Fernando Mires - SIN UN AMOR



Sin un amor

Intérpretes: Los Panchos. Autor: Chucho Moreno

Sin un amor/ la vida no se llama vida/ Sin un amor/ le falta fuerza al corazón/ sin un amor/ el alma muere derrotada/ desesperada en el dolor/ sacrificada sin razón/ No me dejes de querer, te pido/ no te vayas a ganar, mi olvido/ Sin un amor ....

Sin un amor la vida no se llama vida. Eso fue lo que aprendió Ulises al regresar desde Troya a su amor de Itaca, la isla del corazón. Troya, la guerra, era la negación dialéctica de Itaca, la paz y el amor. Gracias a Troya, Ulises aprendió a amar a Itaca.

Sin un amor ¿la vida se llama muerte, entonces? Porque la vida es vida o es muerte. En este caso, el “sin un amor” anunciaría el fin de toda dialéctica. Sin un amor, Ulises no habría tenido hacia dónde regresar.

O quizás estoy pensando mal. Puede que el problema del “es vida o es muerte” esté en la “o” y en lugar de la “o” hay que escribir “y”. Con la “y” diríamos, la vida es vida y es muerte. Entonces, con la “y” y no con la “o” el dilema es otro: si en el curso de la vida es la vida o es la muerte la que se impone. La deducción es que la muerte logra imponerse en el curso de una vida y uno puede, a la vez, seguir viviendo. Porque nadie puede decir que si Ulises no hubiese regresado a Itaca, habría muerto. Quizás, en sentido inverso, podría decirse que si en el curso de la vida, la vida se impone sobre la muerte, uno puede morir, y aún después de la muerte continuar viviendo, si no en uno mismo, por lo menos en el alma de los demás. Quiero decir: continuar viviendo en los demás es la forma que nos da el amor para sobrevivir a la muerte. En el amor somos dos en uno. No sólo vivimos en nosotros, vivimos también en otro. O dicho de modo más radical: si vivimos en otros, podemos vivir en nos-otros. Sin un amor la vida no se llama vida, pero tampoco se llama muerte. ¿Cómo se llama entonces la vida, sin un amor?

El texto dice que sin un amor: le falta fuerza al corazón. Esa es quizás la pista.

Cuando el corazón no tiene fuerza, falta la respiración. La respiración es el aire, o mejor dicho, el soplo que a través del alma llega al corazón. Por cierto, el lector avisado tomará nota y entenderá que me estoy refiriendo a la Stoa.

La Stoa, que es la enseñanza de los estoicos, aseguraba que el aire que respiramos es la vida que da fuerza al corazón. Ese aire, al darnos la vida es, según la Stoa, divino. Ese aire es el Pneuma. Sobre la base del Pneuma griego surgiría la corriente pneumática del cristianismo según la cual el soplo divino da fuerza al corazón. Ese soplo divino es la vida y, a la vez, es el amor eterno que nos hace amar a los semejantes y a través de los semejantes a la eternidad. Vivir, desde el punto de vista estoico, es respirar a Dios a través del alma. Sin un amor, entonces, no respiramos a Dios: su espíritu hecho aire; su aire hecho soplo; su soplo hecho refrescante brisa del alma; su brisa, cuando llega el momento de la pasión, hecho viento; su viento hecho huracán; su huracán hecho torbellino; torbellino que nos lleva y arrastra, lejos de la tierra y el mar, hacia el más allá del tiempo, donde el aire de la vida se convierte en amor eterno.

Pero volvamos a la tierra. Al fin y al cabo se trata de un “simple” bolero.

Y los boleros, aunque insinúan otro amor, cantan al amor mortal de los mortales. Porque, sea quien sea el destinatario del amor, el amor siempre es amor al otro, incluso si ese otro es uno mismo quien a través del amor se convierte en un otro. Por lo tanto, el amor es relación entre lo uno y lo otro. Ahí reside justamente el secreto de su dialéctica. Sin lo otro lo uno no existiría. Lo otro es la condición de lo uno y no lo uno la condición de lo otro. Sólo a partir de esa diferencia –creo yo- conquistamos el espacio de la unicidad: el dos en uno: el Somos.

Ahora bien, si el amor es la fuerza de la vida, quiere decir que la vida misma es una relación, o si se quiere, un conjunto indeterminado de relaciones múltiples. La física cuántica nos da la razón. Las partículas más elementales son unidades de relaciones y no de sustancias. La luz, el sol y el agua, para decirlo de modo poético -así es el lenguaje de la filosofía- se movilizan en cada célula de nuestro cuerpo, estableciendo contactos y separándose entre sí. En cada fotón, la luz y la onda no aparecen unidas sino que desplazándose de un lugar al otro en aquel espacio de relación configurado a través del propio movimiento de ambas “no-cosas”. Luego, cada fotón no es el principio originario de la existencia material sino un universo relacional a través de cuya observación late una unidad trinitaria: a) la luz, b) la onda y c) el movimiento que las mantiene en relación (o esa relación que las mantiene en movimiento). Entre la luz y la onda hay entonces una cierta “carencia” (imposibilidad) que es, a la vez, la que da unidad y sentido a la relación entre la luz y la onda.1

A escala ampliada las unidades llamadas macroscópicas a las cuales pertenecen los humanos, son portadoras de relaciones múltiples al interior de nuestras partículas más elementales. En términos teológicos somos: -cuerpo - alma - espíritu, que es el movimiento (¿Pneuma?) que mantiene en relación al cuerpo con el alma (o esa relación que los mantiene en movimiento). En términos filosóficos somos: ser - existencia - y “siendo”, que es el movimiento que mantiene la relación del ser con su existencia (o esa relación que los mantiene en movimiento)

La unidad que lleva de lo uno a lo otro se manifiesta en toda la materia del universo con la misma intensidad, y en los seres vivos, a través del llamado deseo (¿fuerza de atracción? ¿o de la gravedad?). El deseo de fusión es, por lo tanto, la fuerza que da movimiento a la vida (corazón, en el bolero), deseo que para que siga existiendo como vida no debe terminar jamás en la fusión, puesto que con la fusión desaparece lo otro y al desaparecer lo otro desaparece lo uno. La fusión total es una imposibilidad, imposibilidad que da sentido al deseo de “ser siendo” en la vida. Sin deseo del otro no hay amor. Pero el deseo no es amor y, que conste: no lo digo de modo casto, y en ningún caso, eclesial.

