Dicen, que yo no te conozco/ Que debo estar loco soñando en tu querer/ Saben, que estoy enamorado, así desesperado que ya no sé que hacer/ Que me salgo en las noches, a llorar mi locura/ y a contarle a la luna lo que sufro por ti/ Que abrazado de un árbol le platico mis penas/ como aquellas parejas del oscuro jardín/ Sí, me llaman el loco, porque el mundo es así/ La verdad sí estoy loco, pero loco por ti/ Que me salgo en las noches / a llorar mi locura y a contarle a la luna/ lo que sufro por ti/ Que abrazado de un árbol le platico mis penas/ como aquellas parejas del oscuro jardín/ Sí, me llaman el loco porque el mundo es así/ La verdad, sí, estoy loco, pero loco por ti.
Javier Solís cree que ya pasó el límite y que, por lo tanto, ya está loco. Si no está dicho en forma jocosa, o como insulto, se trataría, en este caso, de un diagnóstico clínico. Supongamos entonces que éste sea un diagnóstico. Si lo es, todo diagnóstico se basa en síntomas, eso lo sabe cualquiera que ha pasado por un consultorio médico. Javier Solís presenta, en efecto, cuatro síntomas: sale por las noches a llorar su locura; le cuenta a la luna que sufre por ella; abraza a un árbol y le platica sus penas, pero la verdad, es que está loco por una mujer; lo dice el mismo.
Aunque sólo soy un bolerólogo, pienso que los cuatro síntomas aquí expuestos no son suficientes para declarar loco a nadie. Veamos:
Primero, salir por las noches a llorar su locura nos demuestra con dos afirmaciones contenidas en una que el diagnóstico prueba todo lo contrario: que el tío no está nada de loco. Por un lado, sale cuando el sol se ha ido y ya nadie lo ve. Quiere decir que oculta su locura y eso no es estar loco, porque la mayoría de quienes han estado locos no ocultan su locura sino que la muestran a todo el mundo, incluso con orgullo y ostentación. El problema sería más grave si Javier Solís saliera a pleno día a llorar sus supuestas locuras. Más aún, llora su locura, es decir, nos dice el mismo que está loco. Sin embargo, hasta ahora yo no he conocido a ningún loco que diga que está loco. La locura es algo que vemos siempre en los demás, jamás en uno mismo. El último en reconocer que está loco es un loco. Y cuando lo reconoce, significa que ya no está loco.
Segundo: cuenta a la luna sus cuitas. Sucede a veces que no encontramos a nadie a quien contar algo. Algunos hablan solos; y no están locos. En cambio, quien habla a la luna habla a un objeto y no a cualquiera: la luna representa nada menos que la luz en medio de la oscuridad. Quien busca la luz y no la oscuridad, carece de locura. La luna es la reina de la noche. Y, además, brilla sin enceguecer, como ocurre con el sol. La luna es luz leve; la luz buena, justo la que necesitamos cuando el alma se encuentra llena de nubes negras. Hablar con la luna no sólo no es locura; es un acto, si se quiere, de hermosa poesía. Si hubiera que declarar locos a quienes conversan con la luna, habría que llevar a una clínica a más de la mitad de los poetas; y a quienes no lo somos también. Quien nunca ha conversado con la luna no ha tenido penas y quien no ha tenido penas, ése sí está loco.
Tercero: abraza a un árbol. Quien abraza a un árbol quiere ser sostenido y se sostiene, no está loco. La locura comienza con el fin del sostenimiento. Siempre necesitamos sostenernos en algo. Algunos, la mayoría, en otra persona; otros en un ideal; muchos, en ideologías; muy pocos, en una religión.
Javier Solís no sólo no está loco; tampoco es necio cuando elige un árbol como sostenimiento. ¿Qué más firme para sostener un cuerpo débil que el tronco firme de un árbol? El árbol opera en esta canción como objeto y símbolo a la vez. Cada ser humano necesita de un árbol cerca para no caer sobre la tierra que un día lo acogerá. Vivimos como Tarzán, sostenidos por diferentes árboles. La diferencia es que los nuestros son más bien simbólicos. Quizás esta prosa rara es en estos momentos mi árbol. En ella, y asomado a través de sus ramas, me sostengo.
Cuarto: Javier Solís afirma que está loco por una mujer. Con ello desaparece entonces todo atisbo de locura ya que lo más normal que puede ocurrir a cualquier hombre es amar a una mujer. Con esa declaración, tanto la luna lunera como el árbol de la noche, recuperan su lugar exacto en el discurso del amor. Para el enamorado, tanto la luna como el árbol, son los símbolos que llenan la ausencia de la presencia de su amor real. Son significantes de un significado. Todo está en perfecto orden. ¿Seguro?
No; no estoy tan seguro.
Hay algo que no está resuelto en el curso de mi exposición y eso no me deja tranquilo. Puede que, efectivamente, Javier Solís esté loco. La razón que me lleva a la duda es que no estoy seguro si amar a alguien no supone caer en un cierto estado de locura. Voy entonces a filosofar sobre este tema. Eso me obligará a construir definiciones ya que sin definiciones es imposible filosofar. Pero que nadie se asuste. No voy a intentar –Dios me libre- definir al amor. Tampoco tratar de analizarlo, estableciendo una tipología sobre las diversas formas del amor. Sobre eso hay abundante literatura. Dejaré al amor intacto y que cada uno entienda por ello lo que quiera. Lo que voy a tratar de definir, y repito, sólo de modo filosófico, es la locura.
