Autor: Frank Domínguez
Tú me acostumbraste, a todas esas cosas/ y tu me enseñaste/ que son maravillosas/ Sutil, llegaste a mí/ como una tentación / llenando de inquietud/ mi corazón/ Yo no concebía/ Como se quería/ en tu mundo raro/ y por ti aprendí/ Por eso me pregunto/ al ver que me olvidaste/ Porqué no me enseñaste/ cómo se vive sin ti
Escribe Aristóteles en el Libro X de la Ética a Nicómaco (2003) que hay tres opiniones relativas a cómo hacer de cada uno una persona valiosa: a través de las disposiciones naturales, del acostumbramiento y de la educación. Aristóteles desconfiaba de las disposiciones naturales. Para él, el ser humano sin vida ciudadana (política), es el más inferior de los animales (1962, pp.24-25). Mucho tiempo después, Kant, quien era mucho más religioso de lo que generalmente se piensa, asumía la fórmula agustina que sostiene que todo lo creado es bueno y por lo tanto sólo hay que encauzar las disposiciones naturales que ya contienen los mecanismos de la razón y, consecuentemente, de la moral ya que según Kant, la moral viene de la razón (1995, pp. 29-52)
Según
Aristóteles la educación debe valerse del acostumbramiento. El
“oyente”, que es así como Aristóteles denomina al que se está
educando, debe acostumbrar sus oídos a la enseñanza impartida. La
misma opinión sostiene Diotima de Cuba, quien una vez me confesó
que todo lo que ella sabía lo había aprendido de alguien. Yo
pregunté si también todo lo que ella “sentía” lo había
aprendido de alguien. Y ella me contestó:
-Lo
único que nadie me ha enseñado, chico, es a sentir miedo. Eso lo
aprendí yo solita, y desde el mismo día en que nací.
En
fin, ya tenemos cuatro opiniones sólidas que hablan a favor de la
enseñanza a través del acostumbramiento: Aristóteles, Kant,
Diotima y Olga Guillot. A esas cuatro opiniones, sumo la mía.
Tiene
razón Diotima. Si reviso mi historia personal, todo lo que soy lo he
aprendido de alguien. Yo soy -como imagino somos casi todos- una
“persona de segunda mano”. Lo que pienso, lo que creo, lo que
odio, me llegó de afuera, de un aprendizaje a veces arduo y
constante, así como de un acostumbramiento del oído y de la razón
a las enseñanzas recibidas.
Diotima
afirma que nadie le enseñó a sentir miedo. De ahí podríamos
deducir que el miedo es el más natural de los saberes y, por lo
mismo, el padre de todos los saberes. Porque, de acuerdo a la tesis
de Diotima, ella aprendió lo que aprendió para olvidar el miedo, y
el miedo –creo que eso es lo que quiso decir Diotima- viene del “no
saber”. De esa premisa deduzco -y en ese punto creo que Aristóteles
está plenamente de acuerdo conmigo- que para “saber” quién uno
es, debemos aprender a ser, y eso lo aprendemos de otros, no de
nosotros. Luego, ese famoso “yo- sólo- sé- que- nada- sé” de
Sócrates, es condición no sólo del saber, sino del propio “saber-
ser”. Somos gracias al conocimiento del ser.
Para
que el ser nos sea revelado tenemos que verlo primero en los ojos de
los demás. Y después de verlo, conocerlo. Ocurre algo parecido con
la música. Si escuchamos por primera vez una melodía, puede que no
nos diga nada. Pero si uno la escucha repetidamente puede que guste y
finalmente lleguemos a entonarla. A veces sucede a la inversa. Uno
escucha por primera vez una melodía y queda embelesado. En ese
segundo caso la melodía no ha pasado por la fase del aprendizaje.
