Cuando Paul A. Samuelson formuló en su Economics
el dilema de los cañones o la mantequilla, intentó matar
tres pájaros de un tiro: mostrar el carácter opcional de la
producción y del consumo, ilustrar su análisis de las ventajas
comparativas y analizar el llamado coste (o riesgo) de oportunidad. Y
aunque no fue ese el propósito explícito del Nobel, también sirve
a las mil maravillas para explicar las decisiones que han de tomar
los gobiernos en situaciones excepcionales como son las catástrofes
naturales, las epidemias y las guerras.
Frente a situaciones excepcionales surgen los estados de excepción,
obvio. La excepción consiste para el Estado en que de una u otra
manera deberá adjudicarse roles o funciones que no les corresponde
en periodos de normalidad. El ejemplo más clásico es la guerra pues
ahí el dilema cañones o mantequilla es más válido que nunca. Por
algo durante una guerra se usa el término, “economía de guerra”.
Bajo estado de guerra suponemos que el Estado va a destinar más
presupuestos a la producción de cañones que a la de mantequilla.
Pero eso depende también de otros factores, entre ellos, de la
duración de la guerra y de la disponibilidad del enemigo sobre
mantequillas y cañones, por ejemplo. En cualquiera de los casos, el
dilema no lleva a establecer una dicotomía pues se supone que bajo
un estado de guerra la gente necesita sobrevivir y, por lo mismo, no
es militarmente estratégico suprimir la producción de alimentos. De
tal manera que el dilema cañones o mantequilla es un problema de
primacía y no de exclusión.
Una economía de guerra es una economía-límite. Haciendo una
analogía podríamos también hablar de una “economía de
pandemia”. La analogía es válida. Tanto en una guerra cono en una
pandemia, los ciudadanos enfrentan a un enemigo común. Pero en el
caso de un enemigo pandémico, el problema es más grave. Ese enemigo
es externo e interno a la vez. Y, por si fuera poco, en la lucha en
contra del covid-19, no disponemos de armas (vacunas). Bajo estas
condiciones se trata por ahora de salvar vidas, organizar una
retirada y ocultarnos en lugares donde el enemigo tenga menos
posibilidades de encontrarnos: en nuestras casas. Y bien, eso es lo
que estamos haciendo. Ralentizar el avance del enemigo, protegernos
unos a otros, tomar medidas precautorias, lavarnos las manos como si
fuéramos neuróticos, y sobre todo, no acercarnos demasiado al
prójimo.
Naturalmente, para sobrevivir no es posible paralizar la economía.
Pero tampoco podemos arriesgar vidas. Para vivir hay que comer, dice
la economía. Para comer hay que vivir, responde la medicina. El
problema es que las dos ciencias tienen razón. Por lo mismo, nunca
se van a poner de acuerdo. De ahí que el problema reside en como
lograr un equilibrio entre esas dos verdades, uno en donde una no
excluya a la otra. Al llegar a ese punto es cuando requerimos de la
mediación que solo la práctica política nos puede otorgar.
Por de pronto, la economía no ha sido paralizada en ningún país,
ni aún en los más afectados por la pandemia. Pero hay ramas
damnificadas, entre ellas la gastronomía, la prostitución, los
grandes espectáculos de masas, todo lo que implique aglomeración o
acercamiento humano. Hay también otras que han sido beneficiadas: la
producción de jabón y desinfectantes, por nombrar una. Otras – ya
lo están haciendo - reorientan su producción. Pienso en las
fábricas textiles que confeccionan tapabocas, en los restaurantes
ambulantes, en lugares públicos de desinfección. La capacidad para
responder a las demandas del mercado es infinita, tanto en la paz
como en la guerra, tanto en la salud como en la pandemia. Y bien,
todos esas formas económicas requieren de una instancia que las
regule a fin de que no caigan en la anarquía total. Entonces es
cuando decimos que ha llegado la hora de los Estados, de los
gobiernos que los representan y, por cierto, de los políticos de
profesión.
En contra de predicciones distópicas que nos anuncian el
advenimiento de una era post-política, podemos entonces pensar lo
contrario. Lejos de ser suprimida, la política comienza a ordenarse
alrededor de un nuevo foco: el foco pandémico. Eso quiere decir, los
políticos, sobre todo quienes ejercen tareas gubernamentales, serán
puestos a prueba de acuerdo al comportamiento asumido durante el
periodo del coronavirus.
