En el pasado, las formas
predominantes de la protesta social eran la huelga y la ocupación de
tierras. Hoy es la movilización ciudadana, si observamos lo que
viene ocurriendo en ciudades tan distantes como Santiago de Chile,
París o Hong Kong. Su inspiración proviene de tres experiencias: la
movilización a favor de la democracia en Túnez (2010-2011), el
movimiento Occupy Wall Street contra la evasión fiscal de las capas
privilegiadas en los EE. UU. y el movimiento de los indignados en
España, ambos en el 2011.
En años anteriores, los
actores centrales de la movilización social eran la clase obrera y
el campesinado. Hoy son distintas categorías sociales, tales como
estudiantes, maestros, feministas, artistas, minorías étnicas o
religiosas, desempleados, etc. A diferencia de las clases sociales
que se definían, según la teoría marxista, a partir de la posesión
o no de los medios de producción, las categorías sociales son un
conjunto de personas que poseen un atributo en común como la edad,
el sexo, la profesión, la etnia o la religión y que desarrollan una
difusa identidad de grupo.
A esta diversidad de nuevos
actores sociales y nuevas formas de expresión del malestar social se
añade la amplitud y diversidad de las demandas. Ya no se trata de un
aumento salarial o de la redistribución de la tierra. Un ejemplo fue
la agenda que le presentó el Comité Nacional de Paro al gobierno de
Iván Duque el 13 de diciembre de 2019, que contenía 13 temas y un
altísimo número de subtemas. Este amplísimo pliego de demandas no
es muy diferente en su extensión al que impulsan los polémicos
‘chalecos amarillos’ en Francia o los manifestantes que recorren
las calles de Santiago de Chile.
La multiplicidad de
actores, las formas de la protesta y las agendas heterogéneas han
hecho muy complejo su manejo. No es igual satisfacer un pliego de
peticiones que responder a una reclamación con decenas de
reivindicaciones, debido a que algunas exigencias pueden ser objeto
de una rápida tramitación (por ejemplo, la disminución del costo
del transporte), pero otras exigen hondos cambios culturales en la
propia sociedad (por ejemplo, la igualdad de género o la conciencia
ambiental).
Demandas materialistas y posmaterialistas
Uno de los cambios más
pronunciados en las agendas de los manifestantes en todo el mundo es
la combinación de “demandas materialistas” (el empleo o el
transporte) y las demandas posmaterialistas, como la igualdad de
género o el medio ambiente. Esta distinción es clave para
comprender el rostro actual de la protesta social.
El
término ‘posmaterialismo’ fue propuesto por el profesor de la
Universidad de Míchigan Ronald Inglehart, cuando planteó que en los
países desarrollados tendían a predominar en los conflictos
sociales, más las ideas de autorrealización personal y de
participación ciudadana, que expectativas de índole económica,
como ocurría en el pasado. Esta hipótesis, expuesta en su libro The
Silent Revolution (1977), la confirmó mediante estudios comparativos
gracias a la realización, desde 1981 y en más de cien países, de
una Encuesta Mundial de Valores que evidenció que las demandas
posmaterialistas comenzaban a ganar terreno también en las naciones
en desarrollo.
Si no tenemos en Colombia la capacidad de
entender el profundo cambio en los actores, en las formas de acción
y en el tipo de demandas, va a ser imposible darle una respuesta
satisfactoria a la protesta social.
Jóvenes y clases medias urbanas
Ahora bien, una de las raíces de
estos cambios de expectativas y valores, al menos en cuanto respecta
a América Latina, se origina en las profundas transformaciones
demográficas y socioeconómicas que ha vivido la región en las
últimas dos décadas.
Por una parte, hoy predomina la
población urbana sobre la población rural y, en este contexto, son
las ciudades –ante todo, las grandes ciudades– los espacios
privilegiados de la movilización social. Por otra parte, América
Latina dejó de ser una región en la que los niños eran la mayoría
de la población, para convertirse en un país de jóvenes (13 a 19
años) y de jóvenes adultos (19-30 años). Finalmente, la población
más desposeída (es decir, los estratos 0 y 1) dejó de ser
mayoritaria, gracias a la ola de prosperidad que hubo a principios de
este siglo, y ese lugar lo ocupan hoy las clases medias. Sin embargo,
según la Ocde, si bien estas constituyen el 70 % de la población,
el 34 % son “clases medias vulnerables”.
Y son
precisamente los jóvenes y las clases medias frágiles los que han
sido más afectados con la grave recesión mundial de 2008 y,
ahora, con las secuelas de la pandemia.
Y, dado que son los jóvenes y
los jóvenes adultos de las clases medias vulnerables urbanas, con
niveles medios o altos de escolaridad e información, los que
representan el eje de las protestas, no es difícil pronosticar que
se va a producir un auge de las movilizaciones sociales. El caso
reciente de Chile es un ejemplo impactante. La indignante destrucción
de dos iglesias es un claro ejemplo de una ira en aumento.
