Es un poema magno. No lo escribió
durante su visita a las ruinas de Macchu Picchu (1943) sino tres años
después, pensando en soledad, según confirma su buen biógrafo,
Hernán Loyola. Un poema sinfónico convertido por las empresas de
turismo en nota de atracción para los eternos visitantes,
convencidos que cuando contemplan esas ruinas que no dicen nada –
las ruinas, ruinas son- creen inundar sus corazones con historia y
poesía. Utilización tan falaz como la de esos políticos que
angostaron al gran poema para convertirlo en un panfleto indigenista
y social.
Lo que pocos observan: cuando Pablo
Neruda escribió sobre las piedras y los muertos milenarios, no lo
hizo específicamente sobre Macchu Picchu. Quiero decir, las ruinas de
Neruda son las de otra realidad que precede y trasciende al objeto
elegido. Macchu Picchu, como todo objeto poético (y onírico) es expresión imaginaria y simbólica a la vez. Intra y metafísica
representación del ser enfrentado a un pasado infinito y a un futuro
infinito, usando ese lenguaje alterado que va más allá del
pensamiento y de toda reflexión que es el de la poesía.
En sentido estricto no es solo un
poema. Son 12 poemas – o sub-poemas- anudados en un poema. Comienza
desde las más bajas bajuras hasta culminar en las más altas alturas
para luego descender bajo otras formas al planeta tierra. A fin de
facilitar la comprensión literaria y filosófica (sí, filosófica)
de Las Alturas me permitiré desglosar cada poema. La numeración es
de Neruda:
Las letras del poeta, en rojo. Las del autor de estas líneas, en negro
Sobre el
poema l
“El
aire, el aire, como una red vacía/ iba yo entre las calles y la
atmósfera”/ Versos
que delatan desde un comienzo la orfandad del que camina sin conocer
el sentido de su existencia. Ese ser vacío, librado a su
contingencia, encuentra de pronto signos de otra vida muy lejana a la
realidad que lo circunda. Pues de pronto: “Alguien
que me
esperó entre los violines/ encontró un mundo como una torre
enterrada”. Y
luego agrega el poeta: “hundí
la mano turbulenta y dulce/ en lo más genital de lo terrestre”.
Comienza
entonces un descenso
– solo en la poesía es posible – hacia arriba, hundiendo Neruda
la mano en la
cimiente, en lo más genital de lo
terrestre.
Fue
inevitable
entonces no recordar una
idea de
Heidegger: “El final está en los orígenes".
En Neruda, un pre-sentimiento. Aquel
que nos dice que el
ser total
viene desde lo
más profundo y de
ese ser
somos portadores todos. De
ese encuentro fugaz Pablo
regresará
pronto, casi
ciego (al igual que el otro Pablo, el
de Tarso,
cuando vio
a Cristo)
llevando
consigo la buena noticia de la
revelación:
“y
como un ciego, regresé al jazmín/ de la gastada primavera. humana”.
Después de ese encuentro,
Pablo de
Chile, como
ocurrió al
otro Pablo, no
volverá
a ser el mismo.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así:
Prólogo.
Sobre el
poema ll
Reflexión
metafísica transcrita en versos luminosos. Yo no sé si Neruda leyó
a Hölderlin o simplemente fue poseído por la intención del poeta
alemán, quien
cambió
la cordura por la locura y a
la teología por la poesía,
para buscar la esencia de lo divino a través de palabras desfasadas
de sus objetos originarios.
Hölderlin buscaba, como
Neruda después, el alma de
la materia.
Pero Neruda intentó
dar una respuesta
provisoria: la verdad vive
en las pequeñas
cosas. “Y
de pronto, entre la ropa y el humo,/ sobre la mesa hundida/ como una
barajada cantidad, queda el alma: /cuarzo y desvelo, lágrimas en el
océano”.
Fue
constancia
de su poesía
buscar la verdad en el pan de cada día, en
el ajo, en la cebolla y, en
este poema, en las piedras de
un imperio muerto. Habiéndola
creído encontrarla
oculta en
Macchu Picchu recuerda lo que él era antes de la búsqueda, cuando no
sabía nada de la eternidad: “Cuantas
veces en las calles del invierno de la ciudad o en un autobús o un
barco en el crepúsculo, o en la soledad más espesa, la de la noche
de fiesta, bajo el sonido de sombras y campanas, en la misma gruta
del placer humano, me quise detener a buscar la eterna vela
insondable que antes toqué en la piedra o en el relámpago que el
beso desprendía”.
