Genaro Arriagada - LA PROFUNDIDAD DE NUESTRA CRISIS POLÍTICA



Una crisis política como la que vivimos tiene muchos elementos y es cierto que este puede ser un mal gobierno, que la coalición que lo apoya es un desorden, que la oposición no da el ancho, que el ambiente político es tóxico; pero esos factores son menos graves que la falla fundamental del sistema que es no haber resuelto de un modo satisfactorio la relación entre el Poder Ejecutivo y el Congreso.


Los sistemas parlamentarios resuelven este asunto de un modo drástico. No hay división entre Ejecutivo y Legislativo, sino unidad, pues quien controla la mayoría parlamentaria es quien determina el Ejecutivo. Si en algún momento la mayoría legislativa cambia y el Ejecutivo queda en minoría, pueden suceder dos cosas. Una, cae el gobierno y la nueva mayoría nombra un nuevo Primer Ministro y su gabinete. O, si el Primer Ministro desafiado considera que el Parlamento ha procedido de modo inconveniente, puede disolverlo y llamar a una nueva elección. Hay un poder (el Parlamento puede botar al Gobierno) y un contrapoder (el Gobierno puede disolver el Parlamento).

Hay otro sistema, enteramente distinto, que es el gobierno de Asamblea. Un Presidente débil nombra a su gabinete; pero este puede ser botado, en el momento que lo desee, por la mayoría del Parlamento. En este sistema, el Presidente no tiene facultad de disolver el Parlamento, el que puede, con impunidad, cambiar los gabinetes que quiera. Chile conoció esta forma de gobierno entre 1891 y 1924, y aunque se lo denomina “república parlamentaria”, no tuvo en modo alguno ese carácter, sino que fue un gobierno de Asamblea donde, en promedio, los presidentes tuvieron tres o cuatro gabinetes por año.

Hay un poder (el de la Asamblea, de cesar los gabinetes), pero dado que no existe un contrapoder que lo modere, se hace absoluto e irresponsable. De las formas de relación entre el gobierno y el parlamento esta es la peor y nefasta.

Finalmente, está el sistema presidencial, que, a diferencia del parlamentarismo, es uno de división de poderes. El Ejecutivo le corresponde al Presidente, que dura en el cargo un plazo fijo —ni un día menos, ni un día más— y nombra y remueve el gabinete a entera voluntad. Al frente está el Congreso, que también tiene un plazo fijo, pues no puede ser disuelto. El sistema funciona bien si el Presidente tiene una mayoría parlamentaria. Ese es un paseo por un jardín de rosas; pero si el gobierno es minoría en las Cámaras, esto se transforma en una marcha hacia el infierno, cuyo precio lo paga la sociedad entera.

Como esta última circunstancia suele ser más frecuente que la anterior, la respuesta de los defensores del presidencialismo ha sido fortalecer los poderes del Ejecutivo —en desmedro del Congreso—, transformándolo en el principal colegislador, entregándole iniciativa exclusiva en las materias más importantes, exigiéndoles a los acuerdos parlamentarios quorum calificados. Es lo que conocemos como un “presidencialismo exacerbado”, que tiene enormes riesgos. De partida, desvirtúa la democracia, pues crea mayorías inútiles que, como no pueden obtener sus objetivos a través de las instituciones, los salen a buscar presionando en “la calle”. Al transformar al Congreso en un poder de segunda clase, lo encaminan a una oposición obstructiva, a ser amplificador de denuncias mal hechas. Premia en el gobierno la prepotencia, la pretensión de que puede gobernar sin escuchar; y, a la vez, en el Congreso, la irresponsabilidad, pues sus miembros, hagan lo que hagan, tienen un plazo fijo asegurado.

Cuando Ejecutivo y Parlamento están en distintas manos —y a ello se agrega una alta polarización—, no hay poder ni contrapoder que resuelva esta situación, la que deviene en un “mate ahogado” o en un equilibrio catastrófico.

Lo que estamos viendo es el colapso de este último sistema. Piñera o no Piñera, Chile o no Chile, no es eficaz un gobierno presidencial que no tiene mayoría en el Congreso, y es peligrosamente inviable si no alcanza, como ha ocurrido en estos días —en asuntos decisivos—, el respaldo de los dos quintos (o peor, ni un tercio) en las Cámaras. El sistema debe ser cambiado. Continuar exacerbando el presidencialismo es un imposible y una provocación de aquellas que se pagan caro. Pero avanzar hacia formas parlamentarias o semipresidenciales es un camino que requiere no de una, sino de varias reformas políticas simultáneas. Algo que hay que empezar a discutir ya.

Genaro Arriagada Herrera