Intérprete: Lucho Gatica.
Autor: Carlos Almarán
Ya no
estás más a mi lado, corazón / En el alma solo tengo soledad/ y si
ya no puedo verte /porque Dios me hizo quererte/ para hacerme sufrir
más/ Siempre fuiste la razón de mi existir/ Adorarte para mi fue
religión/ Y en tus besos yo encontraba/ el calor que me brindabas/
el amor y la pasión/ Es la historia de un amor/ Como no hay otra
igual/ Que me hizo comprender/ Todo el Bien todo el Mal/ Que le dio
luz a mi vida/ apagándola después/ Ay, que vida tan oscura/ Sin tu
amor no viviré.
Es la
historia de un amor.
Uno de los tantos poemas que
nos ha dejado la voz sentimental y al mismo tiempo tan potente de
Lucho Gatica.
Lucho Gatica de Rancagua, voz
de los ricos vinos al igual que los de la Toscana de los grandes
tenores, no necesitaba cantar sólo con la voz de la garganta. La voz
simple del sentimiento que no sólo se oye sino, además, se escucha,
que es la voz del corazón y que es la que nos dieron para decir
aquello que nos cuesta tanto expresar hablando, sobre todo si se
trata de narrar la historia de un amor; que es única, como la de
cualquier amor.
Pero la voz de Lucho Gatica no
la escucharon primero las dueñas de casas. La cantaron, quizás
antes que él, las empleadas de las casas santiaguinas; las que más
soñaron; las que más sufrieron; las que más amaron, ya sea al
vendedor de periódicos, o al lechero, o al carretonero, o al
vendedor de “papas”, o al cartero, o al “maestro” ambulante,
o al carabinero.
Los chilenos nunca entendieron
la voz genial que tenían en Lucho Gatica. Pero en otros países,
como suele ocurrir, sí. Lucho Gatica era el profeta que no fue en su
tierra: el cantante profeta del amor. Lo era para las mexicanas
descalzas que lo escuchaban mientras vendían peinetas y pañuelos en
la calle. Para las guatemaltecas que vendían alfombras de mil
colores. Para las cubanas que aún sueñan amores imposibles en sus
melancólicas calles sin destino ni fe. Para las colombianas y
venezolanas que cimbran cinturas en medio de profundas tragedias.
Para las hondureñas encerradas en sus casas esperando el próximo
huracán que arrasará con todo otra vez. Para las peruanas que tanta
paciencia tienen, y para las bolivianas que asumen tanta tristeza,
Lucho era y es su Lucho. Lucho Gatica, con su voz de violín confuso,
misteriosa en su pureza, oscura y clara cuando quiere la ocasión,
cantaba a lo que no se tiene, a lo que cuando tenemos no queremos, a
lo que cuando queremos deseamos tener, al amor de todos los tiempos,
al que nos vuelve locos y tan humanos a la vez. Lucho Gatica sigue
cantando. Aunque él no más cante al amor, cosa tan simple, con su
voz de pájaro extraviado, como todo amor lo es.
Es la historia de un amor,
como no hay otra igual.
Escribió una vez Hannah
Arendt en sus “diarios” que el amor es un acontecimiento que
puede llegar a ser una historia. (Arendt, 2002, tomo 1, p. 49) Eso
quiere decir que cada amor es el resultado inequívoco de un
“encuentro” -dicho en el sentido de Buber (1960) que también es
el de Arendt-. Ahora, si es un encuentro, el nacimiento de un amor es
un hecho sujeto a simple contingencia. Nadie lo ha programado, ni
causalizado, ni planificado, a menos que supongamos –suposición
absolutamente indemostrable- que todo lo que nos ocurre sea
consecuencia de un Plan del cual somos ejecutores, o de una lógica
casi hegeliana de la historia, situada más allá de toda
experiencia. Eso significa que las historias de amor no son parecidas
ni a las historias “científicas” ni a las historias “sagradas”.
Sin ánimo de entrar a partir
de este comentario bolérico en ese tema tan árido que es el de la
“teoría de la historia”, es necesario afirmar que las historias
científicas y las sagradas tienen algo en común: la ausencia de la
casualidad y la presencia a veces omnipotente de la determinación.
De acuerdo al canon de las
historias científicas, los hechos históricos son consecuencias de
determinaciones suprahistóricas, como la dialéctica, el desarrollo
económico, la cultura o el carácter de los pueblos, etc. De acuerdo
al canon de las historias sagradas, los hechos históricos se
encuentran determinados por una voluntad superior que es, obvio, la
de Dios. No obstante, tanto la una como la otra, han debido
reconocer, tarde o temprano, que la determinación nunca podrá ser
absoluta sino relativa.
En el caso de la historia
científica sus representantes están de acuerdo en aceptar que los
hechos históricos alcanzan en su desarrollo cierta autonomía que
escapa a toda pre-destinación. En el caso de la historia sagrada ya
hay muchos teólogos que adoptan la tesis cristiana relativa al libre
albedrío, entendiéndose así la historia a partir de un juego que
se conjuga entre el providencialismo, por un lado, y la libertad que
regaló Dios al humano, por otro.
Ahora bien, si hay historias
en donde el principio de indeterminación es absolutamente absoluto,
estas son las historias de amor. El amor, aunque así no lo parezca,
no es metafísico. Siempre ocurre en el “más acá”. Por eso
tiene razón Lucho Gatica cuando afirma que su historia no es igual a
ninguna. Y con ello nos está diciendo que las contingencias no
tienden a repetirse. Si una contingencia se repite con cierta
regularidad, deja de ser contingencia y se transforma en regla, norma
o, incluso, en una ley.