Quiso
detenerse y en lugar de lo
que buscaba había
encontrado solo una
pregunta. “¿Qué
era el hombre? En que parte de su conversación abierta/ entre los
almacenes de los silbidos, en cual de sus movimientos/ metálicos/
vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida?”
Neruda describe,
no sé si así lo quiso, la tragedia de la condición humana, la de
buscar el más allá desde un más acá que no lo deja escapar, esa
imposibilidad de acceder a la eternidad, ese no-saber nada del
después de la muerte. Sobre eso ya hablaremos.
Si
me pidieran un título para este poema yo lo llamaría así:
Búsqueda y Regreso.
Sobre el
poema lll
Comienza aquí
una larga elegía a la muerte. Un convencimiento de que, aunque nos
acercáramos a la inmortalidad como nos anuncia con optimismo Yubal
Harari, más aún, aunque fuéramos perpetuos, no alcanzaríamos la
eternidad. Nunca seremos dioses: ese es nuestro pecado original.
Cuando más, y solo en algunos momentos excepcionales – como el de
Neruda escribiendo sus Alturas – podemos llegar a ser un simulacro
de la divinidad. Así dijo la gangosa voz del poeta: “El
ser como el maíz
se desgranaba en el incansable/ granero de los hechos perdidos, de
los acontecimientos/ miserables del uno al siete, al ocho/ y no la
muerte, sino muchas
muertes llegaba a cada uno: cada día una muerte pequeña,
polvo, gusano, lámpara”.
Somos los
portadores de la muerte en ese funeral llamado vida: “todos
desfallecieron esperando su muerte”.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así: Elegía a la
Muerte.
Sobre el
poema lV
Continúa la
elegía. Pero ahora nos describe la herida del ser parcial, la del
que no logra encontrarse consigo en ese hueco que separa al
nacimiento de la muerte. A esa náusea frente al vacío según
Sartre; a esa caída en el absurdo, según Camus; a esa desesperación
por no ser Dios, según Kierkegard; a esa convivencia atroz y bella
con la muerte, según Neruda.
Somos los novios
de la muerte, a la que contemplamos desde el vacío, a la que
intentamos seducir con amores secundarios, placeres efímeros y
palabras vacías. Pero no: imposible. Impertérrita ella aguarda sin
esquivarnos la mirada. “La poderosa muerte me
invitó muchas veces: /era como
la sal invisible de las olas”.
Pregunto:
¿Cómo
amar sabiendo que eso que amas se irá, que tal vez ya
no
existe? ¿Cómo
amar lo que desaparece?
Neruda
corrobora: “No
pude amar en cada ser un árbol/ con su pequeño
otoño
a cuestas (la muerte de mil hojas)/ todas las falsas muertes y las
resurrecciones/ sin tierra, sin abismo”. Neruda
siente entonces
compasión
por el hombre que el mismo es,
entre
las calles y la atmósfera (la
imagen la repite por segunda vez), llegando
y despidiendo/.
La
vida como despedida, la tristeza del peregrino sin camino, la
del buzo sin
mar, la del
hombre sin destino. “Y
cuando poco a poco el hombre fue negándome/ y fue cerrando paso y
puerta para que no tocaran/ mis manos manantiales su inexistencia
herida,/ entonces fui por calle y calle y río y río/ y ciudad y
ciudad y cama y cama/ y atravesó el desierto mi máscara salobre/ y
en las últimas casas humilladas, sin lámpara ni fuego/ sin pan, ni
piedra, sin silencio, solo, /rodé muriendo de mi propia muerte”.
Al
leer tanta hermosura hasta quienes amamos con fervor a la vida,
podríamos llegar a enamorarnos
de la muerte. Digo yo.
Si
me pidieran un título para este poema yo lo llamaría así: Muerte
sin Resurrección.