Los estamos viendo. Hay los que ocultan datos y cifras. Pero hay otros
que dicen la verdad sin vaselina. Hay quienes usan la tragedia con
fines electorales. Pero hay otros que no vacilan en proponer medidas
antipopulares, cuando estas son necesarias. Hay quienes evaden su
responsabilidad culpando a otras naciones. Pero otros saben que la
salud de una nación depende de las demás y por eso tejen relaciones
de cooperación internacional, más allá de doctrinas e ideologías.
Hay quienes niegan su apoyo a instituciones supranacionales. Pero
otros saben que al mundo no lo vamos a cambiar durante la pandemia y
debemos trabajar con las instituciones que tenemos, por precarias que
sean. Hay quienes prometen obtener una “victoria total”. Pero hay
otros que con objetividad nos informan que el bicho vino para
quedarse y no nos queda sino aprender a vivir con su maldad. Hay
quienes que desde el gobierno intentan utilizar la pandemia para
aplastar a la oposición o también quienes desde la oposición
intentan derribar gobiernos para lograr con un virus lo que no pueden
o quieren lograr con votos. Pero hay otros que claman no por la
imposible -ni deseable- unidad política, sino por una tregua que permita enfrentar
al mismo enemigo de un modo relativamente coordinado. Hay quienes se
ponen al servicio de los grandes consorcios y no vacilan en nombre de
la razón económica exponer al peligro a multitudes. Pero hay otros
que proponen abrir lentamente el comercio minorista si las cifras de
contagiados comienzan a bajar.
Nadie pide producir más cañones que mantequilla o más mantequilla
que cañones. Pero el dilema es parecido. ¿Construir
más hoteles o más hospitales? ¿Invertir
en la industria atómica o en investigaciones virológicas?
¿Favorecer la producción
de bikinis o la de mascarillas?
De una manera u otra, covid-19 nos ha revelado un hecho. La llamada
globalización no es totalmente global. Si bien las economías y la
comunicación digital son globales, la política no lo es. Los
dilemas, sean los de mantequilla versus cañones, o los de comer para
vivir o vivir para comer, han de ser resueltos dentro de la propia
polis (los estados-nacionales) La política sigue y seguirá siendo
local. Y quizás está bien que así sea.
Por lo demás, no todas las decisiones provienen de los políticos y
de los gobiernos. Hay otras que surgen de la propia ciudadanía.
Pongamos por ejemplo el uso de las mascarillas. En distintos países
los científicos discuten acerca de su necesidad y los argumentos son
buenos o malos en ambas partes. La mascarilla en verdad no asegura a
nadie protección total contra el virus. Sin embargo, antes de que
los científicos lleguen a una conclusión definitiva y los políticos
la conviertan en norma o regla, la población de esos países está
decidiéndose, en su gran mayoría, por el uso de las mascarillas.
Incluso los escépticos (me incluyo) hemos decidido usarlas cuando
hacemos compras.
Hay quienes se anticipan a la oferta de los mercados y
confeccionan sus propias mascarillas, unos con un simple trapo sobre
la boca, los más avisados con telas densas y, si no tienen filtro,
usando el de la aspiradora o el de la cafetera (hay algunos muy
buenos) Ya hay metrópolis que parecen carnavales de
mascarillas de todos los colores, de todas las modas, de todos los
géneros; las hay incluso eróticas. La mascarilla ha llegado a ser el uniforme de los soldados
de los ejércitos de liberación nacional en contra de la invasión
del imperio viral.
En los mercados los enmascarados nos cruzamos con negros o blancos,
con jóvenes o viejos, con progres o fachos. Algunos nos miramos de
reojo como diciendo: somos del mismo lado, combatimos por la misma
causa y en contra del mismo enemigo. De este modo los políticos de
todas las latitudes se verán, quieran o no, obligados a decretar el
uso de mascarillas donde todavía no está en vigencia. Aunque no
sirvan para nada – lo sigo pensando así – cumplen un significado
más simbólico que real. Y el humano es un animal simbólico.
¿Y si el dilema cañones
o mantequilla es resuelto alguna vez a favor de los cañones? No hay
problema. Como ya ha sucedido con las mascarillas, tarde o temprano
aprenderemos a fabricar mantequilla casera. Y quizás de mejor
calidad que la ofrecida en los mercados. Así somos, eso somos.