Fernando Mires – CHILE, DEFENDIENDO A SU DEMOCRACIA


Poco a poco el amorfo movimiento chileno desatado por una fracción estudiantil va tomando formas políticas. Y es bueno que así sea. La otra alternativa sería la permanencia de la multitud, la masa informe, la protesta sin cauce. Por de pronto, ya podemos reconocer en su interior diferentes segmentos: el generacional, el a-social, el social y el político.

Ya no hay casi nadie en desacuerdo en que el segmento generacional (la juventud escolar y universitaria) solo fue el detonante del estallido nacido en octubre.

El segmento a-social, como suele ocurrir no solo en Chile y en todos los países occidentales, incluyendo los más desarrollados económicamente, no tardó en hacer su puesta en escena. El historiador Gabriel Salazar usa al respecto un concepto racial para caracterizarlo: “pueblo mestizo”. Pero es el mismo pueblo que llamamos el rotaje o el roterío. O también, pelusas, pungas, pelientos, patipelaos y otros apelativos no sociológicos que comienzan – no sé por qué - con la letra p. Con ello aludimos no solo a los de abajo sino también a los de afuera, los antiguos y eternos marginales. Los que no tienen línea, ni programa, ni proyecto histórico y ni siquiera una organización que los agrupe. Los que están aún más abajo que “los pobres de la ciudad y el campo”. Para unos, deshechos de la sociedad, lumpen social, mas no proletario. Para otros, los excluidos que nos recuerdan su existencia a través de destrozos y violencia rabiosa. En fin, las turbas sin historia.

Si nos atenemos a las exigencias no materiales de los jóvenes escolares y estudiantes, estaríamos frente a un movimiento de tipo edípico, anti-autoritario, libertario, erótico, de esos que gustaban tanto a Herbert Marcuse. Un “movimiento del primer mundo” como lo han bautizado algunos políticos y analistas (Lagos, Openheimer). Pero si nos atenemos al segundo segmento, estaríamos frente a un clásico movimiento tercermundista. Categorías muy inútiles, por lo demás. Pues ese tercer mundo también ha aparecido en el primero, ya sea en los barrios pobres de París, en las protestas afroamericanas de USA, en los encapuchados de los primeros de mayo alemanes. Por esas razones el estallido chileno no es ni del primer ni del tercer mundo. Es de los dos a la vez. O, lo que es lo mismo: de ninguno.

El tercer grupo, el social, formado por sectores asalariados y sus organizaciones, fue el que dio consistencia a un estallido que sin ellos no habría sido más que una gigantesca revuelta callejera. Fue también el primer sector que atendió la presidencia dando cumplimiento a una serie de reivindicaciones, entre ellas, muchas no otorgadas por los gobiernos de la Concertación.

Pero si el gobierno pensó apagar el incendio con su apertura hacia lo social, lo hizo demasiado tarde. Justo en el momento en que el movimiento ya escapaba a lo social y exigía, además, demandas políticas. Fue entonces cuando el gobierno decidió abrir más su abanico y llamar al diálogo a casi todos los partidos políticos de la nación.

El problema es que el estallido si bien no comenzó en contra de los partidos, apareció sin ellos. No fue una rebelión “anti-neoliberal” en contra de la clase política, como estilizan algunos opinadores desde sus estrechas habitaciones ideológicas, pero sí fue hecha sin consentimiento partidario. Los partidos políticos, en efecto, han dejado de ser los canales que vinculan las demandas ciudadanas con el estado. La que vive Chile es una auténtica crisis de representación – en ese punto hay cierta unanimidad - . Pero hay algo más que eso: nos encontramos frente a la posibilidad de una crisis que, si no es politizada a tiempo, puede llegar a transformarse en una crisis de autoridad en el sentido que acordaba Hannah Arendt al término, a saber: una crisis en donde se desconoce la autoridad de las instituciones, la del gobierno, de las elecciones y, no por ultimo, la de las leyes.