Sobre el
poema V
Neruda
siente de pronto otra
proximidad, la de las alturas. Tal vez ha comprendido que ese
estar-abajo es la condición para mirar hacia arriba. En este muy
breve sub-poema, y al
parecer, sin grandes pretensiones, el poeta ha dado un vuelco
violento sobre sí
mismo. Ha descubierto, como si un rayo
partiera en dos su tristeza, otra verdad: si es cierto que la muerte
vive en la vida, quiere decir también que la vida vive en la muerte,
que en la muerte hay vida.
El
amor es más fuerte que la muerte, dijo el otro Pablo, el de Tarso.
Pablo, el de
Chile, podría haber dicho, y con otras palabras lo dijo, que la vida
es más fuerte que la muerte. Que todas las muertes son más pequeñas
que un átomo de vida. “No
eras tú,
muerte grave, ave de plumas férreas/ la que el pobre heredero de las
habitaciones/ llevaba entre alimentos apresurados, bajo
la piel vacía:/ era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada”.
La muerte, frente a la vida eterna, es un mísero segundo sin horas.
Si
me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así:
La muerte de la muerte.
Sobre el
poema Vl
Ha
llegado Neruda a
las más altas
alturas. Desde ahí mira al mundo de los
muertos, abajo, y pleno de luces, arriba.
Macchu Picchu. Podríamos llamarlo, el cielo de la tierra. “Alta
ciudad de piedras escalares, por fin morada del que lo terrestre/ no
escondió en las dormidas vestiduras”. O
también: “Madre de
piedra, espuma de los cóndores/ Alto arrecife de la aurora humana”.
Ha
llegado a la
casa más alta del hombre. Un lugar, pero además un tiempo, uno
en cuyo
vientre moran
otros tiempos. De acuerdo a nuestra cronología, un pasado, una
prehistoria, una fase
en el desarrollo de la humanidad. Para Neruda, en cambio, un solo
tiempo y ese tiempo no está atrás, ni abajo, sino arriba y
alrededor: un
tiempo donde vivimos con los vivos y con
los muertos,
con los que se fueron y con los que volverán. No es el tiempo de la
eternidad todavía, pero sí es su anuncio. Y así lo vio el poeta:
“mil
años
de aire, meses, semanas de aire/ de viento
azul,
de cordillera férrea, que fueron como suaves huracanes de pasos/
lustrando el solitario recinto de la piedra”.
Si
me pidieran un
título para este poema, yo lo llamaría así: El
eterno retorno.
Sobre el
poema Vll
Fue
entonces cuando Neruda descubrió a la otra muerte. No a la que yace
después de nuestra vida, no la que acaba con piel y huesos, no la
que habita debajo
de las piedras, sino a
la que está ahí, como condición de la vida eterna. Una muerte que
no es muerte sino pausa que hace la vida para seguir respirando. Los
muertos de Macchu
Picchu pasan entonces
a ser las
cimientes de la vida:
“vino la verdadera
la más abrasadora/ muerte y desde
las rocas taladradas, desde los capiteles escarlata,/ desde los
acueductos escalares/ os desplomasteis como en un otoño
en una sola muerte.” Esa
muerte es la condición de toda vida, la muerte de todos y la muerte
de nada, una ciudad de piedra que nace y
muere, una
ciudad que “como
un vaso se levantó en las manos/ de todos, vivos, muertos callados,
sostenidos/ de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe/ de
pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada:/ ese arrecife
andino de colonias
glaciales”.
A ese arrecife,
Agustín de Hipona lo llamó: la Ciudad de Dios
Si
me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: La
Ciudad Eterna.
Sobre el
poema Vlll
Comienza
con un canto
cuya
musicalidad cautivó a Theodorakis
“Sube
conmigo amor americano/ Besa conmigo las piedras secretas”.
“Sube”
es aquí la
clave. Subir no es renacer, no es resucitar entre los muertos, no es
una transfiguración del
ser. Subir
significa ser en otra dimensión, en un punto más alto que el
nuestro, un subir más allá de las alturas geográficas hacia una
altura inimaginable por
su infinitud. En las palabras del poeta “Ven
a mi propio ser, al alba mía/ hasta las soledades coronadas/ El
reino muerto vive todavía”.
¿Por
qué dice “el reino muerto vive todavía?”
