Para decirlo de un modo breve y simple: lo
político es lo antagónico.
Por cierto, no todos los antagonismos son
políticos. Para
que lo sean deben ser públicos, con representantes y representados,
con debates y con polémicas. Pero a la vez- y ese es el punto- no
hay política sin antagonismo.
En esa premisa - desde Carl von Clausewitz, Carl
Schmitt, Max Weber, Hannah Arendt, Jacques
Ranciere, Claude
Le Fort, Ernesto
Laclau, y otros líderes de la filosofía
política moderna - hay un común
acuerdo. La
política no puede existir más allá de sus antagonismos.
La política, lo sabemos
todos, es hija natural de la guerra. Es el
medio que inventamos para no matarnos unos con otros y así
dirimir nuestros antagonismos
de modo gramático. Eso no quiere decir que la guerra sea
absolutamente diferente a la política. En tanto hija de la guerra,
la política
conserva muchos de los
rasgos y facciones de
su madre.
Desde el fondo de
la guerra fueron
gestados los genes de la política,
observación muy pertinente de Immanuel
Kant quién vio
en el “alto al fuego”, o armisticio,
la posibilidad de emergencia de la
política. Caminando
un paso más allá
de Kant, la política podría
ser entendida como un largo armisticio entre bandos enemigos. Un
armisticio irregular y prolongado. Y si se quiere agregar:
institucionalizado y, en en los mejores
casos, constitucionalizado. Por eso, al igual que en la guerra, la
política, para existir, necesita de la representación.
En la guerra (interna o
externa) nos representan los soldados. En la política, los
políticos. Son los portaestandartes de
nuestros intereses y pasiones (A.
O.Hirschman) pero también de
nuestros ideales y visiones, extendidas
sobre ese campo cruzado por líneas
divisorias donde las diferentes partes luchan entre sí en busca de
mayores espacios de poder. Eso quiere
decir, la unidad en la política siempre
se gesta en contra de algo. Ello
presupone la previa
existencia de ese “algo”. Después,
solo después, viene
la unidad. Pues ese
“algo” es el agente que obliga a buscar amistades políticas,
nunca al revés.
La política proviene de la enemistad, no de la
amistad. De la presencia amenazante
del enemigo
político, ese que
quiere ocupar el poder que yo quiero tener.
La política es “lucha por el poder” (Weber). De
tal manera que, como en el amor, en la
política se necesitan por lo menos dos. Sin enemigo político
constitutivo, no puede haber política.
¿Y
si el enemigo no es político? Entonces la
política es imposible. En ese caso estamos
frente al escenario de guerra o frente a un
momento de suspensión de la política. Puede ser por revueltas
internas, o por catástrofes naturales, o como ahora está
sucediendo, por un coronavirus
de carácter global. En breve, y como el
término lo indica, por un “estado de
excepción” llamado en este
momento a ejercer su soberanía (si quiere diga primacía o
hegemonía) por sobre las demás instancias de la vida humana.
Emmanuel Macron
comparaba al
estado de excepción provocado por la amenaza del coronarvirus
con una guerra.
La analogía es válida solo hasta cierto punto. En el caso de una
guerra sabemos perfectamente quien es el enemigo. Conocemos sus
intenciones. Sabemos, por ejemplo, que ese enemigo intenta
destruirnos. Pero a la vez, como miembros de una nación o de un grupo
de naciones, sabemos también que
ese enemigo es “nuestro enemigo” y al decir “nuestro”
entendemos que de
algún modo ese enemigo nos pertenece. Es un enemigo de nosotros pero
no de todos. Muy diferente al Covid- 19 qué sí es enemigo de todos,
uno que nos constituye como sus enemigos no como pertenecientes
a una nación o a
un pueblo, sino como miembros de la especie humana. Es
fin, Covid
19 es lo
que nunca puede haber ni en la guerra ni en la política: un enemigo
absoluto y total.
Su razón de
ser es bio- lógica.
Su lógica destructiva apunta a nuestra
propia existencia como seres genéricos, habitantes de un mismo
planeta.
Ni siquiera un ataque de los marcianos podría
ser tan radical como
coronavirus.
Por lo menos en ese caso sabríamos
que los marcianos vienen del exterior,
son extraterrestres. Los virus del
coronario en cambio son inter-terrestres.
Proviene de las tinieblas más oscuras de la historia humana.
