CUESTIONANDO AL PROFETA (1a. parte)
Yuval Harari se ha convertido en el profeta global de los tiempos actuales. Sin embargo, se trata de un equivocado y peligroso profeta.
La obra de Harari es fascinante. Ofrece a la “intelligentsia” mundial contemporánea una gigantesca enciclopedia de los principales hallazgos de la ciencia, encuadrada en el marco de una abarcadora mirada histórica sobre el universo, el planeta tierra, la evolución de las distintas culturas, etc., así como en una perspectiva del mundo presente y porvenir cada vez más controlados por los algoritmos y la Inteligencia Artificial (IA). La riqueza, diversidad y precisión de sus conocimientos, su muy sugestiva capacidad para exponer una idea a través de una serie inagotable de ejemplos concretos, así como muchas de sus reflexiones han hecho que su obra vaya creando en el mundo una especie de “sentido común”, una base indiscutible de toda conversación sobre el presente y el futuro del planeta entre gentes medianamente ilustradas. Sin embargo, su filosofía de fondo se equivoca en materia grave. Veamos.
Si seguimos sus “21 Lecciones para el Siglo XXI”, nos encontramos con un ser humano que no sería finalmente otra cosa que una especie de magnífico robot movido por innumerables y muy complejos algoritmos cada día más manipulables por potentes redes de ordenadores. Gracias a los avances de la infociencia y la neurociencia, todo - percepciones, sensaciones, emociones, sentimientos, pensamientos, decisiones - podría ser detectado, emulado y sustituido con absoluta ventaja por esa red computacional dotada de una IA en pleno desarrollo.
De esta forma queda, pues, consagrado y entronizado el nihilismo contemporáneo. Puesto que la subjetividad y la libertad personales serían meras ficciones (o “mitos”, según su expresión), no hay responsabilidad en los actos humanos y tampoco existen verdaderos valores. Lo que Harari llama “la ética” quedaría subsumida y garantizada por la programación de algoritmos adecuados a partir de la información que el sujeto le proporciona, entres otras, la de notables moralistas como Kant, Carl Schmidt o Rawls. El campo de la consciencia queda, pues, libre para la obscena exposición de todo un universo de antivalores como el que se manifiesta, por ejemplo, en la cultura y el arte contemporáneos
CUESTIONANDO AL PROFETA – 2ª. parte
Lo que los seres humanos de otras épocas (cuando aun se consideraban a sí mismos como trascendentes o al menos como sujetos libres y responsables) tenían por algo vil, repudiable, obsceno, malo, feo o simplemente vulgar - en suma, todo lo kitsch - es ahora aplaudido como máxima expresión de la “cultura” contemporánea. Quien no lo comparte es tenido por poco más que un tyranosaurio. Baste con leer las novelas de los muy controvertidos franceses Michel Houellebecq y Virginie Despentes o las sutiles reflexiones filosóficas del(la) español(a) Paul B. Preciado. Obras sin duda apasionantes, más por lo que revelan de nuestra época que por lo que ellas mismas narran o analizan. Se revuelcan a veces, como los cerdos, en las dimensiones más íntimas y menos nobles de la vida humana y se empeñan en lanzárnoslas a la cara. Se pueden también contemplar las obras del Pop Art o del Ready Made, y acompañar los finos análisis que de ellas hace el destacado filósofo italiano de origen armenio, Giorgio Agamden (por ejemplo, en “El Hombre sin Contenido”). Como lo señala Agamden, estas supuestas obras de arte son en realidad meros “productos” industriales de un artista carente de valores que se experimenta como pura libertad abstracta, sin contenidos ni valores que lo orienten.
Harari analiza muy bien los factores fisiológicos, biológicos y neuronales que disparan y alimentan el mecanismo humano. Sólo se le escapa (¿o pone deliberadamente entre paréntesis?) un pequeño detalle: la consciencia. Su concepción de la consciencia es plana. La única definición que encontré - de la que no tomé nota porque me pareció lamentable y esperaba un mayor análisis - es que la consciencia siente y piensa.
Pero la consciencia, ese enigmático ojo gracias al cual un ser humano no sólo capta lo que siente y piensa, sino que se ve a sí mismo, se conoce y se apropia de lo que siente y piensa. Una cosa son las sensaciones, percepciones, emociones e ideas y otra muy distinta es la apropiación de las mismas por un sujeto. Ese perchero último en el que se reúnen y se anudan todas las experiencias del individuo es lo que llamamos el Yo, una persona con identidad propia. Y no puede haber un Yo sin libertad, - bien sea libertad colectiva, si se es parte de sociedades pre- o para-cristianas, o bien individual, si se trata del sujeto occidental moderno. La experiencia de la libertad es lo que establece la irrepetible identidad del sujeto y su diferencia con todos los demás.
Ahora bien, es cierto: el espacio del yo consciente, libre y responsable se ha venido estrechando peligrosamente. No hay duda de que los condicionamientos étnicos y culturales, económicos y sociales, las huellas genéticas del ADN, los traumas emocionales de la infancia y adolescencia, fenómenos fortuitos como la discriminación escolar, etc., etc. recortan el espacio de la libertad y de la libre decisión del individuo. Esa consciencia nos está llevando incluso a endosar las culpas y la responsabilidad del delincuente a la misma sociedad. Y si a todo ello le sumamos el creciente conocimiento y control que poseen sobre nosotros empresas como, entre otras, Google, Amazon, Netflix o Facebook - que además venden nuestros datos a multinacionales o a gobiernos que buscan disponer de toda nuestra información biométrica -, bien podemos pensar que el Yo y su libertad van camino de transformarse en rehenes de la infociencia y la neurociencia.
