Donald Trump luego de las elecciones comenzó a ejecutar la estrategia pendenciera diseñada por él y sus asesores cuando las proyecciones de las encuestadoras norteamericanas más importantes comenzaron a colocarlo por detrás de Joe Biden en un rango entre cinco y diez por ciento, de forma consistente.
Cuestionó la idoneidad del voto por correo, poniendo en tela de juicio una de las instituciones más emblemáticas del país: el servicio postal. Luego dijo que estaba convencido de que si perdía era producto de un fraude tramado por sus adversarios. Y remató amenazando con cuestionar los resultados si le eran desfavorables, mediante su judicialización. Es decir, apelaría ante los tribunales para que el Poder Judicial le diera la recompensa que el pueblo se había negado a concederle. Comenzó a demonizar un sistema electoral con una tradición de más de dos siglos. Con su comportamiento, ha puesto a tambalear el sistema institucional norteamericano, uno de los más firmes del planeta, hasta que llegó ese señor a la Casa Blanca. Este es el tipo de conducta de los déspotas, a quienes las normas y las tradiciones les resultan incómodas cuando se interponen entre ellos y la permanencia caprichosa en el poder.
Existe una distancia abismal entre esa clase de advenedizos y el político democrático al que la vida no siempre le ha sonreído. Que se ha curtido en el debate parlamentario o ha ejercido cargos en alguna de las instancias del Poder Ejecutivo. Que se ha formado aprendiendo a ganar y, sobre todo, a perder. Que sabe que llueve y escampa, como solía decir Carlos Andrés Pérez.
Me vienen a la memoria un par de ejemplos ilustrativos. Richard Nixon, de acuerdo con Aristóteles, el animal político por excelencia, pues vivía para ella, fue vicepresidente durante los ocho años del mandato de Dwight Eisenhower. En 1960 optó a la presidencia contra John F. Kennedy. Perdió por 112.000 votos, 0.17%. Admitió la derrota. No se le ocurrió acusar a la oposición, el Partido Demócrata, de fraude. Tenía sentido del decoro. Se fue a su estado natal, California. En 1962 aspiró a ser gobernador allí, y volvió fracasar. No se dio por vencido. A comienzos de 1968, optó por la postulación del Partido Republicano para las elecciones presidenciales de ese año. Ganó la candidatura y después la presidencia. Por las venas de ese señor corría la sangre del político convencido de estar llamado a gobernar. Lo ocurrido después con el Watergate es otra historia. Los triunfos y los fracasos nunca lo abandonaron, pero no puso en riesgo las instituciones del sistema donde se había desarrollado.
En Venezuela, en las elecciones presidenciales de 1968, el candidato del gobierno era Gonzalo Barrios, uno de los fundadores de Acción Democrática, político de larga tradición y prestigio. Había sido ministro de Relaciones Interiores, parlamentario y secretario general de AD. En esos comicios, los más ajustados que se hayan realizado en el país, perdió por 32.000 votos, 0.89%, frente a Rafael Caldera, el líder del partido Copei. Los resultados no se anunciaron la misma fecha de las votaciones porque la diferencia era demasiado estrecha. Se abrió un compás de espera. Fueron días de angustia. En Venezuela la elección del Presidente de la República es a través del voto directo, no de colegios electorales. Con el transcurso de las horas fueron apareciendo signos de fraude en algunos estados dominados por la maquinaria copeyana. A Gonzalo Barrios sus correligionarios le propusieron gritar fraude y desconocer la pequeña ventaja que al parecer le había sacado Caldera. Barrios se negó de forma rotunda, acuñando una frase que quedó para la historia: “el Gobierno puede perder por 32.000 voto; pero no puede ganar por 32.00 votos”. Sabía que una victoria turbia habría puesto en riesgo la democracia que él tanto había contribuido a fortalecer. El triunfo de quienes gobiernan tiene que ser claro e inobjetable. No puede dejar ninguna duda o sospecha. El doctor Barrios le habría dado el siguiente consejo al Trump: gane con dignidad; no ande por ahí instigando a la violencia y mendingando votos que no ha obtenido; la decisión de un tribunal no puede sustituir la voluntad libre de los ciudadanos.
Desde luego que míster Trump está muy lejos de extraer las consecuencias que se derivan de la trayectoria de Nixon o de entender el consejo que le daría Gonzalo Barrios. Su aproximación a la política ha sido casuística. No estuvo inspirada por los naturales deseos de gobernar de todo político que se aprecie, sino por el antojo de un megalómano que, como el Gran Dictador de Charles Chaplin, se distrae mientras le da patadas al globo terrestre. El problema reside en que al poner en peligro la fortaleza y credibilidad del modelo institucional norteamericano, y al propiciar el odio, está colocando en el candelero a la democracia en el resto del planeta, en un momento en cual en muchos países el régimen de libertades es una llama que se extingue.
Esperemos que las instituciones del sistema tengan la suficiente fuerza para restablecer ponerlo en su sitio.
@trinomarquezc
Publicado originalmente en https://politikaucab.net/