Para decirlo en pocas palabras: la tarea que enfrentan tanto el gobierno como los partidos, no solo es atender a las demandas de la multitud desorganizada, sino mucho más: defender los pilares sobre los cuales reposa la democracia chilena. A esa democracia pertenecen los partidos, incluyendo a los que se pronuncian en contra de ella.

Naturalmente, los partidos están lejos de constituir una unidad homogénea. Hacia el lado derecho hay fuertes discrepancias entre una centro-derecha representada por el gobierno y una ultra derecha “republicana” -ese bolsonarismo a la chilena liderado por personas como José Antonio Kast- dispuestos a esperar a que el movimiento social provoque el espanto de las capas medias para ponerse al frente de ellas en defensa del orden, de la Constitución y de las leyes. Hay quienes ya opinan que ese sector será a la postre el más favorecido por el estallido social. Como siempre, aquí se da una sincronía entre los dos extremos

Mientras más revuelvan las aguas los del extremo izquierdo, más grande será el clamor de orden que se desatará hacia el lado derecho. Kast lo sabe. Por eso ya encontró el tono de su melodía: en estos momentos ha declarado su defensa irrestricta a la Constitución de 1980.

El cuadro que ofrecen los partidos de oposición es aún más heterogéneo. De hecho podemos distinguir tres sectores. A un lado la democracia cristiana, muy cerca del centro-derecha piñerista. Luego, el PPD, los socialistas y los radicales, quienes aspiran a servir de puentes entre la protesta social y la política oficial. Más allá, los comunistas y el Frente Amplio que intentan otorgar un formato extremista a las movilizaciones recurriendo a su muy antiguo y nunca gastado repertorio: “crear, crear poder popular”, fomentar la creación de cabildos y asambleas no contempladas en la Constitución, imponer plebiscitos, desconocer el orden político resultante de las elecciones libres y soberanas.

La oposición partidaria parece estar unida en torno a una fórmula: la de una Nueva Constitución. No obstante, al llegar a esta curva hay que manejar con mucho cuidado. No todos quienes pronuncian la palabra Constitución opinan lo mismo. La parte piñerista de Renovación Nacional y la democracia cristiana entienden por Nueva Constitución un conjunto de reformas a la Constitución vigente. El sector centro-izquierda se mueve entre dos aguas, la de la centro-derecha ya nombrada y la de la izquierda extrema representada por los comunistas, el FrenteAmplio, más un conjunto de siglas ultraizquierdistas. Este último sector es el más interesado en cambiar no solo la Constitución sino, junto a ella, el orden político chileno. Es, a juicio de quien aquí escribe, el sector más peligroso para la todavía joven democracia chilena. ¿Por qué?

Aparte de que para muchos la asamblea constituyente sea la panacea que sale a relucir cuando no hay mucho que decir, la escoba vieja que sirve para un barrido y un fregado, para los más avisados ha de ser el acta que culmina una revolución triunfante, el hecho que da nacimiento a un nuevo régimen. La historia de las diversas asambleas constituyentes aparecidas desde la revolución francesa hasta nuestros días, así lo ha demostrado.

Una asamblea constituyente aparece generalmente después del derrocamiento de una tiranía. Es la prueba de que el antiguo régimen pertenece al pasado. Sin derrocamiento de una tiranía (dictadura, despotía) no puede haber asamblea constituyente entre otras cosas porque en democracia la democracia ya está constituida, a menos que …….sí: a menos que el objetivo de una asamblea constituyente sea derrocar a la democracia.

La razón es sencilla: en democracia las tareas de la asamblea constituyente corresponden al parlamento elegido por votación popular. Por eso: o la asamblea constituyente es elegida como un parlamento paralelo al constitucional o en contra del parlamento, como ocurre en la siniestra Venezuela de Nicolás Maduro. En cualquiera de los dos casos, es antiparlamentaria. Y sin parlamento, por definición, no puede haber democracia.

En el caso de los comunistas y del Frente Amplio chileno, la asamblea constituyente sería el organismo que instituiría un poder popular (cabildos y asambleas) no elegido por nadie. El propósito de esos partidos es, por lo mismo, lograr por aclamación un poder que nunca, léase, nunca, obtendrán por votación. Por esa misma razón, la tesis de la asamblea constituyente no solo es levantada en contra del parlamento sino también en contra de los partidos que lo conforman.

