Domingo 23 de agosto. Nuevamente los manifestantes atestan las calles y las plazas de Minsk. Más de cien mil personas, dicen los reportajes. Para un país donde casi nunca hubo demostraciones callejeras, un acontecimiento de magnitud. Lo mismo está ocurriendo en todas las ciudades del país. Algo llama la atención: la enorme cantidad de mujeres que acuden a manifestar exigiendo el mínimo y a la vez el máximo derecho democrático de nuestro tiempo: el derecho a sufragio.
Otra vez: Domingo 23 de agosto de 2020. El presidente Lukashenko, fraudulento, ladrón de votos, observa las demostraciones desde un avión, acompañado de su hijo de 15 años de edad. Los dos van armados. Cada uno con una Kalashnikov. El símbolo no puede ser más decidor. El autócrata quiere significar que está dispuesto a disparar sobre las multitudes que exigen elecciones libres y soberanas. Luego pronunciará unas palabras amenazantes: calificará a los miles y miles de demostrantes como a “ratas”. Con ese epíteto el autócrata no solo despoja a los manifestantes de su condición ciudadana sino, además, de su condición humana.
Las demostraciones de las calles, alegres, pacíficas, multitudinarias a un lado. El torvo dictador armado, al otro. Los símbolos no pueden ser más decidores. Son las dos bielorrusias. Una cuyas raíces vienen de las turbulencias del siglo XlX. Otra, la de un país del siglo XXl, un país que quiere pertenecer a la era moderna y abandonar la servidumbre y la sumisión.
En estos días, a 80 años del asesinato de Léon Trotzky, uno no puede menos que recordar una de sus tesis principales. Decía Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa: la historia no avanza hacia el progreso de acuerdo a una línea vertical sino siguiendo un curso desigual y combinado. Quería decir que el socialismo ruso no provenía del capitalismo sino del feudalismo de tal modo que en la nueva estructura originada en 1917 se combinaban elementos que provienen del pasado arcaico con otros adquiridos en el presente moderno. Stalin era para Trotsky el representante de la Rusia bárbara, despótica e incivilizada de los tiempos zaristas.
Tiempo después, el teórico americano-alemán Karl August Wittvogel, siguiendo la tesis marxista de los modos de producción, afirmaría que el socialismo ruso no era sino una variante tecnológica del modo de producción asiático (Oriental Despotism). Despotismo asiático, así definiría Wittvogel al régimen económico y político predominante en URSS (y en China).
Durante los años sesenta, el neo- revolucionario socialista Rudi Dutschke retomaría la tesis de Wittvogel afirmando que desde Lenin hacia adelante, en la URSS había sido falsificado el pensamiento de Marx quien consideraba que en un país campesino patriarcal y despótico como Rusia, el socialismo era una imposibilidad histórica. En las palabras de Dutschke, el asiatismo había sido impuesto por sobre el socialismo (Versuch Lenin auf die Füße zu stellen). Trotzky había dicho algo parecido: la de Rusia fue una revolución que no podía ser definida como socialista. Podía llegar a serlo, pero solo bajo la condición de que fuera acompañada por revoluciones en los países capitalistas occidentales más avanzados. De ahí extrajo su forzada consigna: la de la revolución permanente.
Y bien, de acuerdo a la tesis de un desarrollo desigual y combinado, Putin y Lukashenko son representantes del pasado, pero a la vez, poseedores de la tecnología del siglo XXl.
El tirano portando una Kalashnikov del siglo XX no pudo demostrar mejor su pertenencia histórica. Él, así como Putin - quien en lugar de mandar cortar la cabeza de sus adversarios con un punzón ordena envenenarlos – son los representantes del brutal y patriarcal pasado histórico de esa Rusia que tan detalladamente nos describiera Tolstoi.
Las multitudes alegres y pacíficas que en las calles de Minsk corean gritos de libertad, representan en cambio al presente europeo. Ellos quieren ser simplemente ciudadanos de una Europa moderna, una en donde los derechos humanos rigen en todo su vigor. Pero a la vez, de una u otra manera, ellos están vinculando sus luchas con otras que tuvieron lugar en el pasado. Ellos están luchando nada menos que por el derecho a sufragio, vale decir, por esa revolución que en Europa comenzó a gestarse en la Francia de 1789 y apareció por primera como universal en Finlandia, el año 1893. Por ese derecho tan elemental. Por ese simple papel que separa a la condición ciudadana de la condición bárbara.
Parece que en un punto Trotsky tenía razón. El progreso de la historia sigue un curso desigual y combinado.