El deseo del otro viene de la ausencia del otro, o lo que es igual: de su carencia en el uno. A través del deseo, el uno se convierte en el sujeto del deseo y el otro en el objeto del deseo. El deseo del otro es el deseo de consumir al otro, base caníbal que está en el origen de cada relación, consumo que por serlo, lleva necesariamente a la destrucción del otro, lo que a su vez, lleva a la destrucción del uno. El amor, en cambio, en su momento originario es aquel deseo que lleva a consumir al otro aunque preservándolo para seguir consumiéndolo. Mientras el deseo responde al imperativo “quiero que seas mío”, el amor responde al imperativo “quiero que continúes siendo tú para que seas mío”. Recuerdo al llegar a ese punto, ciertos momentos de mi infancia.

Tanto me gustaban las barras de chocolate que queriéndolas comer cuanto antes me daba pena comerlas porque al comerlas desaparecía el chocolate. Fue así como una vez llegué a un compromiso: comer lentamente el chocolate, haciendo durar el placer de su sabor, manteniendo el chocolate el máximo de tiempo posible en mi boca. No obstante, en algún momento, el chocolate desaparecía, pero el dolor que deparaba dicha desaparición estaba ya mitigado por el largo tiempo que lo había mantenido en la boca. Al fin, yo había permitido “vivir” al chocolate venciendo el ímpetu del deseo puramente devorador que lleva a hacer desaparecer cuanto antes el objeto deseado. En ese acto de comer el chocolate se establecía, por lo tanto, una competencia entre dos deseos: el deseo de devorar al objeto y el de preservar el objeto. Podría decirse que, a mi modo, y en su expresión rudimentaria, yo había establecido una relación de amor con el chocolate. Muy incompleta por cierto, porque el chocolate nunca perdía su condición de puro objeto. En cualquier caso yo sabía ya que entre el deseo puro y el deseo que se mantiene en el tiempo (que ya es un esbozo del amor) había una cualitativa diferencia.

Para continuar con ejemplos gastronómicos -que no están demasiado separados de otros deseos (por algo se dice que el bien comer (y beber) es el sexo de los viejos)- me hizo una vez mucha gracia oír aquel dicho alemán: “No se puede guardar el Kuchen y a la vez comerlo”. Ese es el dilema del amor, pensé: “Guardarlo y, a la vez, comerlo”. Razón de más para imaginar que el amor es una imposibilidad. Razón de más para imaginar que esa imposibilidad es la que hace posible al amor. Razón de más para imaginar que sin esa imposibilidad el corazón no tendría fuerza para vivir, como bien testimonia la letra del bolero.

Hay una palabra alemana que explica perfectamente lo que quiero decir: la palabra Sorge. Dicha palabra tiene (por lo menos) cuatro significados en español: cuidar (Ich sorge), preocuparse (Ich mache mich Sorge), procurar (ich besorge..), auxilio (Für-sorge). Esa palabra es utilizada por Heidegger en su clásico “Ser y Tiempo”, como una alternativa a “al ser que está caído en el mundo”, de tal modo que es el Sorge lo que en sus cuatro posibilidades nombradas permite sostenernos en el mundo gracias al cuidado (del), a la preocupación (por), a la procuración (de), y el auxilio (al) otro. Heidegger no nombra la palabra Amor, pero la dice sin nombrarla, como muy bien advirtió Lévinas.

El Sorge es, en ese sentido, mucho más que el deseo de que el otro se continúe en el tiempo como un chocolate que deseamos consumir lentamente. Es más aún que el Kuchen que se come y se guarda a la vez. Ni siquiera es sólo el deseo de ser feliz cuando el otro sea feliz, como una vez definió Leibniz al amor. El Sorge es luchar para que el Otro siga viviendo sabiendo que el Otro va a morir. El Sorge es el amor separado de toda condición y premisa. 

El amor en ese contexto significa ofrendar su ser-uno al otro como quien alarga una rosa que cortamos del rosal que más queremos. Todo lo demás es una aproximación, o una imitación, o un simulacro, en fin, mimesis de una imagen y de una semejanza que rara vez reconocemos. En cualquier caso, si no intentamos ese reconocimiento, la vida no se llama vida. El cuerpo seguirá viviendo, pero portando consigo el peso del alma, mas de un alma, como dice el bolero “que muere derrotada”.

Entonces ya tenemos la respuesta a la pregunta arriba formulada: sí, sin un amor la vida no se llama vida, pero tampoco se llama muerte. ¿Cómo se llama entonces la vida sin un amor?

La vida sin un amor, al tener uno el alma vacía, ya no tiene nombre. Esa es la respuesta.

1 Las Carencias de Realidad“ se llama precisamente un muy interesante libro que analiza, entre otros temas, las repercusiones filosóficas de la física cuántica. Su autor es Ramón La Piedra, Tusquets, Barcelona 2008

Para escuchar a Los Panchos cantando "SIN UN AMOR"   AQUÍ