Las
movilizaciones sociales son, también, un producto de la
revolución en el espacio digital. Si en el pasado los sindicatos
tenían sus bases y sus mecanismos de acción reglamentados, en las
movilizaciones actuales el rol de redes como Twitter, Facebook,
WhatsApp o Instagram es determinante. Entre otros factores, debido a
que muchos participantes se informan por las redes, dado el carácter
más espontáneo y amplio de este tipo de manifestaciones, que no se
limitan ya a los miembros de un sindicato.
Además de comprender estos
profundos cambios de la protesta social, las autoridades en Colombia
deben evitar a toda costa caer en la trampa de dos miradas extremas
de esta: la lectura neoconservadora y la lectura radical de
izquierda.
La primera tiende a la criminalización de la
protesta social, incluso de la protesta legítima y pacífica, bajo
la tesis de la armonía natural de la sociedad. Para esta corriente
de pensamiento existe una “mano invisible” que permite ir
armonizando progresivamente los intereses de la sociedad. La protesta
social solo genera una disrupción innecesaria e indeseable en el
camino del progreso. La frase del presidente de General Motors,
Charles Wilson, ha sido, sin duda, la que mejor expresa esta
ideología, cuando afirmó, a mediados del siglo pasado: “Lo que es
bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”.
En
el otro extremo del espectro ideológico se sitúan quienes
rechazan la idea de una sociedad armónica per se y, por el
contrario, hacen una apología del conflicto no solo como inherente a
la sociedad, sino, ante todo, como indispensable para el avance
de esta. La idea del conflicto como motor de la historia es una
herencia de la teoría marxista, que lo veía como un resultado
natural del antagonismo consustancial a toda sociedad: hombres libres
y esclavos, patricios y siervos, maestros y aprendices, burguesía y
proletariado.
En el pasado, cuando todavía la clase obrera era considerada la vanguardia de la revolución, las luchas sindicales ocupaban un papel central. Hoy en día, dado que las clases sociales se han desdibujado y que la clase obrera no cumplió con las expectativas que imaginaron Marx y Engels, diversos grupos sociales tienden a ocupar ese espacio en la ideología radical. En este sentido, la protesta callejera se ha convertido en este imaginario en el nuevo sujeto de la historia, e incluso en sectores minoritarios muy radicales (como el Eln y las disidencias de las Farc), en la antesala de una insurrección popular.
Las autoridades en Colombia deben evitar a toda costa caer en la trampa de dos miradas extremas de esta: la lectura neoconservadora y la lectura radical de izquierda
Ambas aproximaciones son falsas. Ni los grupos humanos son inmunes
a los conflictos (se dan a todos los niveles, desde la pareja y la
familia hasta en la sociedad como un todo) ni los conflictos deben
ser objeto de veneración y percibidos como el motor de la sociedad.
Los acuerdos son tan o más importantes que los conflictos para la
convivencia y el avance de una sociedad, como han demostrado las
naciones más ejemplares del mundo (desde Canadá hasta Nueva
Zelanda), gobernadas por partidos moderados de centro.
Lo
cierto es que los conflictos existen y constituyen señales de
alerta. Esa es su virtud: le permite a la sociedad conocer los
factores que alimentan el malestar en su interior y, por
tanto, mediante una política de ‘escuchar la calle’ se
pueden desarrollar no solamente canales de comunicación y diálogo,
sino también construir instancias para la tramitación pacífica de
sus demandas.
No es, sin embargo, una tarea fácil. No solamente por la multiplicidad de actores, la heterogeneidad de las agendas y las formas de acción, sino por dos razones adicionales muy complejas: por un lado, todos los gobiernos democráticos se hallan perplejos con estas formas de democracia directa, sin mediación partidista, que buscan negociar al margen de los cuerpos colegiados, es decir, de las instancias propias de la democracia representativa. Por otra parte, se presenta un desajuste temporal: mientras que la temporalidad de las decisiones en un Estado democrático conlleva debates y trámites complejos, los movimientos sociales exigen respuestas inmediatas.
¿Es la protesta social un
fenómeno pasajero o es una forma de acción social que llegó para
quedarse y exige, por tanto, una “reinvención de la democracia”,
gestando nuevas instancias de participación ciudadana?
El
triunfo abrumador de los partidarios de cambiar la Constitución de
Chile aprobada en 1980 bajo el régimen de Augusto Pinochet, mediante
una convención amplia, puede dar pistas de las formas que asumirá
la democracia en este convulso siglo XXI.
EDUARDO PIZARRO LEONGÓMEZ
Para
EL TIEMPO