Así como hay amores a primera vista hay, en la música, amores a
primer oído. Podemos hablar, incluso, de revelaciones, pues todas
las revelaciones aparecen frente a nuestros sentidos. No obstante, no
estoy muy seguro si esas revelaciones no las hemos aprendido
(conocido) antes de que aparecieran, quizás no en la misma forma
como se nos revelan, pero sí, como diría el mismo Aristóteles, en
su forma de potencia. De tal manera que cuando nos gusta una melodía
es porque la potencia de su existencia ya estaba en nosotros y lo que
revela la melodía es una parte de uno mismo que habiéndola ya
adquirido (aprendido) no asomaba todavía a la luz del día. Hay, en
este sentido, una interesante anécdota que narra el ex Beatle, Paul
McCartney
Cuenta
Paul McCartney que una noche soñó con la música de Yesterday. Al
día siguiente escribió la hermosa balada y la mostró a John Lennon
quien al escucharla dijo: “tengo la impresión de que esa melodía
ya la he escuchado mil veces”. Efectivamente, la había escuchado
mil veces dentro de sí. Esa música ya estaba escrita,
tendencialmente, en la historia musical de los Beatles. Paul
MacCartney al componerla la había sacado “afuera” de aquel lugar
donde yacía oculta antes de que naciera. Si no la hubiera compuesto
él, quizás -aunque a su manera- la habría compuesto John Lennon.
Eso significa que Yesterday ya “estaba” antes de ser y ya “era”
antes de estar.
Cuando
una persona aparece ante nuestros ojos como un milagro es porque la
esperábamos, y la esperábamos porque antes de que apareciera ya
habíamos aprendido a conocerla. Antes de la persona, existía, para
decirlo en las palabras de C.G. Jung (1990), su “arquetipo”.
Como
muchos saben, los arquetipos para Jung podían tener orígenes
prehistóricos. No obstante, permítaseme discrepar en este punto de
Jung. Tengo la impresión de que el arquetipo no precede al
conocimiento del ser, sino a la inversa: el aparecimiento del ser
revela su arquetipo. Eso significa que el arquetipo no es una
presencia sino una forma de ser configurada en su ausencia. Quiero
decir: no es la ausencia del arquetipo la que revela su presencia
futura, sino su presencia-presente revela su ausencia pretérita.
Hay
quienes aparecen sutilmente en nuestra vida, nos enseñan lo que
saben, aprenden lo que no sabían, hasta que, acostumbrados a ese
saber común, no podemos concebir que la vida pueda ser posible sin
esas personas. Porque lo que uno aprende no se olvida tan fácil.
Todo lo que aprendemos de alguien queda en nosotros como parte de su
presencia. Así, los que se van, en la distancia siguen cerca, y los
que mueren, continúan viviendo en nosotros. Amar es aprender a
conocerse. El amor es un idioma común que aprendemos a conocer a
través de alguien. Como todo idioma, no nacimos hablándolo. Y
aprender un nuevo idioma no es fácil. El amor, como idioma, es
difícil aprenderlo y requiere de cierta disciplina, tiempo y
trabajo. Por lo tanto, el amor no es algo tan natural como muchos
imaginan. Aquello que es natural es el deseo de ser en el otro, deseo
que sin amor puede ser muy destructivo.
Si
el amor fuese algo natural nadie nos ordenaría que amáramos a
nadie. Y los mandamientos religiosos así lo ordenan, por algo se
llaman mandamientos, pues mandan. Y nadie manda a otro que haga lo
que quiere hacer. Las leyes, en cambio, a diferencia de los
mandamientos, no obligan a amar. En el mejor de los casos, obligan a
no asesinar a quienes odiamos. Por eso, las buenas leyes, como
postulaba Montesquieu (1970), vienen de las buenas costumbres. Y las
buenas costumbres hay que aprenderlas como el idioma, o como el amor.
