No hay mejor biógrafo en Alemania.
Las biografías son el género preferido de Rüdiger Safranski. Allí
puede hacer valer todas sus dotes. Filósofo de profesión, escritor
de limpia prosa, expone de modo pedagógico gracias a su facilidad
para convertir el pensar complejo en texto simple y, a la vez, para
descubrir la complejidad en la simpleza. Como el mejor de los
historiadores sabe situar cada hecho en su tiempo. Y, además, es un
amante empedernido de la literatura. Lo es hasta el punto que sus
biografías sobre grandes escritores son - es mi opinión - superiores
a las que ha escrito sobre grandes filósofos. Un gran placer leerlo.
Friedrich Hölderlin nacido en 1773 en Lauffen, llevó una agitada
vida intelectual, amó y fue amado como pocos, escribió sin
concesiones, murió después de haber pasado treinta y seis años de
su vida recluido en una torre, con vista al bosque y a las aguas del
río Neckar, hundido en sí mismo, víctima de una profunda
esquizofrenia. Su nombre permanecerá unido a su poesía y su poesía
al fuego lento que consumió su vida desde los primeros años de
juventud.
Imposible referirse a los múltiples aspectos de esa compleja vida de
una sola vez. Menos en un artículo.
Podríamos por ejemplo escribir sobre Hölderlin y su tiempo, desde
esa juventud estudiantil en un seminario de Tübingen (Tubinga)
donde quiso la suerte o el destino que allí conociera a los también
muy jóvenes Schelling y Hegel, formando con ellos un triunvirato que
se prolongaría durante toda la vida activa del poeta. O sobre el
encuentro intelectual y personal de esos tres jóvenes con ese dúo
ya no tan joven formado por Schiller y Goethe.
¡Qué tiempos aquellos!
Cada uno en lo suyo, pero todos comunicados entre sí. Como si la
historia fuera un foco luminoso que de pronto se detiene en algún
lugar de la tierra tal como sucedió una vez en Grecia, cuando en las
calles de un mismo siglo se encontraban Sócrates con Pausanias,
Fedro con Aristófanes, Platon con Sócrates. Así era la Alemania
cultural del los siglos XVIII y XlX, una nueva Grecia. Y sobre ese
bullir del pensamiento, los vientos revolucionarios que provenían de
la Francia de los jacobinos, de esa revolución atormentada, de las
cabezas guillotinadas y del anuncio de una nueva era en la historia
de la humanidad.
O podríamos escribir sobre la vida de Hölderlin, referirnos a su
relación tan distante y a la vez tan intensa con su madre, a sus
amores de juventud, a la fidelidad de sus amigos, a quienes lo
protegieron con cierto desdén (como Schiller) o a quienes lo
mantuvieron a distancia (como Goethe) a su enfermedad que ya se
anunciaba desde su más temprana juventud, a sus libros, sobre todo
Hiperion y Empedokles, los que siempre revisaba y nunca terminaba de
escribir, o al impacto que significó su poesía sobre las
generaciones que sucedieron a su muerte.
Pero Hölderlin antes que nada era un poeta, un poeta que poetizaba
aún no escribiendo poesía, en sus cartas, en sus amores, en sus
amistades, en sus conversaciones. Su poesía era más que su poesía,
era su vida y su vida fue, nos dice Safranski, un fuego intenso que
lo consumía. Como si él - a veces tenemos esa impresión - no
hubiera elegido la poesía sino la poesía a él, como a Sócrates lo
eligiera
el pensamiento, como a Mozart lo eligiera
la música o como a Jesús lo eligiera
la palabra divina.
Hay elegidos. Quien
hace esa elección, nadie lo
sabe. Pero elegidos,
sí
los
hay. Son los enviados de
no sé donde hacia la
tierra. Son los mesías de
la historia humana.
La poesía: No la poesía de
Hölderlin en sí, tan bella, sino – y eso es lo que captó
Safranski - el camino tortuoso que lo llevó a su
poesía. Porque, por muy
elegido de los dioses que
hubiera sido,
Hölderlin no nació poeta. Llegó a serlo. Y
este es el punto sobredeterninante: su
camino.
El
camino hacia la poesía lo inicia el joven desde sus residencia en
el seminario de Nürtigen
y
después en el
seminario
de Tübingen. Camino que comienza, no era de esperarse otra cosa, en
sus estudios teológicos.
La religión severa practicada por su madre
lo indujo a prepararse
para el sacerdocio, y eso
lo llevó a la teología.
La teología, gracias al poderoso influjo de Hegel y Schelling y
otros que terminaron siendo simples párrocos,
lo
llevó
a la filosofía. Dos nombres fueron los faros de esa conversión:
Spinoza y Kant. El primero, con la percepción de ese Ser absoluto
del cual todos somos fragmentos. El segundo, quien lo iba a pensar,
de una noción que fue el primer empujón
que llevaría a Hölderlin más allá de la filosofía, hecho que
Safranski captó con agudeza. Esa noción es la que subyace bajo
el concepto kantiano de Einbildungskraft
(fuerza de la imaginación o fuerza imaginativa)
Según
Kant, a diferencias de Spinoza, el conocimiento de los objetos no
termina en los objetos pues
permite aventurarse fuera de ellos mediante el recurso de la
imaginación, esto es, la imaginación y no la razón es
puesta
al servicio del conocimiento. Esa noción kantiana
acompañaría
siempre
a
Hölderlin. Fue ahí, en
Tübingen,
cuando junto a Schelling llegó a la conclusión de que el repertorio filosófico se agotaba en sí mismo pese
a que el
deseo de conocimiento continuaba
expandiéndose.