Pero suponer de antemano que el yo no tiene escapatoria, aceptarlo y asumirlo así, es lo que los filósofos del siglo XIX denominaron “alienación” o enajenación: poner el Yo, la propia identidad y esencia, en lo otro opuesto a si mismo y creer que en ese otro se realiza uno mismo. Esto es lo que asume Harari. No piensa en la posibilidad de que algún día el Yo, harto de saberse presa de fuerzas ajenas, pueda
rebelarse, inventarse un virus o hackear una red, armar la resistencia y difundirla como, por ejemplo, invitando a una desconexión general. Nuestro falso profeta dirá entonces que las redes de algoritmos captarán de inmediato esa resistencia y la neutralizarán. bloqueo prácticamente imposible, a no ser que las distintas empresas poseedoras de información se unificaran o fueran absorbidas por una sola red global similar a la Torre de Babel. La consciencia, la libertad y el yo no morirán, así les moleste a Harari o a nuestro gran neurocientífico Rodolfo Llinás. Y no hay por qué alimentar el mito (ese si, mito en su mal sentido original de mentira) de la omnipresencia y el control absoluto de los macrodatos sobre nuestro destino. Esas equivocadas conclusiones filosóficas, inoculadas silenciosamente a lo largo de los textos de Harari, están alimentando poderosamente el nihilismo de nuestra época.
CUESTIONANDO AL PROFETA – (3ª. y última parte)
Sapiens. De Animales a Dioses: una breve historia de la humanidad.
No hay duda de que, con su primer libro, “Sapiens. De Animales a Dioses: una breve historia de la humanidad”, el historiador y escritor israelí, Yuval Noah Harari, desplegó un formidable documental de la historia de la humanidad. Pero tampoco cabe duda de que todo el está asentado sobre una filosofía candorosamente materialista y una metodología empirista radical. Para el, sólo existen realmente meras “cosas” y “hechos”. Lo demás – religiones, organizaciones políticas y económicas, imperios, instituciones, dinero - “solo existen en la imaginación”. Son mitos, ficción. Desde luego, se trata aquí de un infundado prejuicio en cuyo contraste se encierra un juicio de valor.
Antes de entrar a discutir ese tipo elemental de aproximación epistemológica, quiero señalar otro punto problemático. Para Harari, lo que permitió al Sapiens la supremacía sobre los demás tipos de hombres fue su capacidad de cooperación, pero el brillante escritor se ahorra la incómoda pregunta sobre lo que, a su vez, le hizo posible a esa especie particular de hombre ese desarrollo. Y lo cierto es que este pudo desarrollar esa potencia gracias a un fenómeno que el escritor siempre evade porque le resulta incómodo para su filosofía: el surgimiento de la consciencia (algo no muy diferente le acontece a nuestro científico estrella, Rodolfo Llinás). Sólo cuando en una especie particular de hombre se abrió ese ojo misterioso, capaz de mirar alrededor de si en un ángulo de 360º y de registrar y comprender en su contexto los hechos, las cosas y los seres de su entorno mientras, al mismo tiempo, se mira a sí mismo y se apropia de si, nació un Sapiens en condiciones de entenderse y cooperar con otros. Y allí hay un salto cualitativo nada fácil de explicar. No se trata de una simple multiplicación de algoritmos como lo propondría más tarde el escritor.
Volvamos a aquella epistemología que contrapone un universo de nudas cosas y hechos en-si a otro de interpretaciones concebidas como meras ficciones de la imaginación. Se repite aquí la tontería kantiana (y le saco al cuerpo a la piedra que ya me tiran los kantianos) sobre la existencia un universo de incognoscibles cosas-en-si, cosas y hechos de los que sólo conoceríamos los “fenómenos”, lo que nos aparece de ellas. Si, a partir de los fenómenos tratáramos de penetrar en el en-si de las cosas desde la perspectiva propia de la ciencia moderna, podríamos descomponerlos indefinidamente en moléculas, átomos, electrones, protones, neutrones y neutrinos, etc. hasta llegar a las supuestas ondas y corpúsculos de la mecánica cuántica. Pero ninguno de esos descubrimientos significaría una aproximación a la cosa-en-si. Todos estos “fenómenos” no son otra cosa que la realidad mirada a través de los lentes que nos suministra la ciencia moderna – casi una religión como cualquiera otra -, frente a la cual podríamos contraponer las lecturas de los jainistas hindúes para quienes todo lo que vemos son manifestaciones de una divinidad, o la de los shintoistas japoneses para los que se trata de mensajes de sus antepasados, o la de los indígenas americanos para los que son señales que nos envía la madre tierra… No existe un universo de cosas-en si, sino cosas y hechos cuya entidad va siendo continuamente definida y redefinida por las interpretaciones y prácticas que los pueblos y sus culturas hacen de ellas. Las cosas nunca existen ni su entidad se define al margen de las interpretaciones que les damos y de la forma como interactuamos con ellas.