La respuesta es obvia: porque no ha muerto. ¿Y
por qué no ha muerto? La respuesta es aún más obvia: porque es
eterno. Una conclusión que es, se quiera o no, teológica. La
confirman las preguntas formuladas
en modo de oración en la mitad del poema.
Es un canto a Quién. Leamos los comienzos de cada versículo,
perdón, estrofa: “¿Quién
apresó el relámpago del frío? ¿Quién
va rompiendo sílabas heladas? ¿Quién
va cortando párpados florales? ¿Quién
precipita los racimos muertos? ¿Quién
despeña
la rama de los vínculos? ¿Quién
otra vez sepulta a los adioses?”.
No
son preguntas al aire. Son las del hombre
iluminado por el deseo de
la verdad eterna. ¿Por
qué entonces Neruda no nombró directamente a Dios? Hay tres
respuestas posibles:
La primera: Razones ideológicas, lo que
no es muy plausible pues pese a sus adscripciones políticas, Neruda
era un ignorante
en materias ideológicas. La segunda es más
creíble: Al
ser Dios tan grande, es innombrable.
Incluso por Neruda.
La tercera, y con esa me quedo yo: Porque en las
Alturas Dios tiene otro nombre. El Dios
de Neruda se
llama Quién.
Si
me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Quién.
Sobre el
poema lX
Aquí
me doy por vencido. Este poema es
una oración. Más todavía, es una explosión de metáforas e
imágenes. Casi
nunca, o tal vez nunca, he visto
volar tan alto al ave de la poesía. El lector debe leerlo. Lo
escrito en este poema no es explicable. Allí está el verso, la
forma, el tránsito, el poder de la palabra, la música. Y
si puede, amigo
lector, léalo
en voz alta.
Tengo sí una
pregunta a la que no pido respuesta. ¿Por qué de pronto la luz de
la vida se sitúa en un hombre, en este caso Neruda, quien más allá
de la poesía no sabía de muchas cosas?
Hace
algún tiempo leí una novela sobrecogedora: “Nuestra
parte de noche” de la escritora
argentina Mariana Enríquez. Trata
de la triste vida de un medium. Un hombre que nunca eligió ser un
medium y lo fue porque simplemente alguien, un Quién, lo eligió
como medium. Quizás Neruda era un medium. Quizás el mismo Neruda no
sabía lo que revelaba ¿O
lo sabía? ¿Por
qué tituló a una colección de poemas suyos con
el nombre de Plenos Poderes? ¿Sabía
acaso Neruda que él tenía poderes que no todos tenemos?
Hipótesis
atrevida, dirán muchos. Puede ser. Pero la tarea de pensar obliga a
no conformarse con respuestas fáciles.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así: Apoteósis.
Sobre el
poema X
Comienza así:
Piedra en la piedra, ¿el hombre dónde
estuvo?/ Aire en el aire, ¿el
hombre dónde
estuvo?/ Tiempo en el tiempo, ¿el hombre dónde
estuvo”?.
La piedra, el
aire, el tiempo. Trinidad sobre cuya base Neruda construyó su Macchu
Picchu. Tres elementos distintos y un solo hombre, no más. Entre la
piedra (el estar aquí), el aire (el estar sobre el aquí) y el
tiempo (el estar en el ser de todo) vive el hombre, ese fauno
tridimensional nacido para designar al mundo.
Al reencontrarse
con las piedras que ocultaron los cuerpos muertos de la historia
humana, Neruda, desde su tiempo, nuestro tiempo, lo llama a nacer de
nuevo. No los olvidemos, parece decirnos. No son nuestros
antepasados, son parte de nosotros así como nosotros somos parte de
ellos. Invitémoslo a vivir con nosotros. Derribemos ese muro que nos
separa de su cuerpo. “¡Devuélveme
el esclavo que enterraste! Sacude de las tierras el pan duro/ del
miserable, muéstrame sus vestidos/ del siervo y su ventana./ Dime
como durmió cuando vivía./ Dime si fue su sueño
ronco, entreabierto como un hoyo negro/ hecho por la fatiga sobre el
muro”.
Neruda mira la
oscuridad y exige el retorno de la luz de la vida.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así: La Piedra, el
Aire y el Tiempo.
Sobre el
poema Xl
El hombre, el
enterrado, el olvidado, vuelve a la vida a través de la poesía.