A ese espacio entre lo “real del
aquí” y lo real-imaginado hacia
“el allá”
solo era posible acceder
utilizando
nuevas
herramientas. Para
Hölderlin esas
herramientas no
podían
sino ser las
de la poesía, vale decir, el arte de escudriñar
desde dentro de los significantes, permitiendo que la intuición
aparezca,
ya sea en la imagen bien
lograda,
en la musicalidad de las palabras, en el impulso hacia un más allá
desconocido pero pre-sentido.
La
diferencia con Schelling fue que Hölderlin acentuó
mucho más que el filósofo el principio de una
razón
que viene del corazón. Mientras para Schelling ese ascenso de la
razón más allá de sí misma era llenado con una hipótesis, la de
un espacio sin objetos definidos, para
Hölderlin ese era un “espacio de vida” y podía, incluso, debía,
ser llenado con el encanto
y la magia de
la poesía. No obstante, ninguno de esos
jóvenes
negó
la vigencia ni de la teología ni de la filosofía, solo avanzaron
más allá de ellas, pero manteniendolas
de acuerdo a un concepto que más tarde impregnaría a
la
dialéctica hegeliana. Ese
concepto - detalle que no captó Safranski – fue el de Aufhebung,
que quiere decir superación e integración
al mismo tiempo. De tal modo que en la
poesía y en la prosa de Hölderlin estaban
integradas la teología y la filosofía,
pero bajo la hegemonía de la razón poética. La teología iba más
allá de la religión y la filosofía más allá de la teología,
siendo a la vez una, condición de la otra. Y
para Hölderlin, la poesía estaba más
allá de todo. Así no extraña
que los tres amigos decidieran
fundar una institución virtual a
la que llamaron
la “iglesia invisible”.
La analogía de la
“iglesia invisible”con el
“templo del cuerpo” (o del cuerpo como
templo) que predicaba Jesús, es innegable.
Los tres, en efecto, intentaban volver a la religiosidad del
nazareno. Hegel
incluso deseaba
re-escribir la historia de Jesús. Schelling se contentaba con
entenderlo. Hölderlin, el más radical, quería vivir la poesía con
la pasión de
Jesús. En el Dionisios de los griegos
creyó ver una
anticipación de Jesús y así lo insinuó en su Empedokles,
impulso que años
más tarde encendería la locura de Nietzsche cuando leyó
a Hölderlin.
En las conversaciones de
los tres genios de Tübingen,
a veces regadas con buen vino,
el mundo convulsionado de finales de siglo continuaba su marcha. Por
una parte la historia asomaba en esa revolución francesa cuyas
noticias esperaban ellos con
ansiedad. Los tres imaginaban que en París comenzaba a tener lugar
la transformación del mundo regida por el principio de la redención
universal. Por otra parte, la vida cotidiana seguía
su ritmo, con sus
quehaceres y, sobre todo, con sus
mujeres.
De los tres amigos,
Hölderlin era el más hermoso y, según cuenta Safranski,
fue amado con pasión por mujeres y por
hombres. A su vez Hölderlin tendía a
enamorarse perdidamente de algunas mujeres. Pero
algo llama la atención en sus
enamoramientos. Primero, todas eran mujeres bellísimas. Segundo,
casi todas estaban casadas o prometidas a otros candidatos. Esa unión
entre belleza e imposibilidad no parece ser casualidad.
No olvidemos: lo que separaba a Hölderlin de
Schelling y Hegel era que mientras los dos últimos buscaban la
belleza de la verdad, el poeta buscaba la verdad de la belleza, es
decir, por sobre la verdad, anteponía la belleza. ¿Por
qué? La razón parece ser simple: porque antes que filósofo era
poeta y el objetivo del poeta es la belleza, no la verdad. Pero hay
algo más: la verdad es definible, la belleza, en
cambio, no. La belleza, por lo mismo, se
niega a ser objeto pues nunca puede ser objetiva. Y esa indefinición,
a su vez, anticipaba para Hölderlin
una porción de divinidad. No es que las mujeres bellas fueran
divinas pero al
ser bellas podían ser vistas como un medium de la belleza divina. En
cierto modo, cuando Hölderlin amaba a las mujeres, sobre todo a la
que más amó, quizás porque murió prematuramente - su musa
Susette Gountard, idealizada
por Hölderlin como Diotima, la versión femenina de Sócrates según
Platón - no amaba tanto a ella sino a la
belleza que en ella se situaba.
