A algunos no les
va a gustar, pero así llamamos al covid-19 cuando desde la
respectiva cuarentena nos comunicamos por teléfono: “El
mataviejo”. Algo que nunca diríamos en público por supuesto.
Entre mi viejo amigo y yo, prima esa confianza que otorga el paso del
tiempo, haber enfrentado situaciones difíciles en el cadavérico
Chile del 73 y comprendido desde que salimos en una buseta desde
Santiago a Mendoza, que teníamos que mantener la calma y que para no
enloquecer debíamos recurrir a nuestro bagaje de humor negro. Que
nos sobraba. Y lo seguimos haciendo ahora.
“El mataviejo”
decimos para espantar esa nube borrosa de miedo que el coronavirus
trae consigo. Para no convertir al miedo en horror. Para no convertir
al horror en pánico. Para ridiculizar la amenaza de fin de mundo que
la peste posmoderna insinúa. Pero también para desmontar el mito.
Ese que nos dice que el coronavirus llegó al mundo para exterminar
ancianos. Afirmación que alimenta el periodismo establecido,
sugiriendo una utopía negativa, quizás deseada, la de un mundo sin
viejos, habitado por gente joven, sana, linda. Pero “el mataviejo”
no mata a los viejos.
La verdad sea
dicha, covid-19 no mata a nadie. Es solo un acelerador,
entre muchos, del proceso natural que lleva a la muerte. Por eso
afecta a personas que tienen un bajo sistema defensivo - entre ellos,
más viejos que jóvenes - o que arrastran enfermedades crónicas. Eso
hace a las personas de edad avanzada (¿existirá una edad atrasada?)
más vulnerables. Pero no todos los viejos mueren ni todos los
jóvenes se salvan. Dicho en breve, covid-19 no es una enfermedad
de y para viejos.
Hay, por cierto,
epidemias asociadas a determinadas edades. Que la tos ferina, el
sarampión o las paperas, atacan más a niños que a adultos, es cosa
sabida. Que el SIDA ataca más a jóvenes y personas de mediana edad
es, de por sí, obvio. Que la influenza, el cólera o la malaria
atacan a todos por igual, es innegable. También hay - más bien dicho
hubo - epidemias adjudicadas a algún estrato social. Por ejemplo, que
el tifus fuera predominante entre la población más pobre puede
explicarse por el hacinamiento, la ausencia de canalización, las
podredumbres, entre otras no tan bellas causas. En los estratos más
altos la tuberculosis fue puesta de moda por la onda romántica del
siglo XlX. Rostros pálidos a lo Margarita Gautier de Dumas (hijo),
jóvenes con ojeras profundas como el Werther de Goethe, seres
delgados y sufrientes, con cabellos revueltos por tempestades, en lo
alto de montañas como esa donde el enloquecido Nietzsche imaginó a
la bella Andrea Lou Salomé besándolo en su boca (algo que Lou
Salomé nunca recordó)
Ese romanticismo
tísico no escaparía al escritor sueco Niklas Natt och Dag cuyo
héroe el inspector Cecil Winge padecía de una tuberculosis tan
avanzada que a veces él, por su blancura, parecía un fantasma. En
cambio, la epidemia más popular, el “mal francés”, la sífilis,
era mantenida en secreto pues, además de ser contaminante, daba a
entender que sus portadores llevaban una vida licenciosa. En términos
sociológicos, afectaba a personas de bajos o medianos ingresos. Y al
parecer, tenía cierta preferencia – no se por qué - por los
genitales de la intelectualidad. Grandes músicos como Ludwig van
Beethoven y Franz Schubert, filósofos como Friedrich Nietzche,
escritores como Oscar Wilde, e incluso líderes políticos como
Vladimir Illich Lenin, murieron gracias a la sífilis. Entre la alta
nobleza en cambio la sífilis era poco probable pues antes de bailar
minuetes con sus damos, las cortesanas debían pasar por una estricta
revisión médica. En fin, todo estaba en orden. A cada uno la
epidemia que le correspondía y, en cierto modo, merecía.
