Nunca había habido un “ismo” presidencial en los EEUU.
Ni siquiera Kennedy, el más mediático presidente de la historia norteamericana, llegó a fundar un “ismo”. La razón es simple: el único “ismo” antes de Trump había sido el “constitucional-ismo”, derivado de una Constitución que, como pocas, constituye a la nación y al Estado. Una Constitución a la que los ciudadanos veneran con devoción hasta el punto de que no pocos observadores han insinuado que en los EE UU impera una dictadura de la Constitución. No una dictadura constitucional, entiéndase: dictadura de la Constitución.
La dictadura de un libro de leyes es allí mucho más que la de un libro de leyes. Es el acta de constitución de la nación. Definición que explica la dificultad jurídica de los gobernantes norteamericanos cada vez que deben modificar un parágrafo o inciso obsoleto. Porque cambiar una letra constitucional es modificar, como se dice en los EE UU, “lo que decidieron nuestros antepasados”, los que en un momento de inspiración estipularon - nada menos que en un país esclavista - que “todos los humanos son creados iguales”. Frente al “ismo” constitucional no podía existir ningún otro “ismo”. Habría significado, como ocurre en países de bajo nivel político, la primacía de un poder situado por sobre las leyes: un poder supraconstitucional representado en el nombre de un hombre.
De hecho, en la mayoría de los países de larga tradición democrática no hay “ismos” presidenciales y, si los hay, operan como reconocimiento simbólico post-mortem (gaullismo, tatscherismo). Ni siquiera en Alemania existe algo parecido a un “merkelismo”. Esa es la gran diferencia – observación de Alexis de Tocqueville – entre los gobiernos de América del Norte y los del Sur, donde la fuerza del hombre de charretera y caballo primaba por sobre las leyes habidas y por haber. Continente de caudillos cuyas constituciones han sido urdidas a la medida de quienes detentaban el poder. Por eso Donald Trump es, o ha llegado a ser, un caso insólito: un “ismo” más allá (o más acá) del Río Grande, diría Robert Mitchum.
Por cierto, hay un trumpismo made in USA, pero no todos los electores de Trump pueden ser calificados de trumpistas. Trumpistas no son, por ejemplo, quienes votan a Trump por razones económicas si estas se reflejan en índices de crecimiento, en descenso de la desocupación o en baja de los impuestos. En ese punto los electores norteamericanos no se diferencias de los de otros países. Trumpistas tampoco son los que siguen el eslogan América first. ¿Quién quiere anteponer los intereses internacionales a los nacionales? Ni siquiera los nacionalistas pueden ser calificados de trumpistas. Pues un “ismo” es otra cosa.
Un “ismo” es la conversión de un ser vivo en un mito, de un mandatario en un mandamás, de un seguimiento incondicional a decisiones, aunque estas – como es el caso de Trump - sean modificadas día a día. En síntesis, un “ismo” es la identificación radical con un jefe cuya palabra se encuentra más allá de la Constitución.
La separación entre los electores de Trump y los trumpistas es difícil de observar en tiempos normales. Pero en tiempos como los actuales, marcados por el signo Covid-19, emergen a la superficie. Fue así que ex-electores llegaron a la conclusión de que Trump es serio candidato para ser elegido como el presidente occidental de peor desempeño ante el mal pandémico. Sus frases desquiciadas, sus burlas de pésimo gusto, sus intentos por externalizar la pandemia culpando a otras naciones, su inmisericordia frente a los débiles sociales, entre ellos latinos y negros, en fin, su falta de empatía y sensibilidad, lo han hecho bajar en todas las encuestas. De ahí entonces que la diferencia entre los electores de Trump y los trumpistas sea la siguiente: los primeros son condicionales y los segundos, incondicionales. No obstante, como ya ha sido advertido, el trumpismo es mucho más imponente en Sudamérica que en los EE UU. Como siempre ocurre en estos casos, hay que indagar acerca de las razones.
Cabe señalar que el trumpismo, allá y acá, es antes que nada un fenómeno de “clase media”. Quiere decir que, predominantemente, ni las elites culturales de allá y acá, tampoco los estratos más bajos, se identifican mucho con Trump. ¿Dónde reside la diferencia? Al parecer entre dos clases medias. Mientras en los EE UU las clases medias, pese a la enorme movilidad social imperante no temen caer en el barranco de los sectores más bajos, en la mayoría de los países latinoamericanos sí lo temen. En efecto, las clases medias latinoamericanas suelen formarse en periodos de repentinas bonanzas del mismo modo como suelen desaparecer en periodos de fuertes crisis económicas (los argentinos nos pueden hablar mucho de eso). En otras palabras, son sectores sociales inestables, hecho que determina un comportamiento cultural y político también inestable. Cuando se sienten amenazados, suelen caer en actitudes agresivas y apelan a gobiernos autoritarios. Pero sobre eso se ha escrito mucho.