El punto más alto de la
conversión de Hölderlin
en el poeta místico que llegó a ser, surgió de su confrontación
con Johann Gottlieb Fichte,
llamado por Safranski,
“el Sartre de su época”. En un comienzo, Fichte lo deslumbró
con su inteligencia y su imponente
retórica. La tesis
de Fichte de que el Yo es algo viviente y
no un instrumento de la razón y que, por lo mismo, hay un Yo que lo
percibe todo, que lo sabe todo y que cubre todo, parecía cuadrar con
la idea
spinoziana de la
universalidad del Ser,
la “iglesia invisible”
de los jóvenes de Tübingen. Pero algo llamó la atención de
Schelling quien
no tardaría en
comunicárselo a Hölderlin. En la frase
que inmortalizara Fichte, “Yo soy Yo”,
hay un problema. En tanto el yo es Yo,
ese yo es el reflejo de la conciencia de quien pronuncia. Luego, ese
Yo, es un objeto
de la conciencia. ¿Quiere
decir que la conciencia es todo el ser? ¿Entonces
es el Yo un absoluto? No puede ser, pensaron
Schelling y Hölderlin:
precisamente porque yo
soy Yo, el Yo de
Fichte era, sin duda, un Dios
de la Razón. Hay por lo tanto en el Yo de Fichte un déficit de Ser,
anotó Schelling. El dilema lo percibió
de inmediato Hölderlin: Hay,
o tiene que
haber, un ser más allá de la razón, algo indefinible, algo que
nunca conoceremos, algo que sobrepasa a
toda conciencia.
Y a ese lugar no podemos acceder ni con la lógica ni con la razón
sino con otros medios. Para Hölderlin, uno de
esos medios
era la poesía.
Gracias a la poesía descubrimos que el yo, sea
individual o universal, no es sino un islote diminuto
en un océano
inmenso rodeado por aguas turbulentas.
Nietzsche lo llamaría el Ello. Freud recibió de Nietzsche ese
legado e hizo del océano
del Ello un objeto de exploración, sabiendo entre otras cosas, que
iba a fracasar. Pues la parte del inconsciente a la
que tenía acceso a través de sus
pacientes, era solo un borde del
océano al cual
nunca podremos llegar.
Las aguas de ese océano llegarían a
inundar el alma del mismo Hölderlin. Algunos llaman a esas
aguas con otro nombre: locura.
No describiremos la dolorosa pasión de Hölderlin
bajo el imperio de una psiquiatría que recién estaba naciendo, ni
esa mitad de su vida recluida en una torre, la que nunca abandonó
hasta el día de su muerte, en 1843.
Tal vez valga decir que después de
Nietzsche, fue
Heidegger quien retomó la poesía de Hölderlin como base de sus
ensayos
filosóficos póstumos.
El concepto de “pueblo” del último Heidegger, uno que no tiene
nada que ver con el pueblo-raza de los nazis, está emparentado con
el pueblo de Hölderlin,
más bien en un
terruño, en
un lugar de la infancia, en
el sitio de una nostalgia que nunca nos
abandona, el punto de origen y tal vez de
regreso hacia esa madre que
muy rara vez lo abrazó.
Un “pueblo” que es
también un punto de partida en busca de una “realidad” que no
yace en este mundo.
Diferentes médicos visitaron a Hölderlin durante
su larga estadía en la “torre”. El más
renombrado, considerado uno de los fundadores de la moderna
psiquiatría, Wilhelm
Weislinger,
testimonió en Hölderlin los
rasgos de lo que hoy se conoce como autismo. Según
el gran corifeo,
Hölderlin, o su yo, estaba recluido en un lugar sitiado por dos
muros, uno que le impedía comunicarse consigo y otro que le impedía
comunicarse con los demás.
Fue otro médico
más modesto, un joven llamado Cristoph Schwab,
quien no se
interesó por ningún
diagnóstico e
intento llegar a
Hölderlin recitando páginas del
libro Hiperion. Así logró conversar
con un Hölderlin amable y asequible.
Anotó Schwab que Hölderlin, al
referirse al autor de Hiperion, lo
llamaba Él y no Yo. Hoy conocemos a esa
transposición con el
concepto de despersonalización. Mas,
puede que ahí haya también un enigma.
Puede ser que Hölderlin quería comunicar a
Schawb
que su Yo ya no estaba aquí en este mundo
y que el Él
no era sino un sucedáneo de alguien, de un
Yo que al vivir su
vida había terminado siendo
consumido por un fuego.
Por el lento,
ardiente y eterno fuego de la poesía.
Y sin embargo, Hölderlin está
aquí. En
estos días de muerte y pandemia, al leer su bella poesía, puedo
entender que el
alma de Hölderlin está viva. Y continuará viviendo a través del
tiempo. La inmortalidad, al fin y al cabo,
es la de las almas cuando
arden.
REFERENCIAS:
- Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: Frühe
Schriften (Escritos de juventud,
Madrid 1998)
- Fichte, Johann Gottlieb: Wissenschaftslehre (Fundamentos
de la Crítica de la Ciencia, Madrid
2015)
- Schelling, Friedrich Wilhelm: Vom Ich als Prinzip der
Philosophie oder Über das Unbedingte in menschlichen
Wissen (Del Yo como principio de la filosofía o sobre lo
incondicionado en el saber humano, Madrid 2004)