Fernando Mires – LA PANDEMIA DE LOS VIEJOS




A algunos no les va a gustar, pero así llamamos al covid-19 cuando desde la respectiva cuarentena nos comunicamos por teléfono: “El mataviejo”. Algo que nunca diríamos en público por supuesto. Entre mi viejo amigo y yo, prima esa confianza que otorga el paso del tiempo, haber enfrentado situaciones difíciles en el cadavérico Chile del 73 y comprendido desde que salimos en una buseta desde Santiago a Mendoza, que teníamos que mantener la calma y que para no enloquecer debíamos recurrir a nuestro bagaje de humor negro. Que nos sobraba. Y lo seguimos haciendo ahora.
El mataviejo” decimos para espantar esa nube borrosa de miedo que el coronavirus trae consigo. Para no convertir al miedo en horror. Para no convertir al horror en pánico. Para ridiculizar la amenaza de fin de mundo que la peste posmoderna insinúa. Pero también para desmontar el mito. Ese que nos dice que el coronavirus llegó al mundo para exterminar ancianos. Afirmación que alimenta el periodismo establecido, sugiriendo una utopía negativa, quizás deseada, la de un mundo sin viejos, habitado por gente joven, sana, linda. Pero “el mataviejo” no mata a los viejos.
La verdad sea dicha, covid-19 no mata a nadie. Es solo un acelerador, entre muchos, del proceso natural que lleva a la muerte. Por eso afecta a personas que tienen un bajo sistema defensivo - entre ellos, más viejos que jóvenes - o que arrastran enfermedades crónicas. Eso hace a las personas de edad avanzada (¿existirá una edad atrasada?) más vulnerables. Pero no todos los viejos mueren ni todos los jóvenes se salvan. Dicho en breve, covid-19 no es una enfermedad de y para viejos.
Hay, por cierto, epidemias asociadas a determinadas edades. Que la tos ferina, el sarampión o las paperas, atacan más a niños que a adultos, es cosa sabida. Que el SIDA ataca más a jóvenes y personas de mediana edad es, de por sí, obvio. Que la influenza, el cólera o la malaria atacan a todos por igual, es innegable. También hay - más bien dicho hubo - epidemias adjudicadas a algún estrato social. Por ejemplo, que el tifus fuera predominante entre la población más pobre puede explicarse por el hacinamiento, la ausencia de canalización, las podredumbres, entre otras no tan bellas causas. En los estratos más altos la tuberculosis fue puesta de moda por la onda romántica del siglo XlX. Rostros pálidos a lo Margarita Gautier de Dumas (hijo), jóvenes con ojeras profundas como el Werther de Goethe, seres delgados y sufrientes, con cabellos revueltos por tempestades, en lo alto de montañas como esa donde el enloquecido Nietzsche imaginó a la bella Andrea Lou Salomé besándolo en su boca (algo que Lou Salomé nunca recordó)
Ese romanticismo tísico no escaparía al escritor sueco Niklas Natt och Dag cuyo héroe el inspector Cecil Winge padecía de una tuberculosis tan avanzada que a veces él, por su blancura, parecía un fantasma. En cambio, la epidemia más popular, el “mal francés”, la sífilis, era mantenida en secreto pues, además de ser contaminante, daba a entender que sus portadores llevaban una vida licenciosa. En términos sociológicos, afectaba a personas de bajos o medianos ingresos. Y al parecer, tenía cierta preferencia – no se por qué - por los genitales de la intelectualidad. Grandes músicos como Ludwig van Beethoven y Franz Schubert, filósofos como Friedrich Nietzche, escritores como Oscar Wilde, e incluso líderes políticos como Vladimir Illich Lenin, murieron gracias a la sífilis. Entre la alta nobleza en cambio la sífilis era poco probable pues antes de bailar minuetes con sus damos, las cortesanas debían pasar por una estricta revisión médica. En fin, todo estaba en orden. A cada uno la epidemia que le correspondía y, en cierto modo, merecía.