No hay ningún ideólogo de la izquierda ultrista que no piense que el estallido de octubre fue una revolución en contra de toda la clase política, es decir, en contra de la mayoría de los partidos políticos chilenos. En ese punto, la coincidencia de la extrema izquierda con la extrema derecha de proveniencia pinochetista, es notable. Para la primera, la revolución anti-parlamentaria llevaría a la eliminación de la clase política (fin de la democracia burguesa). Para la segunda, abriría las condiciones para la imposición de un estado fuerte y autoritario (o sea, todo lo que no representa Piñera) con prescindencia de los partidos, de acuerdo al legado teórico de Jaime Guzmán. Los fachos, de izquierda o de derecha, son y serán siempre, anti-parlamentarios.

Ni profecía ni distopía. No se trata de encender todas las alarmas. Pero sí de alertar acerca de la existencia de peligros que por lado y lado amenazan a la frágil democracia chilena. Que esos peligros no hayan cristalizado no significa que no laten al interior del país. Es también un alerta a los partidos, sobre todo a los que conforman el amplio centro político, desde la derecha pinerista hasta llegar a los socialistas. Estos últimos – irremediable tendencia histórica – suelen sentirse atraídos por el aparente romanticismo y el fingido idealismo que suele asomar en los extremos de izquierda.

Por ahora se juega en el centro de la cancha y la pelota la tienen los partidos de la oposición. De ellos depende el giro que tomará el clamor por una Nueva Constitución. Un clamor inducido desde fuera del estallido pero que ha resonado con mucha fuerza en su interior. Por lo mismo, hay que escucharlo. 


¿Cuáles son los motivos que llevarían a cambiar la Constitución? Según los ideológos extremistas, incapaces de decir una frase sin usar categorías macro-economicas, la actual Constitución sería – para decirlo en términos marxistas- la superestructura jurídica de la infraestructura del capitalismo neo-liberal (no estoy caricaturizando: así lo dicen)

En un nivel no ideológico, hay políticos (probablemente Piñera se cuenta entre ellos) que, no estando de acuerdo con un cambio de Constitución, lo aceptarían como una movida táctica, a saber, como paliativo orientado a bajar la presión de los movimientos de protestas. De más está decir que subordinar todo el cuerpo constitucional a una movida táctica delataría una actitud de muy baja calaña política.

Hay, sin embargo, una tercera razón que sí justificaría un cambio de Constitución. Nos referimos a una razón político-simbólica. Es la que se refiere a los orígenes históricos de la Constitución.

La actual, la del ochenta, nació en plena dictadura. No es una Constitución dictatorial pero tiene un nacimiento dictatorial. Es, por lo tanto, una constitución estigmatizada por su lugar y por su tiempo. Siguiendo a Montesquieu, la rebelión en contra de la Constitución de 1980 no sería en contra de sus leyes sino en contra de “su espíritu”. En la actual vive, sino el espíritu, el fantasma de Pinochet.

De la misma manera entonces como en España la exhumación del cadáver del Generalísimo trae consigo una fuerte carga simbólica, un cambio constitucional significaría en Chile la simbolización tardía de, para decirlo otra vez con Arendt, “un nuevo comienzo”. Una marca histórica. Un signo que cerraría para siempre una era.

El dilema – a la vez una paradoja- con que se enfrenta la oposición centrista y democrática de Chile no es muy fácil: ¿cómo cambiar la Constitución de un modo constitucional? ¿Cómo otorgar a un parlamento constituido una misión constituyente? Difícil, pero no imposible. No olvidemos que desde su fundación hasta nuestros días Chile ha sido no solo un país de leguleyos sino también de grandes legisladores.

Lo decisivo es no dejar ni un segundo a Chile sin la protección de un techo constitucional, sea antiguo o nuevo. Pues, para decirlo con Immanuel Kant (Paz Perpétua): “solo bajo el primado de la Constitución salimos de la ética natural para llegar a ser miembros de una comunidad política”