Para entender el sentido de la palabra loco será necesario asociarla con significantes con los cuales se encuentra semánticamente emparentada. Por ejemplo, con la palabra dis-loca-ción que significa que algo se ha desprendido del lugar que le corresponde. Lugar se dice en latín locus, un dato importante. Otra palabra es des-loca-lización, que alude de un modo más directo al hecho de que un objeto se encuentra fuera de lugar. Loco, en este sentido, podría significar haberse salido de un lugar sin haberse ubicado todavía en otro. Sanar de una locura, supone, por lo tanto, co- locar el objeto dis-loca-do en una determinada loca-lidad.
En el idioma alemán, la palabra vulgar que define a un loco es Verrückt, que significa igual que en castellano cambiar de posición en un sentido inverso al que alguien se encontraba originariamente. Sorprendentemente, la palabra vulgar que se utiliza en algunos países sudamericanos para referirse a un loco es la de “virado”, que significa exactamente lo mismo que Verrückt, es decir, estar dado vuelta sobre sí mismo, desco-locado, lo que también se expresa con el término de “conversión” (esto es muy importante): un loco está virado, o a veces, lo viraron (lo dieron vuelta sobre sí mismo).
Ahora, si alguien ha sido desco-locado de un lugar (ese lugar puede ser otra persona) y se encuentra dado vuelta hacia otro lado (virado) pierde el sentido de la orientación, vale decir, las vías por las cuales transcurría antes de dis-locarse. Ese espacio que designa la des-loca-lización, es el espacio de la locura, donde alguien no encuentra las vías, y por lo tanto es un extra-viado, lo que significa que camina fuera de la vía. A veces, en contra del tráfico, razón por la cual hacer algo loco se dice en alemán Verkehr, que significa a la vez, tránsito. Y, efectivamente, encontrar un nuevo amor supone encontrar otro objeto donde co-locar el amor para transitar a través de una vía común. Mas en ese espacio intermedio donde alguien transita después de haber sido virado y por lo tanto camina extraviado con su amor dis-locado y en contra del tráfico (Verkehr) puede ser definido, sin problemas, como locura.
Permítaseme explicar ahora el mismo problema mediante una analogía que es la que más se aproxima al amor humano: la del amor divino.
Para acceder al amor divino necesitamos introducirnos en su fe, es decir, creer. Ahora, como escribió una vez el teólogo Joseph Ratzinger, acceder a una fe significa abandonar otras creencias, incluso, una de las creencias más firmes de nuestro cartesiano tiempo que es la creencia en la duda. Salir de una fe para llegar a otra, o simplemente pasar de la duda a la fe, supone un acto de conversión. Pensar es un acto acrobático, afirma Peter Sloterdijk (2009) Eso significa, siguiendo al mismo Ratzinger (1978, p.81), asumir la posibilidad de una in-versión del alma. Esa inversión es un acto de con-versión (Metanoia). Amar a Dios significa abandonar todo aquello donde no se encuentra la presencia de Dios. Significa, en fin, perderse en sí mismo. Luego, creer es aceptar la condición de extravío como condición necesaria de la existencia humana. La santidad, que es un estado de amor, la alcanzan aquellos que abandonando el camino recorrido extravían sus pasos hacia un fin inalcanzable en esta vida pero que no pueden abandonar porque han sido con-vertidos en una dirección no sólo inversa respecto a la que transitaban sino, además, conversa respecto a la divinidad. Ese perderse en el camino me recuerda, inevitablemente, un bolero llamado Caminemos que cantaba el dúo Los Indios Tabajaras, cuyos autores son A. Gil y H. Martin, bolero que impregnó mi niñez y que, todavía, de vez en cuando, me sorprendo tarareando:
No, ya no debo pensar que te amé/ es imposible olvidar que sufrí/ No, no concibo que todo acabó/ que este sueño de amor terminó/ que la vida nos separó/ sin querer/ caminemos, tal vez nos veremos después/ Esta es la ruta que estaba marcada/ vivo insistiendo en tu amor/ que se perdió en la nada / Y sigo caminando/ sin saber donde llegar/ tal vez caminando/ la vida nos vuelva a juntar.
Difícil encontrar una versión que ilustre mejor aquella pérdida del camino que es propia a la locura de todo amor.
Nadie puede amar sin perder su camino, o sin desmarcarse de una ruta que ya estaba marcada. El amor implica realizar un acto de acrobática conversión: una pérdida del ser en sí mismo en la búsqueda infructuosa del otro, a través de ese vacío que no es sólo el vacío entre dos objetos de amor sino sobre todo, ese vacío del alma que Jean Paul Sartre llamó “la náusea”. En el tránsito del camino que va de objeto a objeto, y aún en el objeto mismo que por ser objeto transitorio nunca podrá llenar totalmente el vacío del alma, dislocados, descolocados, virados, extraviados, tenemos al fin que afirmarnos en algo, en lo que sea, ojalá en un árbol con raíces profundas, hundidas en aquella tierra de donde venimos y hacia donde vamos todos.
Ratzinger, Joseph Einführung in das Christentums, Nordlinger 1978
Sloterdijk, Peter Du mußt dein Leben ändern, Frankfurt 2009