En
la política alemana hay -o había- dos tabúes: uno grande y otro
pequeño. El grande dice, ningún partido democrático debe hacer
coaliciones con AfD (Alternativa para Alemania) un partido con
potencial fascista, xenófobo hasta la exageración, incluyendo
incrustaciones antisemitas. El tabú más pequeño rige
predominantemente para los socialcristianos (CDU/CSU) y dice: nunca –o casi nunca- hacer coaliciones con la extrema izquierda
representada por Die Linke.
Ambos
tabúes operan en función de la conservación de un amplio centro
formado por Verdes, socialdemócratas, socialcristianos y liberales,
clave que explica la estabilidad política de la nación y, en gran
medida, su envidiada prosperidad económica. Pues bien, en nombre del
tabú más pequeño ha sido roto en Turingia (05.02.2020) el tabú
más grande, la de no realizar alianzas con la extrema derecha, hecho
que ha causado, según periodistas ávidos por motejar a las
noticias, un terremoto político.
Los
hechos: Bodo Ramelow de la Linke -pese a ser reconocido por sus
adversarios como un buen gobernante- no logró alcanzar en octubre la
mayoría absoluta. No obstante, gracias al apoyo de los Verdes y de
la SPD más la abstención de la CDU esperaba ser reelegido
ministro-presidente de Turingia y de este modo ejercer un gobierno
“tolerado”. Después de dos votaciones seguidas, la CDU, que no
había presentado candidato, dio su apoyo al candidato de los
liberales Thomas Kemmerich cuyo partido, FDP, representa apenas un 5%
de la votación regional. Algo que habría sido lógico si es que
Kemmerich no hubiera sido elegido ¡por un voto! (45 contra 44)
gracias al apoyo inesperado -inesperado pero urdido – de AfD a su
“ex- enemigo” liberal.
De
la noche a la mañana, el liberal Kemmerich se convirtió en el
candidato de la extremista AfD. ¿Por qué ese apoyo? Muy simple: la
AfD irrumpiría como fuerza política rectora de Turingia y los
raquíticos liberales -que de liberales solo les queda el nombre–
asumirían el gobierno. Negocio redondo. Con lo que no contaron ambos
fue que la oscura jugada provocaría un fuerte repudio nacional.
Todos los partidos democráticos, incluyendo fracciones de los
liberales -cuyo dirigente Alexander Graf Lamsdorff dijo “no podemos
ser elegidos por fascistas”- exigieron la renuncia de Kemmerich. Por mucho
que el parlamentario repitiera que él no gobernará con la AfD,
hasta el más lerdo podía darse cuenta de que su mandato surgió de
un acuerdo negociado entre la ultraderecha y la propia CDU empeñada
en que la coalición- roja- roja-verde no llegue al gobierno por
segunda vez.
Pocas veces, tal vez nunca, ha habido una presión nacional tan grande en contra de una decisión regional. Al fin, Angela Merkel sintetizó la voz pública con una lapidaria frase pronunciada desde Pretoria: “El procedimiento del Parlamento en Turingia es inadmisible”. Al jefe de los liberales Christian Lindler quien al parecer había dado visto bueno al nombramiento de Kamerich no le quedó más alternativa que pedir la renuncia del recién elegido ministro-presidente y por consiguiente, la disolución del Parlamento de Erfurt. Zigzagueante curso que le puede costar caro: si hay repetición de elecciones su desprestigiado FDP quedará fuera del parlamento.
5
y 6 de febrero: días de plena civilidad en la aparentemente
ritualizada política alemana. Discusiones intensivas, orgías
mediales e incluso gestos épicos –la jefa de la Linke, Susanne
Nennig-Welsow se acercó a felicitar a Kamerich “a lo Pelosi”
arrojando a sus pies un ramo de flores-. Minucias aparte, lo
importante puede resumirse en una pregunta: ¿Ha sido evitada la
ruptura del tabú? La respuesta solo puede ser negativa. El tabú ya
está roto, vale decir, la incorporación, aunque circunstancial y
momentánea de AfD a la política oficial, ya ocurrió. Si se quiere,
ha sido un primer intento para constituirse en fuerza decisiva.
De ahí que la pregunta del momento es si esa ruptura será fractura
o trizadura. Por el momento podemos aventurar algunas deducciones. A
fin de simplificar sera conveniente hacer una división entre
deducciones politológicas (o teóricas) y deducciones políticas.
Desde
el punto de vista politológico, junto a las grandes ventajas que
ofrece el sistema parlamentario –debate público, limitación del
poder ejecutivo, entre otras- han quedado claras algunas de sus
inmanentes debilidades. Quizás la más notoria de todas es que
mediante el procedimiento de las alianzas electorales, el elector
pierde gran parte de su soberanía.
La
autonomía poselectoral de los partidos es efectivamente muy amplia
bajo un sistema parlamentario. Supone de hecho una gran confianza de
los electores en sus elegidos pues “ellos harán lo mejor posible
con mi voto”. Eso no sucede siempre. O casi nunca. De modo que la
autonomía de la clase política respecto a sus electores termina por
producir resentimientos que, si se acentúan, llevan a un malestar
con la política en general ante el regocijo de demagogos y
extremistas como los de AfD quienes desde sus puestos políticos
elevan su discurso en contra de los políticos.