No ocurre lo
mismo con las pandemias del siglo XX y XXl, entre ellas, la que
parece ser más fatal, la del covid-19. El maldito coronario ataca a
todos por igual: chinos, negros, blancos, bi y tri-sexuales, sin
importar la edad, sin reconocer límites, global, planetario. Un
virus igualitario y democrático: no reconoce diferencia de clases,
ni de religión, ni de ideologías. Todos, ante su
maligna potestad, somos iguales.
“El
mataviejo”. ¿De dónde salió esa locura? Como muchas cosas de la
vida, nació de una asociación, en muchos casos, involuntaria: la de
los viejos y la muerte. Pues se supone que la etapa que sigue a la
vejez, es la muerte. Los viejos son vistos entonces como
los vecinos de la muerte. O sus parientes más
cercanos. Lo que no siempre es cierto. Por una parte, todos los
seres, tarde o temprano, mueren.
“Todos los
hombres son mortales” según la novela de Simone de Beauvoir quien,
cuando llegó la hora de escribir sobre la vejez, o sea, cuando todos
esperábamos que su libro “La Vejez” tuviera para los viejos un
efecto tan liberador como “El segundo sexo” para las mujeres, nos
desilusionó con 600 páginas en donde no hizo más que confirmar
prejuicios en contra de la vejez y la muerte. Un libro que es la
confesión abierta de su desgarro, de sus dolores personales y, no
por último, de su intenso e inocultable miedo a morir. Un libro
reaccionario que no debió haber sido escrito jamás. La misma
autora que una vez dijo “la mujer no existe, es una invención de
los hombres” no se atrevió a decir “la vejez no existe, es una
invención de los jóvenes” (o de los que creen serlo). Como si
solo los viejos llevaran consigo el estigma de la muerte. Como si
desde su nacimiento el humano no fuera más que una isla rodeada de
muerte por todos lados. Comprobación que hice de modo fortuito.
Paseando por el
cementerio (no es mi paseo preferido pero por razones personales debo
hacerlo) y mirando por distracción las lápidas, pude constatar por
fechas de nacimiento y defunción, una gran cantidad de muertos
jóvenes, algunos muy jóvenes. No pocos murieron por enfermedades,
seguro. Pero recordé las estadísticas: “la mayoría de las causas
de muerte obedecen a accidentes del tráfico. Y quienes con más
riesgo y velocidad conducen, son jóvenes”. Víctimas de una guerra
sin enemigos que tiene lugar en todas las calles, día a día. Pero
con tantos muertos como en las antiguas guerras.
La literatura
europea del siglo pasado nos cuenta de pueblos habitados solo por
viejos y mujeres. Los jóvenes, durante las guerras, eran enviados a
la muerte. Y si regresaban lo hacían muertos en vida, sin piernas o
sin brazos, pero sobre todo, con sus alegrías perdidas en cruentos
campos de batalla. Sí, efectivamente: todos los hombres
son mortales, pero muchos mueren más temprano que tarde. Los
viejos morimos tarde. Pero siempre seguiremos asociados con la idea
de la muerte. Es nuestro estigma.
Los viejos,
es lo que quiero decir, son temidos porque revelan
la evidencia de la muerte. Y como el temor es hermano del
odio, no es raro que muchos jóvenes terminen odiando (temiendo), aún
sin darse cuenta, a los viejos. Ahí yace la raíz profunda de la
gerontofobia, pandemia global más difícil de desactivar que el
racismo, la misoginia y otras patologías colectivas que caracterizan
a la condición humana. Y como son patologías arraigadas, salen
hacia la superficie cuando las condiciones están dadas. Igual a
los virus.
Los
dos regímenes totalitarios de la modernidad, el estalinismo
y el nazismo, fueron gerontofobos. Solapado
el primero en su culto al robusto héroe
proletario de la literatura del
“realismo socialista”. Más abierto el segundo, lo vinculó
incluso con la
xenofobia antisemita. Todas las caricaturas de la prensa nazi
nos muestran a judíos encorvados, con
narices ganchudas, con largas uñas,
pero sobre todo viejos, muy viejos. Una raza que moría, en contraste
con otra raza, la germana, que con vitalidad atlética se apoderaría
de la historia universal. Los viejos en fin, simbolizaban
para el nazismo, la decadencia de occidente. Los
jóvenes, su futuro luminoso.
