(Alrededor de los libros: Poeta Chileno, de Alejandro Zambra,
Anagrama 2020)
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Todas íbamos a ser
reinas
de cuatro reinos
sobre el mar
Rosalía con
Efigenia
y Lucila con Soledad
(Gabiela Mistral:
Todas íbamos a ser reinas)
Poeta de Chile de Alejandro Zambra es una buena novela. Por
momentos, muy buena. Pese a que al comienzo tuve la impresión de que
me iba a encontrar con una versión chilenizada de los Detectives
Salvajes de Ernesto Bolaño, el texto
conserva originalidad y mantiene objetivos propios. Aunque comience
como una historia de amor, aunque continúe como la historia de una
tan singular amistad personal y poética entre padrastro e hijastro,
la novela es un texto insustituible para quienes cada cierto tiempo
nos hacemos la pregunta: ¿por
qué en Chile hay tantos poetas?
Sí; claro, en todas partes hay cantidades. Pero en Chile hay muchos
más, y los hay hasta el punto que me aventuraría a decir: los
poetas de Chile constituyen una clase social y
cultural: una clase estructurada como clase, segmentada como
clase (poetas geniales, poetas grandes, buenos poetas, malos poetas,
poetas anti-poetas, poetas rascas, poetas locos, y suma y sigue), una
clase en sí y para sí, y lo más detonante: una clase con
conciencia de clase. La clase poética de Chile. Un objeto
digno de estudio, como fue el emprendido por la linda estudiante
norteamericana Pru, al escribir un reportaje sobre los poetas de
Chile. Ficticia crónica que será para Zambra la médula de su
novela. Lo demás es condimento, muy sabroso si usted quiere, pero no
mucho más
Quien escribe estas líneas puede dar algún testimonio. Allá por
los 60, los jardines del Instituto Pedagógico de la Universidad de
Chile fueron poblados por poetas. Por todos lados aparecían grupos
literarios. Yo formaba parte del grupo Gorki, más bien dedicado a
narraciones prosaicas, aunque todos escribíamos poemas, algunos en
solitario, otros, para mostrárselos a las minas.
Poetisas - así se decía entonces a las poetas - casi no
había. Y en las noches, antes de la tomatera, solíamos asistir a
los recitales de los poetas de la segunda generación. Desde lejos
escuchábamos a Alfonso Alcalde, a Efrain Barquero, a Oscar Hahn, a
Enrique Lihn, a Jorge Teillier y a muchos más: la poesía joven de
los sesenta, una generación espléndida llamada a continuar una
tradición gigantesca: la de los “dioses”: Huidobro, Pezoa Véliz,
Gabriela, Neruda, de Rocka, Nicanor, Rosamel del Valle y algo
detracito, Armando Uribe y Gonzalo Rojas.
En el fondo, los de la galería juvenil también queríamos ser
poetas, algo así como una tercera generación. Por supuesto, todos pretendíamos ser distintos al otro. Incluso este
escribidor, para no ser confundido con tanto poeterío, declaró ser “el único ensayista”,
denominación que lo persigue el resto de sus días, sea como castigo
o expiación. Parodiando a la Mistral, “todos íbamos a ser
poetas”. Hasta que un día nos pilló la política.
No pocos decidimos entonces que los tiempos no estaban para poemitas
y cada uno, cual más cual menos, decidió dedicarse a cambiar el
país y al mundo. Tiempos buenos, tiempos malos. Como casi todos los
tiempos que se van.
Años después,
ya desde lejos, hablábamos del apagón cultural bajo la dictadura.
Todo un país confinado. La cultura brillaba por su ausencia. El
toque de queda oscurecía todo. Los gritos de los torturados
rasgaban las calles. Lo que no percibimos es que, si la poesía no
salía a flote, no es porque no existiera. Estaba simplemente
escondida. O exiliada. Ahora sí lo sabemos: más allá del miedo y
los asesinatos, los jóvenes, comenzaron a comunicarse y, como sus
ancestros, también escribieron poemas. Cientos de poemas ocultos que
recién en los años finales de la
dictadura, comenzaron a irrumpir.
Algunos poetas hicieron de nexo. Los excelentes Jaime Quezada, Omar
Lara, Floridor Pérez, entre otros. Gonzalo Millan, quien ya había
apuntado con su estilo santiaguino en los sesenta, fue – testimonia
la novela de Zambra – un ícono literario. El carismático Raúl
Zurita cargó con la responsabilidad de ser algo así como el poeta
oficial de la izquierda chilena, en desmedro a veces de su inmenso
talento. Junto a él, nombres como los del endemoniado Rodrigo Lira,
la nunca bien ponderada Elvira Hernández, continuando con poetas de
la talla de Verónica Jimenez o del redescubierto Jorge Torres.
Pinochet, como es sabido, fusiló a muchos poetas. Pero a la poesía
no la pudo matar.
La poesía continuó viviendo gracias a esa tercera generación. Pru,
la heroína de Zambra, apareció recién en Chile cuando ya
despuntaba la cuarta, a comienzo de los noventa. Cuando los poetas de
Chile ya se dividían por edades. La generación sub-treinta,
sub-cuarenta, sub-cincuenta. Inevitablemente Pru se enamoró de un
joven poeta de la generación veinteañera,
una quinta que ya estaba asomando con fuerza a lo largo del flaco
país.
Los poetas en Chile llegan en oleadas. La última, la de ahora, según
Pru/Zambra, parece ser un tsunami. Si hubiera que nombrar a los
poetas recién aparecidos, la lista sería más larga que este
artículo. Hecho que, como todas las cosas de la vida, tiene sus pro
y sus contras. Un pro es que el país continúa siendo lírico. Un
contra es que entre tanto nombre uno se pierde. Será difícil para
los historiadores de la literatura diferenciar entre los que apuntan
como buenos y otros que no lo son tanto. A la paja del trigo.