No ocurre lo mismo con las pandemias del siglo XX y XXl, entre ellas, la que parece ser más fatal, la del covid-19. El maldito coronario ataca a todos por igual: chinos, negros, blancos, bi y tri-sexuales, sin importar la edad, sin reconocer límites, global, planetario. Un virus igualitario y democrático: no reconoce diferencia de clases, ni de religión, ni de ideologías. Todos, ante su maligna potestad, somos iguales.
El mataviejo”. ¿De dónde salió esa locura? Como muchas cosas de la vida, nació de una asociación, en muchos casos, involuntaria: la de los viejos y la muerte. Pues se supone que la etapa que sigue a la vejez, es la muerte. Los viejos son vistos entonces como los vecinos de la muerte. O sus parientes más cercanos. Lo que no siempre es cierto. Por una parte, todos los seres, tarde o temprano, mueren.
Todos los hombres son mortales” según la novela de Simone de Beauvoir quien, cuando llegó la hora de escribir sobre la vejez, o sea, cuando todos esperábamos que su libro “La Vejez” tuviera para los viejos un efecto tan liberador como “El segundo sexo” para las mujeres, nos desilusionó con 600 páginas en donde no hizo más que confirmar prejuicios en contra de la vejez y la muerte. Un libro que es la confesión abierta de su desgarro, de sus dolores personales y, no por último, de su intenso e inocultable miedo a morir. Un libro reaccionario que no debió haber sido escrito jamás. La misma autora que una vez dijo “la mujer no existe, es una invención de los hombres” no se atrevió a decir “la vejez no existe, es una invención de los jóvenes” (o de los que creen serlo). Como si solo los viejos llevaran consigo el estigma de la muerte. Como si desde su nacimiento el humano no fuera más que una isla rodeada de muerte por todos lados. Comprobación que hice de modo fortuito.
Paseando por el cementerio (no es mi paseo preferido pero por razones personales debo hacerlo) y mirando por distracción las lápidas, pude constatar por fechas de nacimiento y defunción, una gran cantidad de muertos jóvenes, algunos muy jóvenes. No pocos murieron por enfermedades, seguro. Pero recordé las estadísticas: “la mayoría de las causas de muerte obedecen a accidentes del tráfico. Y quienes con más riesgo y velocidad conducen, son jóvenes”. Víctimas de una guerra sin enemigos que tiene lugar en todas las calles, día a día. Pero con tantos muertos como en las antiguas guerras.
La literatura europea del siglo pasado nos cuenta de pueblos habitados solo por viejos y mujeres. Los jóvenes, durante las guerras, eran enviados a la muerte. Y si regresaban lo hacían muertos en vida, sin piernas o sin brazos, pero sobre todo, con sus alegrías perdidas en cruentos campos de batalla. Sí, efectivamente: todos los hombres son mortales, pero muchos mueren más temprano que tarde. Los viejos morimos tarde. Pero siempre seguiremos asociados con la idea de la muerte. Es nuestro estigma.
Los viejos, es lo que quiero decir, son temidos porque revelan la evidencia de la muerte. Y como el temor es hermano del odio, no es raro que muchos jóvenes terminen odiando (temiendo), aún sin darse cuenta, a los viejos. Ahí yace la raíz profunda de la gerontofobia, pandemia global más difícil de desactivar que el racismo, la misoginia y otras patologías colectivas que caracterizan a la condición humana. Y como son patologías arraigadas, salen hacia  la superficie cuando las condiciones están dadas. Igual a los virus.
Los dos regímenes totalitarios de la modernidad, el estalinismo y el nazismo, fueron gerontofobos. Solapado el primero en su culto al robusto héroe proletario de la literatura del “realismo socialista”. Más abierto el segundo, lo vinculó incluso con la xenofobia antisemita. Todas las caricaturas de la prensa nazi nos muestran a judíos encorvados, con narices ganchudas, con largas uñas, pero sobre todo viejos, muy viejos. Una raza que moría, en contraste con otra raza, la germana, que con vitalidad atlética se apoderaría de la historia universal. Los viejos en fin, simbolizaban para el nazismo, la decadencia de occidente. Los jóvenes, su futuro luminoso.