No obstante, la “historia de
un amor” es un bolero contradictorio. Por un lado, al constatar la
unicidad propia a cada relación amorosa, su texto afirma
rotundamente el principio de contingencia. Pero a renglón seguido
afirma uno de los principios más determinantes que es posible
imaginar, anulando todo asomo de libertad, incluso en la escogencia
de un objeto de amor. Pues, no él, Gatica, amó a la mujer sino Dios
fue quien decidió que él la quisiera. ¿Para qué? La respuesta es
insólita: nada menos que “para hacerlo sufrir más”.
Pero ¿qué
interés puede tener el buen Dios en hacer sufrir? Algo malo tiene
que haber hecho el hombre para que Dios quiera castigarlo y nada
menos que –de acuerdo a toda teología- con el medio que nos ha
dado para salvarnos: el amor. La razón de tal castigo la encontramos
avanzando en el texto, cuando el cantante afirma, no frente a Dios
sino frente a la imagen de su mujer perdida: “Adorarte para mí fue
religión”. Más aún, gracias a esa
religión, él lo dice, ha sido descubierta la diferencia entre el
Bien y el Mal. Eso significa que Gatica ha incurrido en uno de los
pecados más grandes que es posible imaginar en un creyente: la
idolatría.
Interesantísimo: este bolero
es una verdadera pieza onírica. Su lógica, si es que la tiene, hay
que recomponerla a partir de un procedimiento deconstructivo, así
como sugiere hacerlo Saussure con los textos literarios o Lacan con
las personas. A veces pienso que para entender el sentido de algunos
boleros hay que seguir previamente un curso de hermeneútica. Los
boleros son papiros en donde se encuentran transcritas las
alucinaciones más erráticas del alma humana.
El problema de Lucho Gatica,
así como el de muchos humanos, es haber convertido, como él mismo
afirma, el amor a un(a) mortal en religión. Eso es precisamente lo
que no debe ser el amor. Así resulta evidente que la amada lo ha
abandonado porque ninguna persona puede soportar el peso de ser
objeto de adoración. En el amor buscamos cariño, reconocimiento,
comprensión, calor, placer, y muchas otras cosas más, pero no
adoración. Desde el punto de vista teológico cada cuerpo puede ser
un templo para la divinidad, mas no para otra persona. De este modo,
no resulta extraño que la amada de Gatica haya decidido abandonarlo.
Ella no podía aceptar el calvario de la idolatría. Los ídolos son
de oro o de barro; no de sangre, huesos, y carne, como somos
nosotros. El amor idolátrico entre humanos está condenado al
fracaso antes de comenzar y por eso esta historia de amor es, como
ocurre en tantos boleros, la historia de un fracaso.
La idolatrización de un
prójimo aparece “a primera vista” como la expresión de absoluta
entrega de un sujeto a la otra persona. Y si así fuera, ésa sería
una razón para que tal amor no lo aceptara nadie. Quien se entrega
totalmente a alguien o a algo, deja de ser sí mismo y nadie puede
amar a alguien que no es un “sí mismo”. La mismisidad del otro
es una de las condiciones del amor.
No obstante, he escrito que la
entrega de un prójimo al otro es sólo “a primera vista” una
generosa ofrenda. En verdad, cada intención de idolatría amorosa o
cada intento de convertir una relación interpersonal en una
religión, delata un sentimiento de profunda autoidolatría. La idea
no es mía. Viene de la antropología filosófica de René Girard
(1999).
Según Girard, frente al altar
del prójimo, aquello que festejamos es la supuesta intensidad de
nuestro sentimiento. Ese es, nótese, el otro sentido de la frase
“Como no hay otro igual”. “Como no hay otro igual” quiere
decir, además, “nadie es capaz de amar como amo yo”. “Miradme,
admiradme, contemplad cuán maravilloso soy, nada menos que el
representante de una capacidad de amor que nadie más posee”. O
como dice Girard: El “portador de la cosa infinita”.(Ibíd.,
p.61) “Si te amo como a una diosa, es porque mi amor es divino. Yo
tengo tanto poder, que mi amor a ti te ha convertido en diosa”. Esa
es la razón por la que Lucho Gatica no puede entender por qué su
amante lo ha abandonado y culpa nada menos que a Dios de tamaña
fatalidad. El amor infinito, divino, religioso, del cual Lucho Gatica
imagina ser portador, sigue incólume. Quien se ha equivocado es
Dios. Ni Dios se salva del amor omnipotente que predica Gatica.
Lucho Gatica ha olvidado algo
muy elemental: el amor humano puede ser en algunos casos,
incondicional. Nunca, en cambio, podrá ser infinito. Y no puede
serlo debido a una condición. Esa condición es: “la condición
humana”.
Referencias:
Arendt,
H. Denktagebuch, 1950-1973, Tomo 1, Piper, München 2002.
Buber,
M. Begegnungen, Kohlhammer, Stuttgart 1960.
Girard,
R. Je vois Satan tomber comme l`éclair, Grasset &
Fasquelle, Paris 1999.
Para escuchar Historia de un Amor cantada por lucho Gatica pulsar AQUÍ
Para escuchar Historia de un Amor cantada por lucho Gatica pulsar AQUÍ