Neruda los convoca a todos. Los llama a nacer con nosotros,
convertidos en un solo ser que no solo es de ellos sino también
nuestro. Sube a nacer conmigo hermano. Sube, dice, llamándolos desde
Las Alturas. Son personas singulares y a la vez somos todos, el mismo
espíritu en una sola historia. Desde este mundo Neruda los invita a
la fiesta de la vida. Al comienzo no los distingue, la luz es tenue,
más bien tiniebla “no veo el ciclo de sus
barras/ veo al antiguo ser, servidor, el dormido/ en los campos, veo
el cuerpo, mil cuerpos, un hombre/ mil mujeres /bajo la noche negra,
negros de lluvias y de noches”.
No obstante, en
la medida en que los muertos renacen y suben hacia la luz de las
alturas, Neruda comienza a distinguir a unos de otros. Lentamente
traba amistad con ellos. Y como si el mismo fuera un sacerdote del
incario, comienza a nombrarlos con cariño y respeto. Son sus nuevos
amigos, sus hermanos: Juan Cortapiedras, hijo
de Wiracocha/ Juan Come Frío, hijo de estrella verde/ Juan
Piesdescalzos, nieto de la turquesa/ sube a nacer
conmigo
hermano”.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así: Sube a nacer
conmigo hermano.
Sobre el
poema Xll
Neruda
inicia su regreso al mundo nuestro de cada día. Luego de cantar por
segunda vez “Sube a nacer conmigo hermano”, admite las
condiciones de su “residencia en la tierra”. “No
volverás del fondo de las rocas./ No volverás del tiempo
subterráneo./ No volverá tu voz endurecida./No volverán tus ojos
taladrados./ Mírame desde el fondo de la tierra.”
La suya es una
despedida, pero no un adiós para siempre. El poeta continuará
comunicándose con ellos, sus hermanos del infinito. “A
través de la tierra juntas todos/ los silenciosos labios derramados/
y desde el fondo habladme toda esta noche/ como si yo estuviera con
vosotros anclado.
Su regreso a la
superficie terrestre no será el del soldado vencido. El poeta nos
trae nuevas odas, nuevas sangres, miles de voces y muchos cantos de
pájaros. Lo vemos ahora caminar por sus conocidos senderos. Lo vemos
darse vueltas mirando hacia las alturas, haciendo un gesto de
despedida a sus hermanos. Desde aquí, tal vez desde este mismo lugar
donde yo escribo, lo escucho gritar sus palabras finales: “Dadme
el silencio, el agua, la esperanza./ Dadme la lucha, el hierro, los
volcanes./ Apegadme
los cuerpos como imanes./ Acudid a mis venas y a mi boca./ Hablad por
mis palabras y mi sangre.
Si me pidieran
un título para este poema, yo lo llamaría así:Gloria.
DESPUÉS (a modo de epílogo)
Pienso en el
Prólogo, en Búsqueda y Regreso, en la Elegía de la Muerte, en la
Muerte sin Resurrección, en la muerte de la muerte, en el Eterno
Retorno, en la Ciudad Eterna, en Quién, en la Apoteosis, en la
piedra, el aire y el tiempo, en “ven a nacer conmigo hermano”, en
la Gloria.
Pienso que
Neruda no ha muerto. Neruda vive con sus hermanos, en el fondo de la
tierra y en las alturas, en la piedra calcinada, en el pan
compartido, en el sexo oscuro y abierto de la noche, en los errores
del hombre, en sus laberintos y en nuestro propio destino. Pienso en
Machu Picchu. Su poesía es cada día más grande y más bella.
Quizás el mismo nunca fue consciente de su obra y menos de su
legado. Tanto mejor. Al fin y al cabo, en todas sus grandezas y
miserias, sigue siendo uno más entre nosotros, y aunque nunca nombró
a Dios, puedo decir que, aunque sin reconocerlo, lo vio. Eso lo supe gracias a mis nuevos amigos: Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha/ Juan
Come Frío, hijo de estrella verde/ Juan Piesdescalzos, nieto de la
turquesa.
Para leer completo Alturas de Macchu Picchu https://www.poemas-del-alma.com/alturas-de-macchu.htm
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