Y sin embargo, o quizás por eso mismo,
están “vivos”, tienen vida, son
criaturas de la naturaleza. De este modo, y
dicho sin ningún dramatismo, la que
estamos viviendo sería una lucha de nosotros en nosotros. Entre la
vida y la muerte
de cada uno.
En otras palabras, el
coronavirus
no es un enemigo antagónico sino
agónico. Cabe
precisar la
diferencia: el antagonismo es oposición de
dos contrarios. El agonismo, en cambio, es la lucha del
ser en contra de la muerte. Covid-19
no se antepone a nuestra existencia como
es el caso del enemigo político o militar.
Simplemente la niega. Es el enemigo radical
y, a la vez, el enemigo total.
No cerremos los ojos. Si
las cifras continúan su ritmo ascendente, todos seremos Italia.
La guerra no declarada del coronavirus está
recien comenzando. Todavía no tenemos armas (vacunas) para
enfrentarlo. Mientras eso no ocurra, la lucha solo puede ser
defensiva. Estamos en la fase -para decirlo
en términos militares- del “repliegue táctico” el
que, para que sea posible, debe ser llevado a cabo de modo muy
ordenado. De ahí
que los actores en la lucha en contra del coronavirus deben ser en
primera línea los estados y luego los
gobiernos que los representan, en estrecha
articulación con la ciudadanía de cada
nación. De lo que se trata por ahora no
es es de derrotar al
virus sino de entorpecer su marcha, de
hacerla lenta y no fulminante, de
impedir que se cuele en nuestros ojos,
narices y manos, de “ganar
tiempo", como dijo Angela Merkel.
No importa quien represente al estado. No todos
los gobernantes son respetados por sus pueblos. Muchos de ellos están
sumidos en crisis sociales
y económicas que
no pueden controlar. Los hay legítimos e ilegítimos, dictatoriales
y democráticos, inteligentes y estúpidos, e
incluso racistas. Como bien escribió
Paul Krugman en un reciente
artículo. “Uno
entra en una pandemia con el presidente que tiene, no con el
presidente que desearía tener”.
Quiso decir Krugman, este no es el momento del antagonismo
político. El mismo coronavirus se ha encargado de demostrarlo al
obligar a los gobiernos a desactivar los dispositivos políticos de
cada nación. Todas las formas de representación, incluyendo la
parlamentaria, han sido suspendidas. Con mayor razón las de
autorepresentación o protesta, cuyo escenario son las calles. Y sin
parlamentos y calles - convengamos al menos en eso - no puede haber
práctica política.
La política, por supuesto, bajo las condiciones expuestas no desaparece, pero sí, ha de ponerse al servicio de la lucha por la existencia. Sobre todo bajo regímenes autoritarios o simplemente dictatoriales, sin posibilidades electorales a corto plazo, surge, además, otra forma política. Llámémosla, política de vigilancia. Se trata en este caso de exigir a los gobiernos melagómanos que mantengan la hegemonía de la lucha existencial por sobre la política, que no usen la primera para aumentar su poder fáctico sobre los cuerpos ciudadanos, que no utilicen la tregua sino explícita, tácita, que nos vemos obligados a asumir, que en fin no actúen como aliados objetivos de Covid-19.
La política, por supuesto, bajo las condiciones expuestas no desaparece, pero sí, ha de ponerse al servicio de la lucha por la existencia. Sobre todo bajo regímenes autoritarios o simplemente dictatoriales, sin posibilidades electorales a corto plazo, surge, además, otra forma política. Llámémosla, política de vigilancia. Se trata en este caso de exigir a los gobiernos melagómanos que mantengan la hegemonía de la lucha existencial por sobre la política, que no usen la primera para aumentar su poder fáctico sobre los cuerpos ciudadanos, que no utilicen la tregua sino explícita, tácita, que nos vemos obligados a asumir, que en fin no actúen como aliados objetivos de Covid-19.
Ya llegará la hora de regresar a la vida política tal como la conocemos. Esa será
también la hora de pedir cuentas a esos políticos, sean de gobierno
o de oposición, que intentaron capitalizar la crisis existencial que
vive la humanidad en función de mezquinos intereses de poder local. Por ahora solo cabe denunciarlos ante la opinión pública internacional cuando las transgresiones son evidentes y notorias.
El momento no es político sino existencial. Reconocer la radical
particularidad de ese momento es también parte del saber
político.