A
las insuficiencias del sistema parlamentario se suman en Alemania las
que provienen del sistema federal. El federalismo, aparte de sus
ventajas (una mayor autonomía económica y cultural, una
disminución de los excesos derivados del centralismo) conlleva un
latente peligro: que las decisiones a nivel regional no sean
concordantes con las de nivel nacional. Ha sido el caso de Turingia.
La incorporación de AfD al decisionismo parlamentario, por muy breve
que sea, rompe con un consenso tácito nacional. Hecho que explica por qué, aún después del rechazo nacional existan en Turingia
fuertes resistencias al interior de FDP y CDU. De ellas profita AfD,
convertida así en adalid de la autonomía regional en contra de los
dictados de "la burocracia de Berlín".
Los
defensores de la elección de Kammerich vía AfD apelan al principio
constitucional. ¿En dónde dice la Constitución que las alianzas
con determinados partidos ha de ser interdicta? ¿Fue acaso la
elección de Kammerich ilegal? Y efectivamente, apelando a un
principio jurídico formal, los defensores de la elección de
Kammerich tienen razón. No así, empero, desde el punto de vista
político pues las decisiones políticas no solo se dejan regir por
el principio de la legalidad –eso llevaría a una judicación de
la política- sino también, como destacaron a su debido tiempo Carl
Schmitt y Max Weber, por el principio de la legitimidad.
La
legitimidad, por cierto, debe ser legal. Pero a su vez supone atender
a condiciones no prescritas por la ley, entre ellas las que se
derivan de los consensos públicos, de las tradiciones nacionales y
de principios éticos predominantes. La ruptura de un tabú no
significa necesariamente una ruptura con la ley. Y bien: eso es lo
que ha ocurrido en Turingia. Los parlamentarios electores de Kammerich
han roto con una norma –no con una ley– derivada de la
legitimidad. Con sus provincianas maniobras han demostrado una enorme
falta de sensibilidad con respecto a los consensos y tradiciones de
posguerra.
¿Cómo no se les ocurrió que precisamente en los días
cuando era conmemorado el Holocausto podía ser aceptado como
definidor político un partido cuyo dirigente máximo Alexander
Gauland opina que el periodo nazi fue una “cagadita de pájaro”
(Vogelschiss) y en una región donde su candidato Björn Hocke es
considerado un redomado fascista?
Al
escribir estas líneas no está decidido si en Turingia serán
llevadas a cabo nuevas elecciones u otro será el procedimiento de
gobernabilidad. Lo que sí es seguro es que cualquiera opción lleva
a un reforzamiento de la ultraderecha. Si hay elecciones, recogerá
votos surgidas de las ruinas del FDP y de la caída de la CDU. Si
no, aparecerá como víctima de una confabulación fraguada por la
burocracia de Berlín. Y por sobre todas las cosas, ocurra lo que
ocurra, AfD ha logrado la ruptura de un tabú. No será la última
vez. Sus dirigentes saben que en los bordes más conservadores del
socialcristianismo hay grupos que no aceptan la tonalidad liberal
impuesta por Angela Merkel y ellos no vacilarán en dar su apoyo a la
AfD si la izquierda en sus formas rojiverdes se convierte en
alternativa de poder.
La
sensibilidad de una de las más talentosas escritoras alemanas de
nuestro tiempo, Juli Zeh, la llevó a escribir una novela titulada
“Corazones Vacíos”. Allí nos describe una Alemania con un
gobierno presidido por AfD surgido como consecuencia de la
capitulación de los partidos democráticos de la nación. Presentada
como distopía, la novela de Zeh podría ser -ojalá no lo sea- un
visión anticipada de la realidad.
PS.
Importante es considerar que la ruptura del tabú en
Turingia no solo fue obra de las innegables
habilidades de AfD. Todos los partidos políticos alemanes deben
ser sometidos a crítica. Por
de pronto, Verdes y socialdemócratas, en
su afán de crear un frente electoral de izquierda, han hecho todo lo
posible por empujar a la CDU más hacia la
derecha, donde la espera ansiosamente la AfD. El ejemplo más
reciente lo
proporcionaron los Verdes de Bremen
en
mayo del 2019.
Habiendo llegado la hora de formar gobierno, los
Verdes debían elegir entre el partido mayoritario, el social
cristiano, o los dos partidos de izquierda perdedores,
socialdemócratas y la
extrema
izquierda (Linke). Pues bien –llevados
por su seudo izquierdismo originario- optaron
por la segunda posibilidad. No
fue exactamente igual a lo hecho por la FDP y la CDU con respecto a
la AfD en
Turingia.
Pero fue parecido. Sentaron un caso precedente. De la suma de casos
similares podría resultar perfectamente un
progresivo
deterioro de la democracia alemana. Ya ocurrió una vez.