Con
las leyes, que por serlo son minimalistas, casi ningún ciudadano
honesto tiene grandes problemas. Los mandamientos, que por ser
mandamientos son maximalistas, nos exigen mucho más. Nos exigen amar
al prójimo, por ejemplo. Pero al menos exigen amarlo como a uno
mismo y muchos no se aman tanto como creen, o no se tratarían tan
mal. El problema grande es cuando nos exigen amar a nuestros
enemigos. Y aquí debo confesar: en ese punto me he encontrado muchas
veces “sobrepasado”. Puede, pensaba yo, que alguien en un momento
de éxtasis llegue a perdonar a un enemigo. Pero, si es verdad que
con el perdón comienza el amor, el perdón en sí no es el amor. Se
puede, por ejemplo, perdonar a alguien olvidándolo. Nadie ama a
quien olvida. Pero amar a un enemigo, eso me parece sobrehumano. Casi
inhumano. De modo que decidí aprovechar mi breve estancia en la Isla
para preguntar a Diotima, que todo lo sabe, su opinión al respecto.
-
Diotima- dije cuando la divisé debajo de la estatua de Antonio
Maceo, justo cuando terminaba de ver la suerte en las manos de un
ingenuo turista (Se parecía a Win Wenders; o quizás era Win
Wenders) Una pregunta: ¿Tú eres religiosa?
-
¿Y tú que te crees? Yo soy católica, apostólica y cubana.
-
¿Y piensas que es posible amar a los enemigos?
-
Yo no tengo enemigos. ¿Tú los tienes?
-
No te pregunto a ti, sino en general. ¿Es posible amar a los
enemigos?
-
Yo creo que tú tienes enemigos. Estoy segura, por ejemplo, que tú
tienes enemigos políticos.
-
De esos me sobran, tengo hasta para regalar.
-
¿Y los amas?
-
Por supuesto que no, por eso te estoy preguntado si es posible amar a
un enemigo.
-
Muy claro, porque si los amaras, piensas tú, no serían tus
enemigos. Mira chico, sentémonos aquí. Yo te lo voy a explicar así
de fácil. La cosa es que tú puedes tener enemigos y al mismo tiempo
amarlos. Porque en las palabras bíblicas nadie te ordena que no
tengas enemigos. Simplemente te ordenan que los ames. O sea, según
esas palabras, se puede tener enemigos y no odiarlos sin que dejen de
ser enemigos.
-
Eso es precisamente lo que no entiendo.
-
No entiendes porque lees mucho, Fer. Lo que te quiero decir es muy
fácil. Un enemigo es enemigo porque no quiere nada bueno para ti.
¿No es cierto? O es enemigo, porque representa algo malo que tú
odias. ¿Es así? Bueno: Entonces tú no lo odias a él, sino lo malo
o el mal que hay en él. Porque al mal, negro, tú no lo puedes amar.
Pero al malo, que es el que lleva el mal consigo, tú lo puedes amar.
-
¿Cómo?
-
Tratando de quitarle el mal. Imagina chico, que alguien a quien
conoces está enfermo. ¿Qué haces tú? Tú llamas al médico para
que le quite el mal. Así hay que hacer con un enemigo. Ayudar a
quitarle el mal para que no sea malo y así pueda ser tu amigo.
-
¿Y cómo se hace eso? (por un momento pensé en los exorcistas
jesuitas que arrancan el demonio del cuerpo)
-
Ay, como quieres tú que te lo diga todo, tú. Ese es tu problema. Si
el enemigo es un conocido tuyo, tú puedes discutir con él, hasta
convencerlo de que lo que él hace o piensa es malo. Y si es un
desconocido, escribe un artículo, o un libro, en contra de las ideas
malas que representa.
-
¡Pero eso es lo que he hecho siempre Dioti!
-
Eso significa que tú amas a tus enemigos. Lo que pasa chico, es que
tú no lo sabías.
Entonces
dije a Diotima: - Dioti, he aprendido tantas cosas de ti estos días.
¿Por qué no me enseñas como se vive sin ti?
Diotima
la Cubana abrió su inmensa bocaza, soltando su risa al aire.
-
Eso yo no te lo voy a enseñar, negro. Yo no te lo voy a enseñar.
"Tú
me acostumbraste" en la versión de Olga Guillot AQUÍ