Interesante es apuntar que gobiernos ideológicamente antagónicos, como el pinochetismo en Chile y el chavismo en Venezuela, surgieron de impulsos clasemedieros, golpistas en uno, electorales en el otro. La conversión de Chávez en gobierno popular y populista fue posterior a su entrada al gobierno. Su votación predominante - así han observado la mayoría de los sociólogos venezolanos - provenía de las heterogéneas clases medias del país.
Volvamos entonces a marcar la diferencia: mientras en los EE UU el tronco sólido de Trump está formado por clases medias establecidas (blanca y adinerada) los gobiernos autoritarios que emergen en América Latina (en el país más grande, Bolsonaro, y en el más pequeño, Bukele) son resultados de la movilización política de clases medias ocasionales y volátiles. Los llamados populismos, sean de izquierda o derecha -la retórica ideológica es aquí lo menos importante – cuando emergen, no excluyen a esos sectores. Por el contrario, son su motor más dinámico.
Venezuela es una vitrina paradigmática. Al igual que Pinochet en Chile, Chávez desarticuló a la clase media que lo llevó al poder. Pero mientras en Chile fue sustituida por nuevas clases medias, ligadas a la economía agroexportadora, Chávez la sustituyó por una clase militar y burocrática económicamente improductiva pero políticamente leal al gobierno. Bajo Maduro esa nueva clase ha prescindido incluso de ligamentos populares.
Y bien, lo escrito aquí vale solo como enunciado. Los procesos son mucho más profundos y complejos. Lo que interesa remarcar es que el fenómeno del actual trumpismo venezolano es producto de fracciones sociales y políticas en vías de desintegración (anomia). Gran parte de la oposición venezolana, por ejemplo, carece de raíces sociales, no está ligada a sindicatos ni a corporaciones obreras o agrarias. Muchos de sus cuadros dirigentes pasaron de la mitómana lucha universitaria a la lucha política. Esto explica en parte los cursos erráticos asumidos desde el 2002, pasando por el 2005, continuados el 2014 (La Salida) y rematados en el golpecillo del 30-A.
Hoy, cuando el liderazgo de Guaidó está siendo cuestionado – hay informes que delatan una caída libre - no son pocos quienes han creído encontrar su salvación exportando un liderazgo configurado en Donald Trump quien - así lo confirma Bolton en su libro - aunque esté dispuesto a utilizar el caso venezolano en aras de su reelección, nunca ha sentido demasiado interés por el tema Y no deja de tener razón: desde su óptica, embarcarse en la “salvación” de Venezuela no sería una empresa ni económica ni políticamente rentable. Para la oposición venezolana, una tragedia. A su ausencia de estrategia ha sumado su desnacionalización política. Maduro, bajo esas condiciones, puede aparecer hacia afuera como un líder acosado por un imperio.
El 20-M fue el punto de inflexión que llevó a la oposición venezolana a ligar su suerte con la de Trump. La historiografía deberá dilucidar más adelante si el abstencionismo ahí impuesto surgió de acuerdo a decisiones tomadas en EE UU o si la orfandad política de la oposición fue la que llevó a la dupla López- Guaidó a arrojarse en los brazos de Trump. Lo cierto – ha sido dicho mil veces, pero nunca suficiente - el abstencionismo llevó a la destrucción de la MUD, a la perdida de la centralidad política y, no por último, a que la oposición fuera usurpada por sus sectores más extremistas.
Desde el desventurado mantra 20-E, los pocos que se opusieron al plan que supuestamente pondría fin a una mentada usurpación, intuyeron que al poner su acento en la conspiración golpista, la dupla López – Guaidó llevaría a toda la oposición al abismo, incluyendo a esos dirigentes de centro que, por cobardía o falta de visión, no fueron capaces de oponerse a la debacle. Habiendo sido comprobado que por el atajo golpista era imposible acceder al poder, comenzaron a resonar los gritos de auxilio a Trump. Así fue como nació el fenómeno del trumpismo venezolano. Uno que nada o poco tiene que ver con Trump pero sí con las fantasías de una dirección opositora que pasó del abstencionismo al golpismo y del golpismo al invasionismo hasta terminar por entregar su suerte a un presidente extranjero, hoy mermado en su propia y congénita incapacidad.
El activismo febril del ungido líder no lograría sustituir a su comprobada indigencia política. Guaidó debe ser, en efecto, uno de los pocos líderes que jamás han conducido a una meta. Es el líder del vacío. Maduro, por su parte, aprovecha ese vacío trabajando seriamente para dividir aún más a los restos de la oposición y luego quebrar definitivamente a la que fuera su única arma: la voluntad de voto.
En diciembre, con cierta probabilidad, tendrán lugar las elecciones parlamentarias. Como si la historia se repitiera constantemente, parte de la oposición llamará a votar, otra llamará a la abstención, esta vez guarecida bajo ese trumpismo fabricado para justificar su fracaso histórico. Bajo esas tétricas condiciones, solo un milagro podría salvar a Venezuela. Ni los trumpistas ni Trump lo harán.