Hay, según Pru/Zambra, poetas para todos los gustos. Como dice un
entrevistado de Pru: “Ser poeta chileno es como ser un chef
peruano, un futbolista brasileño, una modelo venezolana”. Los hay
enamorados y odiantes, ecologistas y animalistas, urbanos y
pueblerinos, con nombres ampulosos o anónimos, alcohólicos y
pichicateros, cuicos y pelientos, cultos y chamullentos, y en el
último tiempo, también poetas mapuches (Elicura Chihuailaf). Sin
embargo, a pesar de tanta diferencia, Pru/Zambra lograron encontrar
en esa variada flora y fauna, algunos rasgos comunes. Uno de ellos,
quizás el más notorio: la irreverencia. Gonzalo, personaje central
y poeta del montón, no vacila en ridiculizar hasta el baile
nacional, la cueca: “zapatear como un idiota ese baile machista y
ramplón, de esforzada sensualidad, rutinario y sobrevalorado”.
Irreverencia que puede ser también vista como expresión de
protesta. Pero no de protesta social, sino más bien de tipo
cultural, dirigida en contra de la economización de la vida, del
peso del mercado, del consumismo desaforado, de un país exclusivo y
excluyente, en fin, de eso que los “originales” sociólogos
chilenos llaman “el modelo”.
Políticamente hablando, la mayoría de los poetas nuevos son
izquierdosos, aunque ese izquierdismo no sea ideológico ni
militante. Son izquierdosos porque simplemente no conciben ser poeta
y de derecha, menos de una que todavía no puede sacarse de encima el
estigma pinochetista.
A su manera, son más originalistas que originales, es decir, rinden
culto a la originalidad. Cada uno cree ser distinto y algunos hasta
lo logran, como ese patético poeta mendigo que vende sus poemas a
través de las calles empujando un carrito de supermercado. O como
ese otro que publica sus poemas sin nombre de autor.
Casi todos son individualistas, algunos hasta bordear el autismo.
Pero a la vez son gregarios. Suelen juntarse en fiestas donde
terminan amándose y peleando. Rinden culto al sexo pero no al amor.
Pero sobre todo, son capaces de morir y matar por publicar un
“poemario”. Aunque sea en una de esas editoriales que aparecen
como callampas, en imprentas fuleras, en cuadernos empastados. En la
internet no. La letra impresa sigue siendo para ellos, sagrada. Si tú
publicas un poemario, cagaste. Serás poeta para siempre, quieras o
no. Así confiesa un poeta a Pru: “el “poemario” es nuestra
carta de presentación. No importa que no lo lea nadie”.
En el fondo son seres descontentos, pero contentos de ser
descontentos. ¿Signo
pubertario? En cierto modo sí, los poetas de Chile son gente que se
niega a ser adulta aunque hayan pasado de los cincuenta años
de edad lo que, lejos de ser una patología, es una decisión tomada
a conciencia pura. Donde sí asoma cierta alteración es en la
actitud negativa que mantienen frente a las generaciones que los
preceden. Sobre todo frente al Padre Mayor: Neruda. Un problema que
viene desde mucho tiempo atrás.
No hay poeta en Chile que durante o después de Neruda no haya
mantenido una relación complicada (edípica) con el Nobel, aunque
nunca lo hubieran conocido. Aún en aquellos que intentan
estridentemente ignorarlo, Neruda está, ahí, presente como la
sombra de un árbol gigantesco sobre flores que no logran crecer aunque -preciso es decirlo- hubo muchas que solo pudieron crecer gracias a la protección de la sombra nerudiana. Ambivalencia explicable. Neruda fue un poeta-monstruo. Un hombre al que se le
caían los poemas de la boca, de las orejas, de los ojos, de los
bolsillos, de todas partes. La encarnación del espíritu santo de la
poesía en un cuerpo humano. Hasta sus poemas más malos son buenos.
Huidobro intentó ridiculizarlo (“para tangos prefiero a Gardel”).
Nicanor intentó ser su antítesis, sin lograrlo. De Rokha lo odiaba
(amaba) a muerte. Solo Gabriela, la divina Gabriela, lo entendió.
Quizás Enrique Lihn logró saltar el cerco nerudiano a riesgo, claro
está, de convertir su poesía en prosa filosófica. Como
escribiera un pseudo poeta llamado Anton Julian: En
Chile hay dos tipos de poetas/ 1.
Los que quieren escribir como Neruda./ 2. Los que no quieren escribir
como Neruda./Yo ya he resuelto el dilema:/ He decidido renunciar a la
nacionalidad chilena.
Queda todavía por responder a la pregunta inicial: ¿Por
qué en Chile hay tantos poetas? Pero ¿vale
la pena responder sin caer en lugares comunes? Hay cursis que afirman
que el DNA nos viene de Alonso de Ercilla y La Araucana, aclamada por
Cervantes en el Quijote. Bolaño –
jodedor impenitente - dijo que
los chilenos escribían poesías porque es más barato que ir al
psicoanalista. Puede
también
que no
exista
“la causa”. Quizás se dio
porque se dio.
Hay fenómenos que escapan a toda causa hasta el punto en
que se convierten en causa
y consecuencia de sí mismos. Humberto Maturana, un
poeta de la biología,
llama a ese proceso,
“autopoiesis” (autogeneración).
La poesía
chilena sería
en ese sentido, autopoiética. “Poética autopoiética” (suena
bonito
como título para un
ensayo).
También los poetas chilenos
podrían ser
un producto natural
del país, como son las jivias, los picorocos y los piures, los
terremotos, los estallidos sociales y las empanadas de carne sin
carne. Quién sabe.