosotros mismos ya que siempre subsiste un “resto” que no es de nosotros, sea una frase que recitamos, un sentimiento que ocultamos, una risa falsa, un llanto fingido o un orgasmo mal simulado.

La vida, si no es actuación, es representación continua. Y para cada representación se necesita un representante de uno mismo. Esto lleva a creer que hay un lugar donde hay un “uno mismo” que se representa por sí solo, sin máscaras, sin subterfugios. Ese, se supone, es, o debe ser, el que actúa en el escenario del amor que, al ser del amor, debería ser también el escenario de la verdad.

Así se explica entonces que aquello que La Lupe no toleraba en su amado no fue que usara el amor como un escenario. El amor, al fin, es el escenario de una relación. Y toda relación, para que sea real, debe ser escenificada. Mas, suele suceder que la escenificación no siempre es convincente. Eso es lo que La Lupe llama “teatro, puro teatro”. Y aquí La Lupe se junta con Nietzsche en una sola opinión. Por eso me veo obligado a exponer, aunque sea de un modo muy rápido, la “teoría” de Nietzsche acerca del origen de la tragedia.

Y la tragedia, según Nietzsche, nació del coro antes de que el coro fuera un coro. Porque en un comienzo todo fue coro. El coro eran sonidos, fiesta, bailes desbocados, catarsis colectiva, ditirambo. Ese era el reino de Dionisios, la libertad pura y sin límites de seres que aullaban de alegría de vivir o gemían su muerte con alaridos de lobos sin estepa. Fue gracias a la alianza entre Dionisios con Apolo como esos aullidos y alaridos fueron organizados unos junto a otros, adquiriendo ritmo, formas, melodías. De ahí nacieron dos líneas: una la del teatro; otra, la de la música. El coro orgiástico que todavía no era coro fue transformado, gracias a la mediación de Apolo en simple canto que era la imitación de la propia naturaleza: canto del viento, canto de las aves, canto del trueno, canto del tú, canto de ti. Pero, como dice Nietzsche, Dionisios podía existir sin Apolo. Apolo, en cambio, no podía existir sin Dionisios. La música apolínea era en el fondo dionisíaca, como dionisíaco es el bolero de La Lupe. Del mismo modo, el teatro clásico griego conservaba en sus inicios el furor dionisíaco.

Sin embargo, lo apolíneo fue separado alguna vez de lo dionisíaco. Dicha superación tuvo lugar, según Nietzsche, justamente en quien se considera el punto más alto de la representación teatral griega: Eurípides, quien significa para Nietzsche la capitulación de la tragedia frente a las normas, al orden, a la moral, a la religión, a la política y a la lógica. Pero, afirma Nietzsche, aquella tragedia que ocurría con la tragedia, no era sino una expresión de la decadencia helénica cuyo culpable directo no fue sino Aristóteles, quien consumó en el pensamiento griego la separación definitiva entre cuerpo y alma, entre espíritu y materia, entre razón y ser.

De acuerdo a la mediación de Aristóteles, el pensamiento, para Nietzsche, alcanzó la primacía sobre el ser, hasta el punto en que el ser sería confundido con el pensamiento, hasta llegar al mismo Descartes –agrego yo- quien convirtió al ser en puro pensamiento. Así, gracias a, o por culpa de Aristóteles, nos fuimos separando de la naturaleza, de la exterior y de la interior: la nuestra. El coro, que era el canto de la naturaleza, delegó su musicalidad a sus representantes (solistas) quienes, a su vez, relegaron al coro a un espacio marginal, y así nació el coro como hoy lo conocemos: el representante de la naturaleza que canta desde lejos acompañando a los representantes de la razón y del pensamiento. No un actor; apenas un murmullo lejano que avanza sigilosamente como un ladrón en la noche. Había, así, con el destierro del coro, terminado la tragedia. Nació el teatro.

El teatro, según Nietzsche, es un simulacro de la tragedia. Simulacro, a su vez, es la palabra que usa La Lupe para delatar al amante mentiroso que usurpó su corazón para traicionarlo después. Más aún, La Lupe, con finura filosófica, postula: Y acuérdate que, según tu punto de vista, yo soy la mala. Con la transición que va desde la tragedia musical al teatro hablado, la naturaleza fue transformada en el “mal”. La razón en el “bien”. Ella, la mujer, representante de natura, era desde el punto de vista del mal actor, “la mala”. Pero con tu teatro, dice La Lupe, lo has revelado todo. Yo soy “la buena”. Tú eres “el mal”. Y yo soy la buena, porque no simulo. Tú haces teatro, puro teatro. Tú haces del amor, un simulacro.

El simulacro –aclaremos- no es una simple simulación. El simulacro es una ceremonia que se realiza como un remedo de un acontecimiento trágico ocurrido alguna vez, pero desprovisto de sus principales formas de existencia. Sacrificar un cordero es por ejemplo el simulacro de lo que fue una vez el sacrificio de un ser humano. Bailar una rumba es el simulacro de lo que fue una vez la imitación directa de las hojas mecidas por el viento. Las palabras poéticas del amor pueden ser el simulacro del deseo. Una obra de teatro es, según Nietzsche, el simulacro de la tragedia humana. Hacer puro teatro, como dice La Lupe, es hacer un simulacro de la vida. Perdona que no te crea, me parece que es teatro, dice con mucha clase La Lupe. Con ello afirma: el teatro no es la vida, es su simple simulacro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro.

A veces pienso que el sentido verídico de la tragedia humana, ese sentimiento trágico de la vida al que se refería Unamuno y al que Nietzsche supuso perdido para siempre, subsiste, de todas maneras, en algunos lugares del planeta. De un modo vulgar y tosco hay algunos boleros que en su simpleza natural, sobre todo cuando son cantados por hembras bravas como La Lupe, revelan el dolor y el rencor profundo que se esconde debajo de los modales civilizados, de la mueca sociable y de la frase de amor estudiada y aprendida de memoria, destinada a ser recitada en una alcoba o simplemente en el escenario ritual de la habitación de un hotel clandestino.



PURO TEATRO cantado por La Lupe

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