Los regímenes totalitarios, sin embargo, no inventaron la gerontofobia. Solo la estimularon. Como hoy ocurre de nuevo gracias al covid-19, presentado en los medios, no sin cierta maldad, como una enfermedad de los viejos. Ha llegado la hora, por lo tanto, en que los viejos debemos pasar a la ofensiva para defendernos del mismo modo como las feministas iniciaron su revolución cultural en contra de los machos y del machismo.
Para comenzar: ¿Quiénes somos los viejos? La respuesta aparentemente tan fácil no es simple. De hecho, hay dos tipos de ancianidad: la biológica y la sociocultural. La primera ha variado a través de la historia. En el siglo XVl, viejos eran los que llegaban, con suerte, a los cuarenta. Después fue a los sesenta, hoy a los setenta, variando de país a país. Se supone que después de esa edad perdemos algunas facultades físicas y eso es innegable. Quien escribe estas líneas no va arriesgar con setenta y siete años jugar un partido de fútbol (aunque me gustaría). Pero, por otro lado, y es lo que más me importa, sigo escribiendo tan bien o tan mal como antes.
Muchos de esos llamados viejos han comenzado a levantar voces en contra de la discriminación de la que diariamente son objetos. Porque es muy distinto que alguien te ceda el asiento en el bus, lo que se agradece, a que un pobre infeliz que no te llega ni a los talones, desautorice tu opinión “insultándote” con el epíteto de viejo. A esos desalmados hay que enfrentarlos, estén donde estén y darles duro en el único idioma que conocen, el de su propia ruindad. Más difícil es, sin embargo, enfrentar a otro tipo de discriminación, sutil y más peligrosa. Me refiero a los que ubican a los seres viejos en un determinado rol sociocultural.
Los griegos antiguos por ejemplo, fundaron el llamado “concejo de ancianos” a los que teóricamente los dirigentes de la polis debían recurrir antes de tomar decisiones. Sin embargo, puedo asegurarlo, en ninguna de las grandes decisiones atenienses, los viejos fueron consultados. Los tenían ahí, enclaustrados, como representación simbólica del pasado. Tal vez desde ese tiempo surgió el mito de que los viejos somos portadores de experiencias, de sabiduría y de buen juicio. Radical mentira. Los viejos nos equivocamos tanto como los jóvenes. Hay viejos inteligentes y viejos brutos. Hay viejos buenos y viejos hijos de puta. No es cierto que tenemos más experiencia porque cada experiencia es nueva o sino no sería experiencia. En fin, no somos diferentes a los más jóvenes. Solo somos diferentes entre sí.
Si Rimbaud escribió sus más bellos versos antes de cumplir veinte años o Vargas Llosa una de sus mejores novelas después de los ochenta, son hechos que no tienen nada que ver con la edad sino con las particularidades de esas personas. Por eso mismo, no exigimos más respeto que el que se debe a toda persona por el hecho de estar viva, no por haber vivido más o menos. Y si merecemos alguna consideración, será por lo que hemos hecho o no hecho, por nuestros errores y nuestros aciertos, en fin, por lo que somos. No queremos ser reducidos a “abuelitos buenos” ni que nadie nos cuide si no estamos enfermos de gravedad.
Hay países donde - voy a decirlo en chileno clásico - ahuevonan a los viejos. Y todavía peor: hay viejos que se dejan ahuevonar, asumiendo con alevosía el papel de viejos huevones. A esos también hay que denunciarlos. Contra toda discriminación hay que protestar, tanto en contra de la mala como en contra de la buena. Y esta última puede ser peor que la mala. La vejez no es un infierno ni una edad dorada, como dicen los siúticos. Es un tiempo como cada tiempo. Nada más.
¿Y la muerte? Da igual: de este mundo nadie sale vivo.