Los regímenes
totalitarios, sin embargo, no inventaron la gerontofobia. Solo la
estimularon. Como hoy ocurre de nuevo gracias al covid-19, presentado
en los medios, no sin cierta maldad, como una enfermedad de los
viejos. Ha llegado la hora, por lo tanto, en que los viejos debemos
pasar a la ofensiva para defendernos del mismo modo como las
feministas iniciaron su revolución cultural en contra de los machos
y del machismo.
Para comenzar:
¿Quiénes somos los viejos?
La respuesta aparentemente tan
fácil no es simple. De
hecho, hay dos tipos de ancianidad: la biológica y la
sociocultural. La primera ha variado a través de la historia.
En el siglo XVl, viejos eran los que llegaban, con suerte, a los
cuarenta. Después fue a los sesenta, hoy
a los setenta, variando de país a país. Se supone que después de
esa edad perdemos algunas facultades físicas y eso es innegable.
Quien escribe estas líneas no va arriesgar con setenta y
siete años jugar
un partido de fútbol (aunque me gustaría). Pero, por otro lado, y
es lo que más me importa, sigo escribiendo tan bien o tan mal como
antes.
Muchos de esos
llamados viejos han comenzado a levantar voces en contra de la
discriminación de la que diariamente son objetos. Porque es muy
distinto que alguien te ceda el asiento en el bus, lo que se
agradece, a que un pobre infeliz que no te llega ni a los talones,
desautorice tu opinión “insultándote” con el epíteto de viejo.
A esos desalmados hay que enfrentarlos, estén donde estén y darles
duro en el único idioma que conocen, el de su propia ruindad. Más
difícil es, sin embargo, enfrentar a otro tipo de discriminación,
sutil y más peligrosa. Me refiero a los que ubican a los seres
viejos en un determinado rol sociocultural.
Los
griegos antiguos por ejemplo, fundaron el llamado “concejo
de ancianos” a los que teóricamente los dirigentes de la polis
debían recurrir antes de tomar decisiones. Sin embargo, puedo
asegurarlo, en ninguna de las grandes decisiones atenienses, los
viejos fueron consultados. Los tenían ahí, enclaustrados, como
representación simbólica del pasado. Tal vez desde ese tiempo
surgió el mito de que los viejos somos portadores de experiencias,
de sabiduría y de buen juicio. Radical mentira. Los
viejos nos equivocamos tanto como los jóvenes.
Hay viejos inteligentes y viejos brutos. Hay viejos buenos y viejos
hijos de puta. No es cierto que
tenemos más experiencia porque cada experiencia
es nueva o sino no sería experiencia. En fin, no somos diferentes a
los más jóvenes.
Solo somos diferentes entre sí.
Si Rimbaud
escribió sus más bellos versos antes de cumplir veinte años
o Vargas Llosa una de sus mejores novelas después de los ochenta,
son hechos que no tienen nada que ver con la edad sino con las
particularidades de esas personas. Por eso mismo, no exigimos más
respeto que el que se debe a toda persona por el hecho de
estar viva, no por haber vivido más o menos.
Y si merecemos alguna consideración, será por lo que hemos hecho o
no hecho, por nuestros errores y nuestros aciertos, en fin, por lo
que somos. No queremos ser reducidos a “abuelitos buenos” ni que
nadie nos cuide si no estamos enfermos de gravedad.
Hay países
donde - voy a decirlo en chileno clásico - ahuevonan a los viejos. Y
todavía peor: hay viejos que se dejan ahuevonar, asumiendo con
alevosía el papel de viejos huevones. A esos también hay que
denunciarlos. Contra toda discriminación hay que protestar, tanto
en contra de la mala como en contra de la buena. Y esta última
puede ser peor que la mala. La vejez no es un infierno ni
una edad dorada, como dicen los siúticos. Es un tiempo como cada
tiempo. Nada más.
¿Y la muerte?
Da igual: de este mundo nadie sale vivo.